Padres e Hijos

Volumen II de la Serie educativa Charlotte Mason

Título de la obra original: Parents and Children – Volume 2 of the Home Education Series, escrita por Charlotte Mason, publicada originalmente en Inglaterra en 1904.

Traducción realizada por el equipo de Charlotte Mason Perú liderado por Hanneke Sonnevelt, y revisión realizada por Sally Paredes Vega, de la Comunidad de Educadores Charlotte Mason Iberoamérica.

Esta versión en español es propiedad intelectual de la Comunidad de Educadores Charlotte Mason Iberoamérica © 2025. Obra protegida por el derecho internacional de derechos de autor. Pueden publicarse extractos y citas tomados de esta versión dando debido crédito a los traductores y a la Comunidad Educadores Charlotte Mason Iberoamérica, y no puede ser publicada ni copiada en su totalidad sino solo utilizando un enlace específico hacia el contenido original en esta página.

Índice

Prefacio a la tercera edición. 6

Capítulo I. La familia. 8

Capítulo II. Los padres como gobernantes. 13

Capítulo III. Los padres como inspiradores: los hijos deben nacer de nuevo a la vida de la inteligencia. 20

Capítulo IV.  Los padres como inspiradores: la vida de la mente crece sobre las ideas. 26

Capítulo V. Los padres como inspiradores: las cosas del espíritu. 34

Capítulo VI: los padres como inspiradores: ideas primarias derivadas de los padres. 41

Capítulo VII. El padre como maestro de escuela. 48

Capítulo VIII. El cultivo del carácter: los padres como formadores. 54

Capítulo IX. El cultivo del carácter: abordar los defectos. 64

Capítulo X: Los padres como instructores de religión. 70

Capítulo XI. Fe y deber (reseña): los padres como maestros de moral 76

Capítulo XII. Fe y deber (reseña): pretensiones de la filosofía como instrumento de la educación. 87

Capítulo XIII. Fe y deber (reseña): el hombre vive de la fe, hacia dios y hacia el hombre. 96

Capítulo XIV. Los padres se preocupan de dar el impulso heroico. 104

Capítulo XV. ¿Será posible? (reseña) : la actitud de los padres ante las cuestiones sociales. 111

Capítulo XVI. Disciplina: un pensamiento para los padres. 124

Capítulo XVII. Sensaciones y sentimientos: sensaciones educables por los padres. 131

Capítulo XVIII. Sensaciones y sentimientos: sentimientos educables por los padres. 139

Capítulo XIX. «¿Qué es la verdad?» Discriminación moral exigida por los padres. 148

Capítulo XX. Demostrar el por qué: padres son los responsables de los exámenes competitivos. 154

Capítulo XXI. Un esquema de teoría educativa propuesta a los padres. 162

Capítulo XXII. Un catecismo de teoría educativa. 168

Capítulo XXIII. Desde dónde y hacia dónde: una pregunta para los padres. Desde dónde. 182

Capítulo XXIV. Desde dónde y hacia dónde. ¿hacia  dónde?. 188

Capítulo XXV. El gran reconocimiento que se requiere de los padres. 195

Capítulo XXVI. El niño eterno: el más alto consejo de perfección para los padres. 204

Apéndice. Preguntas para los estudiantes. 212

Prefacio a la tercera edición

Nuestra conducta es el resultado de nuestros principios, aunque estos solo sean: «No importa»; o «¿De qué sirve?».

El desempeño de todo cargo implica obedecer ciertos principios fundamentales.

Estas dos consideraciones mencionadas me llevan a pensar que un examen cuidadoso de los principios que subyacen natural y necesariamente en el oficio de los padres puede ser de utilidad para aquellos que se toman en serio su gran labor.

Creyendo que la individualidad de los padres es una gran posesión para sus hijos, y sabiendo que cuando una idea toma posesión de la mente surgen también los modos de ponerla en práctica, he tratado de no sobrecargar estas páginas con muchas instrucciones, sugerencias prácticas y otras muletas semejantes, que muchas veces terminan interfiriendo con la libre relación entre padres e hijos. Nuestra grandeza como nación depende de cuán lejos llegan los padres con la visión liberal e ilustrada que adopten de su alto cargo y de los medios de que disponen para desempeñar dicho cargo.

Los siguientes ensayos han aparecido en la revista Parents’ Review, y fueron dirigidos, de vez en cuando, a un grupo de padres que están haciendo un estudio práctico de los principios de la educación, Parents’ National Educational Union. Dicha unión de padres existe para promover, con algo de método y algo de firmeza, una definida escuela de pensamiento educativo cuyos dos principios fundamentales son el reconocimiento de la base física del hábito, es decir, del aspecto material de la educación, las ideas, es decir, del aspecto inmaterial o espiritual de la educación. Estos dos principios rectores, que abarcan todo el campo de la naturaleza humana, deberían permitirnos abordar racionalmente todos los complejos problemas de la educación. Por ello, no es el objeto de estos ensayos proveer una aplicación exhaustiva de dichos principios —ni el Museo Británico podría contener todos los volúmenes necesarios para tal empresa— sino dar ejemplos o sugerencias, de cómo puede formarse tal o cual hábito, o cómo puede implantarse y fomentarse tal o cual idea formativa. La intención del volumen se refleja en la iteración de principios similares en diversos contextos. La autora tiene la esperanza de que, dado que los siguientes consejos y sugerencias se basan en principios educativos profundos, no por ello resultarán menos útiles en la práctica para los padres ocupados, y, en algún grado, atingentes e inspiradores para los maestros.

Ambleside,

Mayo de 1904

Capítulo I. La familia

 

«La familia es la unidad de la nación». F. D. Maurice.

Rousseau logró el despertar de los padres. Es probable que ningún otro pensador de la educación haya logrado afectar tan profundamente a los padres como lo hizo Rousseau. Su obra Emilio [«Emilio o De la educación», escrita en 1762] es poco leída ahora, pero no sabemos de cuántas teorías actuales sobre adecuada crianza de los niños es fuente insospechada. Todo el mundo sabe —y sus contemporáneos lo sabían mejor que nosotros— que Jean Jacques Rousseau carecía de un suficiente carácter irreprochable como para presentarse como una autoridad en ningún tema, y mucho menos en educación. Se describe como un pobre hombre, y no vemos motivo para rechazar la evidencia de sus Confesiones. Pero no nos dejamos llevar por el encanto de su estilo; su «forzosa debilidad» no nos deslumbra. Ningún hombre puede decir más de lo que es, y sus teorías filosóficas muestran una falta de agallas que elimina a la mayoría de ellas de la categoría de pensamiento calificado.

Pero Rousseau tuvo la perspicacia de percibir una de esas verdades patentes que por alguna razón solo un genio puede descubrir; y, puesto que la verdad es, en efecto, más preciada que los rubíes, la percepción de esa verdad le dio rango de gran maestro. La gente se preguntaba si Jean Jacques era también un profeta, y se sigue preguntando; y que tuviera miles de fervientes discípulos entre los padres educados de Europa, junto con que la enseñanza se haya filtrado en muchos hogares apartados en nuestros días, es respuesta suficiente. De hecho, ningún otro pedagogo ha ejercido ni la décima parte de la influencia de Rousseau. Bajo el hechizo de sus enseñanzas, personas del mundo de la moda, como la princesa rusa Galitzin, abandonaron la sociedad y se marcharon con sus hijos a algún rincón tranquilo donde pudieran dedicar todas las horas del día y todas sus fuerzas al cumplimiento de los deberes que incumben a los padres. Las madres de las cortes soberanas se retiraron del mundo, a veces incluso dejaban a sus maridos, para empeñarse en la literatura clásica, las matemáticas, las ciencias, para poder instruir a sus hijos ellas mismas. Así se extendió la idea de que la educación de los hijos era la única tarea de importancia primordial para hombres y mujeres.

Rousseau habría encontrado seguidores, cualquiera haya sido la extravagancia que hubiera querido promover, porque tocó por casualidad una puerta que abrió muchos corazones. Fue uno de los pocos pedagogos que apeló a los instintos paternos. No dijo: «No tenemos esperanza con los padres, ¡trabajemos nosotros para los niños!» que son las cosas pusilánimes y pesimistas que decimos hoy en día. Lo que dijo fue, de hecho: «Padres y madres, éste es vuestro trabajo, y sólo vosotros podéis hacerlo. Os corresponde a vosotros, padres de niños pequeños, ser los salvadores de la sociedad por mil generaciones futuras. No hay nada que importe más. Las ocupaciones que cansan a la gente son como un tonto juego de niños comparadas con este serio asunto de educar a nuestros hijos antes que a nosotros mismos».

La gente escuchó, como hemos visto; la respuesta a sus enseñanzas fue un desbordamiento de las aguas del entusiasmo paterno como nunca se ha conocido antes ni después. Rousseau, débil y poco digno, fue un predicador de la integridad en que volvió los corazones de los padres hacia los hijos, y llegó a preparar un pueblo dispuesto para el Señor. Pero, ¡ay! después de haber puesto los cimientos, no tenía más que madera, heno y hojarasca que ofrecer a los constructores.

Rousseau consiguió por mérito propio despertar muchos padres al carácter vinculante, al vasto alcance, a la profunda seriedad de las obligaciones parentales. Fracasó por mérito propio al ofrecer sus propias burdas ideas a modo de código educativo. Pero su éxito es muy alentador, pues percibió que Dios puso en manos de dos personas, un padre y una madre, la formación de cada niño; y la respuesta a su enseñanza demostró que, como las aguas responden a la atracción de la luna, así los corazones de los padres se responden a la idea de la gran obra que se les ha encomendado a ellos.

Aunque no hay ninguna duda de que cada padre es consciente de las leyes no escritas, y definidas y nobles según el estatus del padre mismo, haremos un intento, por pequeño que sea, de codificar dichas leyes para que queden a disposición de los padres.

La familia es una comuna. «La familia es la unidad de la nación». Esta significativa frase indica algunos aspectos de la vocación de los padres. De vez en cuando, en todas las épocas del mundo, han surgido sociedades de índole comunista, a veces con el fin de cooperar en una gran obra social o religiosa, y más recientemente como protesta contra las desigualdades de condición; pero, en todos los casos, la regla fundamental de tales sociedades es que los miembros deben tener todas las cosas en común. Tendemos a pensar, sin pensarlo cuidadosamente como hacemos muchas veces, que tales intentos de asociación comunista están condenados al fracaso, pero no es así. En los Estados Unidos, tal vez porque la mano de obra contratada es menos fácil de obtener que en nuestro país, parecen haber encontrado un terreno propicio, y allí florecen muchos organismos comunistas bien regulados. También hay fracasos, muchos y desastrosos, y parece que generalmente se deben a una causa, un gobierno debilitado por el intento de combinar los principios democráticos y comunistas; es decir, vivir juntos en una vida común, mientras cada uno hace lo que es correcto a sus propios ojos. No obstante, una entidad comunista sólo puede prosperar bajo un gobierno vigoroso y absoluto.

Uno de los sueños favoritos del socialismo es —o era hasta que se impuso la idea del colectivismo— que cada estado de Europa se dividiera en un número infinito de pequeñas comunas autónomas. Ahora bien, a veces sucede que lo que deseamos ya se ha cumplido, si tan solo tuviéramos ojos para verlo. La familia es, prácticamente, una comuna. En la familia, la propiedad indivisa es disfrutada por todos los miembros en común, y en la familia hay igualdad de condición social, y diversidad de deberes. Donde aún existen prácticas patriarcales, la familia se funde con la tribu, y el jefe de la familia es el jefe de la tribu —un soberano absoluto, sin duda alguna. En nuestro propio país, las familias son generalmente pequeñas, y las componen los padres y sus hijos inmediatos, junto con los empleados y las pertenencias que corresponden naturalmente a un hogar y que, no hay que olvidarlo, forman parte de la familia. La pequeñez de la familia tiende a oscurecer su carácter, no nos parece convincente la frase que encabeza este capítulo; no percibimos que, si la unidad de la nación es la comuna natural, la familia, entonces, la familia está comprometida a llevar a cabo dentro de sí misma todas las funciones del Estado, con la delicadeza, la precisión y la atención al detalle propios del trabajo realizado a pequeña escala.

La familia debe ser social. De ninguna manera debiera deducirse que a partir de esta visión comunista de la familia, la política interior debiera ser una política de aislamiento; por el contrario, no es demasiado decir que una nación es civilizada en la medida en que es capaz de establecer relaciones estrechas y amistosas con otras naciones; y no con una o dos, sino con muchas y, a la inversa, que una nación es bárbara en proporción a su aislamiento; y ¿acaso no decae una familia en inteligencia y virtud cuando de generación en generación existe por sí misma para sí misma?

La familia debe servir al prójimo. Reitero, es probable que una nación sea saludable en la medida en que tenga sus propias vías de salida, sus colonias y dependencias, a las que siempre procura incluir en la vida nacional. Lo mismo ocurre con la nación en miniatura, la familia: aquellas familias en dificultades «por allá lejos», el orfanato, la misión para los necesitados, aquellos que conocemos que están en necesidad, ¿acaso no existen para el sostenimiento de la vida suprema [espiritual] de la familia?

La familia debe servir a la nación. Pero no basta que la comuna familiar mantenga relaciones de vecindad con otras comunas semejantes, y hacia el forastero dentro de las puertas de la ciudad. La familia es la unidad de la nación; y la nación es un todo orgánico, un cuerpo vivo, constituido, como el cuerpo natural, por un número infinito de organismos vivos. La vida de la familia sólo es completa en la medida en que contribuye a la vida nacional. Se deben compartir los intereses públicos, se debe asumir el trabajo público, se debe atesorar el bienestar público; en una palabra, se debe preservar su integridad con la nación, o la familia deja de ser parte de un todo viviente, y se vuelve más bien perjudicial, como tejido descompuesto en el organismo animal.

El orden divino de la familia con respecto a otras naciones. Los intereses de la familia no se limitan a los de la nación. Así como corresponde a la nación extender sus relaciones con otras naciones, estar en contacto con todo el mundo, avanzar siempre en la gran marcha del progreso humano, así es la actitud que incumbe a cada unidad de la nación, a cada familia, como parte integrante del todo. He aquí el cumplimiento simple y natural del noble sueño de la Fraternidad: cada individuo unido a una familia por lazos de amor si no fueran de sangre; familias unidas en un lazo federal para formar la nación; las naciones confederadas en el amor e inspiradas en la virtud, y todas, naciones y sus familias, desempeñando sus diversos papeles como niños pequeños a los pies y bajo la sonrisa de nuestro Padre todopoderoso. He aquí el orden divino que toda familia está llamada a cumplir: un poco de levadura leuda toda la masa, y, por consiguiente, es infinitamente importante que cada familia cumpla con la naturaleza y las obligaciones del vínculo familiar, porque, así como el agua no puede elevarse por encima de su fuente, tampoco podemos vivir a un nivel superior al del concepto que formamos del lugar y el propósito que nos corresponde en la vida.

La familia debiera aprender idiomas y mostrar cortesía en el extranjero.  ¿Acaso abordar la educación y todas las relaciones civiles y sociales desde el punto de vista de la familia tiene algún resultado práctico? Claro que sí, y tanto es así, que quizás allí esté la solución para la mayoría de los problemas de la vida. Por ejemplo, si nos preguntamos: ¿Qué debemos enseñar a nuestros hijos? ¿Qué asignatura debiera recibir más atención que las demás? La respuesta es que hay un tema o una clase de temas que tienen un imperativo moral sobre nosotros. Es el deber de la nación mantener relaciones de fraternal amabilidad con otras naciones; por lo tanto es el deber de cada familia, como parte integral de la nación, ser capaz de mantener conversaciones fraternales con las familias de otras naciones cuando surja la oportunidad; por ello, adquirir el habla de las naciones vecinas no implica sólo contar con una vía de entrada de conocimiento y un medio de cultivo intelectual, sino que es un deber de aquella moralidad superior (la moral de la familia) que tiene como objetivo la fraternidad universal; por lo tanto cada familia haría bien en cultivar dos idiomas además de la lengua materna, incluso en los años de infancia, antes de la escuela formal.

A este respecto, contaré que una joven inglesa se alojaba con su madre en un Kurhaus alemán. Ellas eran las únicas personas ingleses presentes allí, y probablemente olvidaron que los alemanes son mejores lingüistas que los ingleses. La joven permaneció con su libro durante las largas comidas, sin apenas interrumpir su lectura para comer, y no dirigió más que uno o dos comentarios a su madre, como: «Me pregunto qué será ese ruido» o «¿Cuánto tiempo más tendremos que estar sentados con esta gente?». Si hubiera recordado que ninguna familia puede vivir para sí misma, que ella y su madre representaban a Inglaterra, que ellas eran Inglaterra para aquella pequeña comunidad alemana, habría imitado los corteses saludos que las damas alemanas dispensaban a sus vecinas.

El restablecimiento de la familia.  Dejaremos de lado este importante tema y concluiremos con una sorprendente cita de la apreciación que hiciera de Emile el Sr. John Morley: «Poco a poco se empezó a considerar a la educación en relación con la familia. La mejora de las ideas sobre la educación fue sólo una fase del gran movimiento general hacia la restauración de la familia, que fue un espectáculo muy sorprendente en Francia después de la mitad del siglo. La educación pasó a comprender todo el sistema de relaciones entre padres e hijos, desde la más tierna infancia hasta la madurez. El sentimiento generalizado sobre dichas relaciones tendía fuertemente hacia una mayor cercanía, una mayor intimidad, y una efusión más continuada de ternura y un apego de más larga duración».

Su labor en esta gran causa de «la restauración de la familia», hacen que Rousseau sea merecedor de la gratitud y el respeto de la humanidad. Su obra ha sido sólida y duradera. Hoy en día, las relaciones familiares en Francia son más amables, más tiernas, más estrechas y más inclusivas que las de Inglaterra. También son más abiertas, lo que conduce a un comportamiento generalmente benigno y amistoso; y tan fuerte y satisfactorio es el vínculo familiar, que la gente joven tiene poca necesidad de «enamorarse». La madre se desvive por ser amiga de sus jóvenes hijas, que responden con entera lealtad y devoción; y, a pesar de Zola, las doncellas francesas son maravillosamente puras, sencillas y dulces, porque sus afectos están ampliamente satisfechos.

Es posible que «la restauración de la familia» es una labor a la que somos llamados en Inglaterra, cada persona dentro del radio de su propio hogar; porque hay pocas dudas de que el vínculo familiar es más laxo entre nosotros de lo que era hace dos o tres generaciones. Tal vez en ningún lugar la vida familiar sea más idílica que en los hogares ingleses. Pero los sabios siempre encuentran algo nuevo que aprender. Aunque una nación, igual que cada individuo, debe actuar de acuerdo con su propio carácter, y nosotros en Inglaterra estamos, en general, bien contentos con nuestros hogares, podríamos aprender algo del carácter inclusivo de la familia francesa, donde la suegra y el suegro, la tía y los primos, la viuda y la soltera, son apreciados; y cien pequeños oficios se crean para los dependientes que estorbarían en un hogar inglés. El resultado es que los niños disponen de un abanico más amplio para la práctica de las mil delicadas atenciones y autolimitaciones que hacen que la vida hogareña sea tan encantadora. No hay duda de que la medalla tiene su reverso; probablemente hay muchas cosas en la vida familiar francesa de las que deberíamos retraernos; sin embargo, la misma ofrece lecciones objetivas que haríamos bien en estudiar. Por otra parte, a pesar de que encontramos que la vida familiar es más hermosa en nuestro medio, parece ser que la familia es un poco propensa a volverse egocéntrica y autosuficiente, en lugar de cultivar esa expansividad hacia otras familias, lo cual forma parte del código familiar de nuestros vecinos mencionados.

Capítulo II. Los padres como gobernantes

El gobierno de la familia es una monarquía absoluta. Continuemos nuestra consideración de la familia como la nación en miniatura, con las responsabilidades, los derechos y los requisitos de la nación. Los padres representan el «Gobierno»; pero, aquí, el gobierno es siempre una monarquía absoluta, condicionada muy ligeramente por la ley del país, pero muy estrechamente por esa ley que cada padre lleva más o menos grabada en su conciencia. Algunos alcanzan los niveles del pensamiento elevado, y descienden del Monte con el semblante radiante y las tablas de la ley intactas; otros fracasan en alcanzar las difíciles alturas, y se contentan con los fragmentos de las tablas rotas que recogen abajo. Pero sea poco o mucho su conocimiento de la ley, ningún padre escapa del llamado a gobernar.

El gobierno de los padres no puede delegarse. Pues bien, lo primero que pedimos de un gobernante es que sea capaz de gobernar, y que sepa mantener su autoridad. Un gobernante que no sabe gobernar es como un juez injusto, un sacerdote impío, un maestro ignorante; es decir, falla en el atributo esencial de su cargo. Esto es aún más cierto en la familia que en el Estado; el rey puede gobernar por medio de un sustituto; pero, aquí vemos la naturaleza exigente de las funciones del padre porque no puede tener sustituto. Puede tener ayudantes, pero en el momento en que cede sus funciones y autoridad a otro, los derechos de la paternidad pertenecen a ese otro, y no a él. ¿Quién no conoce las angustias que surgen cuando los padres anglo-indios regresan a casa y descubren que el afecto de sus hijos ha sido entregado a otros, que ejercitan su deber para con otros, y que ellos, los padres, son fuentes de placer como la madrina del cuento de hadas, pero que no tienen ninguna autoridad sobre sus hijos? Y de todo esto, nadie tiene la culpa, pues los tutores en casa han hecho todo lo posible para mantener a los hijos leales a los padres en el extranjero.

Causas que provocan la abdicación de los padres. He aquí una roca en la que a veces pueden encallar los cabezas de familia: consideran que la autoridad parental les es inherente a ellos; como un bien dentro de una gran propiedad, puede estar sin uso, pero no se puede quitar de la propiedad que es la paternidad. Pueden permitir que sus hijos hagan desde la infancia lo que es correcto a sus propios ojos; pero entonces, Lear mira atrás y lanza su queja a los vientos:

«Más afilado que el diente de una serpiente

es tener un hijo ingrato».

Pero Lear ha estado todo el tiempo despojándose del honor y la autoridad que le pertenecen, y cediendo sus derechos a sus hijas, y nos dice la razón: la angustia mordaz proviene del hijo «ingrato». Se ha estado desviviendo por recibir el agradecimiento de sus hijos; que lo consideren un padre cariñoso le ha importado más que su obligación hacia ellos; y en la medida en que él omite su deber, ellos ignoran el suyo. Es posible que el amor desenfrenado por la aprobación de parte de los padres devotos es la mayor causa de las familias fallidas. Un escritor actual representa a una madre diciendo lo siguiente:

— ¿Pero no me tienes miedo, Bessie?

— Claro que no; ¿quién podría tener miedo de una madre tan querida, dulce, suave y pequeña como tú?

Semejante elogio es dulce a los oídos de muchas madres cariñosas, hambrientas del amor y el cariño de sus hijos, y que no perciben que palabras como éstas en boca de un niño son tan traicioneras como las palabras de provocación.

La autoridad se rinde a los pies de otros santuarios aparte del de la popularidad. Próspero [de la obra La Tempestad de Sheakespeare] se describe a sí mismo como,

«todo dedicación

al estudio y a la mejora de mi mente».

Mientras él hace así, el ejercicio de la autoridad recae en Antonio; ¿es de extrañar entonces que el hábito de la autoridad le siente al usurpador como un guante, y que Próspero se vea destituido del cargo que no supo desempeñar? A pesar de eso, el padre atareado, el que está ocupado con muchas preocupaciones, se despierta un día y descubre que la autoridad que no ha sabido ejercer se le ha escapado de las manos; tal vez ha sido recogida por otros menos aptos, y que una hija ha sido entregada al cuidado de una familia vecina, mientras el padre y la madre andan en búsqueda de grabados excepcionales.

En otros casos, el amor a una vida fácil tienta a los padres a dejar que las cosas sigan su curso; los niños son buenos y no se equivocarán mucho, nos dicen; y muy probablemente sea cierto. Pero por buenos que sean los hijos, los padres deben a la sociedad el mejorarlos aún más de lo que son, y bendecir al mundo con personas, no sólo de buen carácter y buena disposición, sino de buen empeño y propósito.

El amor a la comodidad, el amor a ser favorecidos, las exigencias de otros trabajos, son sólo algunas de las causas que provocan un resultado desastroso para la sociedad como es la abdicación de los padres. Cuando lleguemos a considerar la naturaleza y los usos de la autoridad de los padres, veremos que tal abdicación es tan inmoral como maliciosa. Mientras tanto, vale la pena notar que las causas que llevan a los padres a renunciar a la posición de gobernantes domésticos pueden unificarse en esta: el cargo es demasiado molesto, demasiado laborioso. La tentación que asalta a los padres es la misma que ha llevado a muchas cabezas coronadas a buscar reposo en el claustro:

«Inquieta está la cabeza que porta la corona»

Aunque se trate de la corona natural de la paternidad.

La majestad de la paternidad. El consejo apostólico de «ser diligentes» en gobernar arroja luz sobre la naturaleza y el objetivo de la autoridad; ya no es una cuestión de honor y dignidad personales; la autoridad es para el uso y el servicio, y el honor que la acompaña es sólo para el mejor servicio de aquellos bajo autoridad. El padre arbitrario, el padre exigente, que reclama esto y aquello por deferencia y deber de ser padre, todo para su propio honor y gloria, está más desesperadamente equivocado que el padre que prácticamente abdica. De hecho, la majestad de la paternidad está circunvalada de prácticas y reglas de obediencia sólo porque es bueno para los niños «servir con fidelidad, honrar y obedecer con humildad» a sus gobernantes naturales. Sólo en el hogar se puede entrenar a los niños en el temperamento caballeresco de «orgullosa sumisión y digna obediencia»; y si los padres no inspiran y fomentan la deferencia, la reverencia y la lealtad, ¿cómo prosperarán estas gracias del carácter en un mundo duro y emulador?

Tal vez sea un poco difícil mantener una actitud de autoridad en estos días democráticos, cuando incluso los pedagogos aconsejan que los niños sean tratados en igualdad de condiciones desde el principio; pero los propios niños vienen en nuestra ayuda; la dulce humildad y dependencia natural en ellos fomenta la gentil dignidad, aquella reserva en su justa medida, que es propia de los padres. Los padres no tienen la opción de desentenderse del honor que han recibido ni de hundirse bajo su peso. Sin duda, todos hemos visto el más pleno y libre flujo de confianza, simpatía y amor entre padres e hijos cuando la madre se sienta como una reina entre sus hijos y el padre es honrado como si llevara una corona real. El hecho de que haya dos padres, ambos honrándose entre sí, pero completamente libres el uno en presencia del otro, hace que sea más fácil mantener el impalpable «estado» de la paternidad. Así, la primera condición para la educación de hombres y mujeres leales y honorables, capaces de reverencia y aptos para ganarse el respeto, radica en la presencia del sutil, dulce e indefinido sentimiento de dignidad en el hogar.

Los niños son un bien en resguardo tanto público como divino. El fundamento de la autoridad paterna reside en el hecho de que los padres desempeñan el cargo de delegados, y ello en un doble sentido. En primer lugar, son los delegados inmediatos y personalmente designados del Rey Todopoderoso, el único gobernante de los hombres; por ello, no sólo tienen que cumplir sus lineamientos con respecto a los niños, sino también representar su Persona. Para el niño pequeño, sus padres son como Dios; pero lo que es aún más delimitante, Dios es para él lo que sus padres son; es decir, el niño no tiene la capacidad para concebir una personalidad más grandiosa y más encantadora que la de los monarcas de su propio hogar; él tiene su primer acercamiento al Infinito a través de ellos; ellos son la medida de lo más sublime; y si la medida fácilmente es su pequeña brújula, ¿cómo crecerá con el temperamento reverente que es la condición para el crecimiento espiritual?

Más aún; los padres resguardan a sus hijos para el futuro beneficio de la sociedad. La frase «mi propio hijo» sólo puede ser verdad hasta cierto punto; de hecho, los hijos son como un fideicomiso público para educarlos como sea más beneficioso para la comunidad y, en este sentido, también los padres son personas con autoridad con el apoyo de la dignidad de su cargo; e incluso pueden ser depuestos. El único Estado cuyo nombre se ha convertido en proverbio, y que representa un grupo de virtudes que no podemos describir con otra palabra, es un Estado que prácticamente privó a los padres de las funciones que no cumplían para fomentar la virtud pública. Sin duda, el Estado se reserva virtualmente la facultad de educar a sus propios hijos a su manera, con la menor cooperación posible de los padres. Incluso hoy, una nación vecina ha elegido encargarse de la educación de sus niños; tan pronto como puedan gatear, o antes de que puedan correr o hablar, deben ser llevados a la «Escuela Maternal», donde se les nutre cuidadosamente como si fuera leche materna, en las virtudes propias de un ciudadano. El plan se encuentra todavía en fase experimental, pero no hay duda de que se llegará a establecer, porque la nación en cuestión ha descubierto hace mucho tiempo —y actuado en consecuencia— que se debe entrenar al niño para que sea lo que se quiere que el adulto llegue a ser.

Tal vez dicha deposición pública de los padres sea la menor calamidad que puede ocurrirle a una nación. Estos pobres pequeñuelos van a crecer en un mundo donde el nombre de Dios no se nombra; van a crecer, también, sin el adiestramiento en el deber filial y el amor fraternal y la bondad al prójimo que corresponde a los hijos de todos, excepto aquellos pocos padres antinaturales. Los niños son devueltos a sus padres a ciertas horas o después de ciertos años; pero una vez que la alienación se ha establecido, una vez que el más fuerte y dulce lazo se ha soltado y los padres han públicamente perdido su deber, la profanación del hogar es completa, y tendremos el espectáculo de un pueblo que crece huérfano casi desde su nacimiento. Esto es algo nuevo en la historia del mundo, ya que incluso Licurgo dejaba a los hijos en manos de los padres durante la primera media docena de años de vida. Algunos periódicos recomiendan el ejemplo para que lo imitemos, pero Dios nos libre de perder la fe en la bendición de la vida familiar. Los padres que consideran a sus hijos como un bien público y un bien divino al mismo tiempo, y que reconocen la autoridad que tienen como una autoridad delegada, que debe tomarse seriamente, y que no se puede abandonar ni abusar, preservan para la nación las protecciones del hogar y salvaguardan los privilegios de quienes poseen dicho rol.

El alcance y los límites de la autoridad paterna. Habiendo considerado que no corresponde a los padres usar o ignorar la autoridad que poseen, examinemos las limitaciones y el alcance de dicha autoridad. En primer lugar, debe mantenerse y ejercerse únicamente en beneficio de los hijos, ya sea en cuanto a la mente, el cuerpo o el patrimonio. Aquí es donde es necesario aplicar la discriminación amable, la delicada intuición con las que los padres han sido bendecidos. La madre que obliga a su hija jovencita a realizar el necesario ejercicio al aire libre está actuando dentro de sus facultades. El padre que se inclina por la tranquilidad, y que desalienta la socialización de su gente joven, está considerando sus propios gustos, y no las necesidades de ellos, y está haciendo un uso ilícito de su autoridad.

Reitero que la autoridad de los padres, aunque el trato deferente que le es propio sigue adornando las relaciones entre padres e hijos, es en sí misma una función provisional, y sólo tiene éxito en la medida en que fomenta la autonomía (si podemos llamarla así) del niño. Una sola decisión que toman los padres pero que el niño es, o debería ser, capaz de tomar por sí mismo, es una usurpación de sus derechos infantiles, y una transgresión por parte de los padres.

La autoridad de los padres, entonces, descansa sobre una base segura sólo en la medida en que mantengan bien claro ante los hijos que se trata de una autoridad delegada; el niño que sabe que está siendo educado para el servicio de la nación, y cuyos padres están actuando en obediencia a una comisión divina, no se convertirá en un hijo rebelde.

Además, aunque la emancipación de los hijos es gradual y adquieren cada día más el arte y la ciencia del gobierno de sí mismos, llega un día en que el derecho de los padres a gobernar ha terminado; no les queda más que abdicar con gracia, y dejar a sus hijos e hijas adultos como agentes libres, aunque éstos vivan todavía en casa; y aunque, a los ojos de sus padres, no son aptos para que se les confíe el encargarse de sí mismos: si fracasan en dicho autogobierno, ya sea en lo que se refiere al tiempo, las ocupaciones, el dinero, los amigos, lo más probable es que la culpa sea de sus padres por no haberles presentado poco a poco la plena libertad a la que tienen derecho como hombres y mujeres. De todos modos, ya es demasiado tarde para seguir su formación; aptos o no aptos, deben sostener el timón por sí mismos.

En cuanto al empleo de la autoridad, el más alto arte consiste en gobernar sin que lo parezca. La ley es un terror para los malhechores, pero para alabanza de los que obran bien; y en la familia, igual que en el Estado, el mejor gobierno es aquel en que la paz y la felicidad, la verdad y la justicia, la religión y la piedad, se mantienen sin la intervención de la ley. Dichoso el hogar que tiene pocas reglas, y en el que «a mamá no le gusta esto» y «papá desea aquello», bastan como restricciones.

Capítulo III. Los padres como inspiradores: los hijos deben nacer de nuevo a la vida de la inteligencia.

Los padres deben un segundo nacimiento a sus hijos. Adolf Monod afirma que el hijo debe a su madre un segundo nacimiento: el primero en la vida natural, el segundo en la vida espiritual de la inteligencia y del sentido moral. Si su obra no se hubiera enfocado en las mujeres, sin duda habría afirmado que el largo parto de este segundo nacimiento debía ser realizado igualmente por ambos padres. Él llega a esta sorprendente teoría observando que los grandes hombres tienen grandes madres; es decir, madres bendecidas con una inmensa capacidad de esmerarse en su labor criando hijos. Él compara este trabajo con un segundo parto que lanza al niño a una vida superior; y como esta vida superior es una vida más bendita, sostiene que todo niño tiene derecho a ese nacimiento hacia un ser más completo a manos de sus padres. Si sus conclusiones se basaran únicamente en los métodos deductivos que utiliza, podríamos permitirnos ignorarlas, y no preocuparnos mucho por este segundo nacimiento, que los padres a menudo niegan a sus descendientes naturales. También podríamos presentar casos contrarios de buenos padres con malos hijos, y de padres indiferentes con hijos sinceros; aplicando sin demora la antiquísima pregunta «¿A quién le importa?» que nos absuelve de todo esfuerzo.

La ciencia apoya el argumento presentado. Ser una buena madre para los hijos porque los grandes hombres han tenido buenas madres, es inspirador y estimulante; pero no debe recibirse como si fuera la directiva más sublime. Un llamado de urgencia irresistible proviene de la ciencia natural con sus métodos inductivos; y aunque todavía le queda mucho por decir al respecto, lo que ya ha dicho es ley y evangelio para el padre creyente. La parábola de la caja de Pandora es cierta hoy en día; una mujer en su descuido, puede dejar volar mil males sobre sus descendientes. Pero, ¿no hay también «un vaso de bendiciones en espera», en el cual los padres pueden sumergirse y dar a sus hijos salud y vigor, justicia y misericordia, verdad y belleza?

«Seguramente», se objetará, «toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, pero el padre humano que piensa que otorga dones divinos peca presuntuosamente». Pues bien, esta terca superstición no tiene arte ni parte en la religión verdadera, sino que, por el contrario, causa el escándalo de muchos hogares mal ordenados y familias mal reguladas. Cuando percibamos que Dios se sirve de los hombres y de las mujeres, de los padres sobre todo, como vehículos de transmisión de sus dones, y que es en el cumplimiento de su ley donde se le honra—y no en la actitud del cortesano que espera favores excepcionales—, entonces nos tomaremos la molestia de comprender la ley escrita no sólo sobre tablas de piedra y rollos de pergamino, sino sobre las tablas de carne de los organismos vivos de los hijos; y, comprendiendo la ley, observamos con acción de gracias y un corazón enternecido de qué maneras naturales Dios realmente muestra misericordia a miles de los que le aman y guardan sus mandamientos.

Pero su mandamiento es amplio en demasía; y se amplía más año tras año con cada revelación de la ciencia; y tenemos que ceñir los lomos de nuestra mente para seguir el ritmo de esta revelación actual. También nos esforzamos por mantenernos en una actitud de atención expectante en la que seremos capaces de percibir la unidad y continuidad de esta revelación con aquella de la palabra escrita de Dios. Es posible que sólo en la medida en que seamos capaces de recibir las dos, y armonizarlas en un corazón dispuesto y obediente, que entraremos en la herencia de una vida alegre y santa que es la voluntad de Dios para nosotros.

Procesos y métodos de este segundo nacimiento. Consideremos, por ejemplo, a la luz del pensamiento científico actual, los procesos y los métodos de este segundo nacimiento, que el niño demanda de manos de sus padres. «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él», no es sólo una promesa, sino un resultado al que se llega mediante procesos deductivos. El escritor tuvo muchas oportunidades de recoger datos; había visto crecer a muchos niños, y su experiencia le enseñó a dividirlos en dos clases: los educados de buena manera, que terminaban bien, y los educados de mala manera, que terminaban mal. Sin duda que tanto entonces como ahora había excepciones sorprendentes, y aquí la excepción confirma la regla.

No obstante, en este punto y en otros, las promesas y las amenazas de la Biblia serán probadas a la luz escrutadora de los métodos inductivos. Podemos preguntarnos: ¿Por qué ha de ser así? y no contentarnos con una respuesta general, de que es algo natural y correcto; podemos investigar hasta descubrir que este resultado es inevitable, y que no hay ningún otro resultado concebible (excepto por influencias ajenas), y nuestra obediencia ocurrirá en exacta proporción a nuestra percepción de la inevitabilidad de la ley.

Consideraciones del Dr. Maudsley sobre la herencia. La gran mayoría de lo que entendemos por herencia no debe considerarse en el segundo nacimiento; pues está vinculado al primer nacimiento natural cuando [en palabras del Dr. Maudsley]: «su padre y su madre, su abuelo y su abuela, están latentes o se manifiestan en el niño; y es sobre esas líneas ya establecidas en su naturaleza que procederá su desarrollo. No es tanto gracias a la educación como gracias a la herencia que el niño es valiente o tímido, generoso o egoísta, prudente o imprudente, jactancioso o modesto, de temperamento plácido o fogoso; el tono básico de su carácter es suyo propio [del niño] se presenta en todas las emociones formadas posteriormente y sus ideas afines… No hay duda de que es grande la influencia del cultivo sistemático en cualquier persona, pero lo que determina el límite, e incluso en cierto grado la naturaleza, de los efectos de ese cultivo, lo que forma los cimientos sobre los que deben descansar todas las modificaciones generadas por el uso de las habilidades, es la naturaleza heredada».

Disposición y carácter. Si la herencia significa tanto —si acaso como parece a primera vista, el niño viene al mundo con su carácter ya hecho—, ¿qué les queda a los padres sino permitirle que trabaje en su propia salvación sin impedimentos ni obstáculos de su parte, sobre las líneas de su individualidad? Por el fuerte naturalismo, llamémoslo así, de nuestros días, nos sentimos inclinados a adoptar dicho punto de vista sobre las metas y las limitaciones de la educación; y sin duda es un evangelio; es la verdad; pero no es toda la verdad. El niño trae consigo al mundo, no el carácter, sino la disposición: tiene tendencias que pueden necesitar sólo ser reforzadas, o quizás desviadas o incluso reprimidas. Su carácter —el proceso de florescencia del hombre en el cual se prepara el fruto de su vida— consiste en la disposición original que es modificada, dirigida, y ampliada por la educación; por las circunstancias; y, más tarde, por el dominio de sí mismo y el cultivo propio; pero, sobre todo, por la suprema acción del Espíritu Santo, aun cuando dicha acción ni se sospeche ni se solicite.

¿Cómo ha de llevarse a cabo esta gran obra de formación del carácter—la única efectiva labor que pueden realizar los seres humanos? Basaremos nuestra pesquisa en fundamentos fisiológicos; es, sin duda, la base más básica, pero, por lo mismo, es el cimiento del resto. Las habitaciones del primer piso del psicólogo son agradables, pero ¿quién empezaría su construcción con el primer piso? ¿Sobre qué fundamento lo levantaría? Con seguridad la distinción arbitraria entre la materia gris del cerebro y la «mente» que funciona gracias a ella —como la canción gracias a las cuerdas vocales del cantante— es en verdad más materialista que reconocer la significativa verdad de que el cerebro es el mero órgano del rol espiritual; registrando y efectuando todos los movimientos del pensamiento y el sentimiento, ya sean conscientes o inconscientes, por medio de un movimiento molecular apreciable; y  dando sostén a las infinitas actividades de la mente por medio de las innumerables actividades y desgastes correspondientes. He ahí el órgano mental que, en las condiciones actuales, es absolutamente inseparable e indispensable para el espíritu vivificante. Cuando reconocemos que al pensar un pensamiento se genera actividad en alguna parte del cerebro al igual que cuando se escribe una frase y los músculos de la mano entran en actividad, veremos que el comportamiento de la sustancia nerviosa gris del cerebro nos otorga la única clave posible para lograr una certeza y un sistema en nuestros esfuerzos educativos, usando la palabra en el sentido más digno, es decir, en tanto concierne la formación del carácter.

Después de haber considerado las palabras del Dr. Maudsley en cuanto a la herencia, veamos qué dice sobre este otro tema que prácticamente nos permite llegar a definir las posibilidades otorgadas por la educación.

Consideraciones del Dr. Maudsley sobre los efectos estructurales de «experiencias particulares de vida». «Aquello que ha existido de alguna manera integral en la conciencia deja tras de sí, después de desaparecer, en la mente o el cerebro, una disposición funcional a reproducirse o reaparecer en la conciencia en algún momento futuro. Ningún acto mental queda “escrito en el agua” [reconocida frase en el epitafio que el poeta John Keats eligió para su tumba]; algo permanece del mismo que facilita su recurrencia. Cada impresión que ejercen los sentidos sobre el cerebro, cada corriente de actividad molecular desde una parte del cerebro a otra, cada acción cerebral que se convierte en actividad muscular, deja tras de sí alguna modificación de los elementos nerviosos implicados en su función, algún efecto posterior, o, por así decirlo, un recuerdo de sí en ellos, que permite que su reproducción sea un asunto más fácil, tanto más fácil cuanto más a menudo se ha repetido, y hace imposible decir que, por trivial que sea, no se repita en determinadas circunstancias. Deje que ocurra una alteración en una de dos células nerviosas situadas una al lado de la otra, y entre las cuales no había ninguna diferencia específica original, y se verá una diferencia entre ellas después para siempre. Este proceso fisiológico, cualquiera que sea su naturaleza, es la base física de la memoria, y es la base del desarrollo de todas nuestras funciones mentales.

«Esa modificación estructural que persiste, o se retiene, en forma posterior a las funciones realizadas, ha sido descrita de diferentes maneras como un residuo, o trazo, o rastro, o disposición, o vestigio; o también como idea potencial, latente o dormida. No sólo las ideas definitivas, sino también todas las afecciones del sistema nervioso, los sentimientos de placer y dolor, el deseo, e incluso sus reacciones externas, dejan tras de sí alteraciones estructurales, y sientan las bases de los modos de pensar, sentir y actuar. Los talentos particulares se forman a veces de manera bastante involuntaria, y las acciones complejas, que al principio se realizaron conscientemente con gran esfuerzo, se vuelven automáticas por la repetición; las ideas que al principio estaban conscientemente asociadas, finalmente se unen y se llaman unas a otras sin ningún uso de la consciencia, como vemos en la rápida percepción o intuición del hombre de gran experiencia mundana; y los sentimientos, una vez activos, dejan tras de sí sus grandes residuos inconscientes, afectando así a la generación del carácter, de modo que, aparte de la naturaleza original o innata del individuo, todo lo demás, como la satisfacción, la melancolía, la cobardía, la valentía, e incluso el sentimiento moral, se generan como resultados de particulares experiencias de vida».

Nuestra época se ha dotado de una magna Carta educativa. Hemos esbozado una magnífica carta educativa. Tal vez sea mejor que no nos demos cuenta de la amplitud de nuestras libertades; porque, si lo hiciéramos, tal vez nos embargaría tal fervor de entusiasmo educativo que nos comportaríamos como aquellos primeros cristianos que cada día esperaban la venida del Señor. ¿Cómo iba un hombre a tener paciencia para comprar y vender y obtener ganancias si se le hubiera revelado que era capaz de pintar el cuadro más grande jamás pintado? Y nosotros, con la visión cautivadora de lo que nuestro pequeño hijo podría llegar a ser bajo nuestras manos, ¿cómo habríamos de tener paciencia para las tareas ordinarias? Que la ciencia haya revelado la razón de ser de la educación en nuestros días quizás se deba al reconocimiento divino de que estamos más aptos para la tarea, porque hemos logrado un creciente sentido de responsabilidad moral. ¿Qué implicaría para un pueblo inmoral discernir plenamente las posibilidades de la educación? Pero ¡qué lentos somos!

«La costumbre caerá sobre ti con un peso

tan opresivo como la escarcha, ¡y casi tan insondable como la vida!».

Ha pasado una generación desde que se publicó el mensaje del Dr. Maudsley, y muchos otros similares de parte de otros fisiólogos. Hemos elegido a propósito palabras que han resistido la prueba del tiempo; ya que hoy un centenar de eminentes hombres de ciencia, en este país y en el extranjero, proclaman las mismas verdades. ¡Todos los científicos creen en ellas! ¿Y qué de nosotros? Seguimos en nuestras costumbres, como si nada se hubiera dicho; dejando que caigan de manos descuidadas, hora tras hora, semillas de maíz y cicuta, de zarza y de rosa.

Repasemos la carta de nuestras libertades, tal como las ha resumido el Dr. Maudsley en el pasaje citado anteriormente.

Algunos artículos de esta carta. Podemos establecer la base física de la memoria así: mientras el observante bebé se mueve y estira sus extremidades con energía, está recibiendo inconscientemente esas primeras impresiones que forman sus primeros recuerdos. Nosotros podemos poner en orden esos recuerdos, y ver que las primeras imágenes que ve son imágenes de orden, pulcritud, belleza; que los sonidos que capta su oído son musicales y suaves, tiernos y alegres; que sus fosas nasales sólo huelen una delicada pureza y dulzura. Estos recuerdos permanecen toda la vida, grabados en el cerebro irreflexivo. Como veremos más adelante, los recuerdos tienen un cierto poder de acumulación, donde hay algunos, se acumulan otros del mismo tipo, y toda la vida se ordena siguiendo los trazos de estos primeros recuerdos puros y tiernos.

Podemos sentar las bases para el desarrollo de todas las funciones mentales. Quizás no existan niños que no se asombren, ni veneren, ni se interesen por los cuentos de hadas, ni piensen cosas sabias infantiles, pero si los hubiera, se debe a que el grano de polen fecundante nunca fue transportado al óvulo que lo esperaba en el alma del niño.

A continuación, se presentan algunas de las cosas que—según hemos citado de la obra Fisiología de la Mente, del Dr. Maudsley—, los padres pueden establecer para el futuro hombre, incluso en su primera infancia:

  • Ideas definidas sobre temas particulares, como sus relaciones con otras personas.
  • Hábitos, de limpieza o desorden, de puntualidad, de moderación.
  • Modos generales de pensamiento, tal como se ven afectados por el altruismo o el egoísmo.
  • Modos consecuentes de sentir y actuar.
  • Objetivos de los pensamientos: los pequeños asuntos de la vida cotidiana, el mundo natural, los funcionamientos o los productos de la mente humana, cómo trata Dios con los hombres.
  • Talento distintivo: la música, la elocuencia, la invención.
  • Disposición o tono de carácter, tal como se manifiesta y afecta a su familia y a otras relaciones cercanas en la vida: reservado o franco, malhumorado o amigable, melancólico o alegre, cobarde o valiente.

Capítulo IV.  Los padres como inspiradores: la vida de la mente crece a partir de las ideas

«Siembra un acto, cosecha un hábito; siembra un hábito, cosecha un carácter; siembra un carácter, cosecha un destino».

Resumen del capítulo anterior. El último capítulo se cerró con un resumen imperfecto de lo que podemos llamar las funciones educativas de los padres. Descubrimos que corresponde a los padres del niño establecer para el futuro hombre su manera de pensar, de comportarse, de sentir, de actuar; su disposición, su talento particular; el tipo de cosas sobre las que discurrirán sus pensamientos. ¿Quién puede limitar el poder de los padres? El destino del niño está regido por sus padres, porque tienen la tierra virgen para ellos solos. La primera siembra debe estar en sus manos, o en las manos de quienes ellos escojan delegar dicha tarea.

Concepciones educativas del pasado. ¿Qué siembran los padres? Ideas. Debemos reconocer lo más pronto posible cuál es la única semilla educativa que está en nuestras manos, y cómo ha de distribuirse esta semilla. Pero ¡cuán radicalmente equivocado es todo nuestro pensamiento educativo! No podemos usar las palabras adecuadas porque nuestro pensamiento es incorrecto. Tal vez hayamos superado el erróneo concepto educativo de la tabula rasa. Nadie considera ahora el alma pura del niño como una hoja en blanco lista para que el educador ejercite su sublime arte. Pero la noción que ha reemplazado a esta herejía de larga data descansa sobre las mismas bases falsas del augusto oficio y la sabiduría infalible del educador. A continuación se presenta la idea en su forma más cruda:

Teoría de Pestalozzi. «Pestalozzi aspiraba a desarrollar armoniosamente las facultades más que a utilizarlas para la adquisición de conocimientos; él trataba de preparar el vaso más que de llenarlo».

La teoría de Froebel. En manos de Froebel, la figura gana en audacia y belleza; ya no es un simple jarrón al cual los dedos del alfarero dan forma, sino una flor, como una rosa perfecta, que hay que moldear delicada, consciente y metódicamente, pétalo a pétalo, curva y rizo; el perfume y la gloria viva de la flor, ya vendrán; haz tu parte y moldea los distintos pétalos; espera también la luz del sol y la lluvia, da espacio y lugar para que tu flor se expanda. Y así vamos a trabajar recurriendo un poco a la «imaginación», al «juicio»; después, a las «facultades perceptivas», a las «conceptivas»; en algunos aspectos vamos apuntando a la moral, y en otros aspectos, a la naturaleza intelectual del niño; creando con cada toque, pétalo por pétalo, la flor de una vida perfecta bajo las influencias geniales de miradas soleadas y estados de ánimo felices.

El jardín de infancia, concepto vital. Esta interpretación del significado de la educación y de la labor del educador es muy fascinante, y suscita un celo y una devoción singulares por parte de los jardineros cuyas plantas son los niños. De hecho, quizás esta noción del Jardín de Infancia sea la única concepción vital de la educación que hayamos tenido hasta ahora.

Pero la ciencia está cambiando de postura. Estamos en días de pensamiento innovador, cuando en todos los campos —en geología y antropología, química, filología y biología— la ciencia está cambiando de frente, es necesario que reconsideremos nuestra concepción de la educación.

En cuanto a la herencia. Se nos enseña, por ejemplo, que la «herencia» no es de ningún modo la transmisión simple y directa, de parte de padres o antepasados remotos, a los hijos, de capacidades y proclividad, de virtudes y defectos; y respiramos más libremente, porque habíamos empezado a sospechar que si esto fuera así, significaría que para la mayoría de nosotros nuestra herencia sería de defectos descomunales, como imbecilidad, locura, enfermedad congénita. ¡Aunque no estamos seguros si estamos totalmente libres de tales defectos!

¿Es la educación formativa? En cuanto a la educación, nos empezamos a preguntar si su labor es tan puramente formativa como pensábamos, o si incluso tiene un rol formativo directo. ¿Cuánto hay de cierto en esta agradable y fácil doctrina de que la educación consiste en hacer surgir, fortalecer y dirigir las diversas «facultades»? Los padres son muy celosos de la individualidad de sus hijos; desconfían de la tendencia de ponerlos a todos en un mismo plan; y estos celos instintivos tienen razón, pues, suponiendo que la educación consistiera realmente en esfuerzos sistematizados para generar todas las facultades que hay en nosotros, todos nos desarrollaríamos según los mismos trazos, seríamos tan parecidos como «dos gotas de agua» y probablemente moriríamos del aburrimiento de los unos hacia los otros. Algunos de nosotros tenemos la inquietante sensación de que vamos en dirección a dicha mortal uniformidad; pero, en realidad, el temor es infundado.

Quizás creamos que la personalidad, la individualidad de cada uno de nosotros, es demasiado valiosa para Dios, y demasiado necesaria para la integralidad de la humanidad, como para dejarla a merced de lo empírico. Estamos absolutamente a salvo, y el niño más tierno está fortificado contra la embestida de diversas fuerzas educativas.

«Educación» es una palabra inadecuada. El problema de la educación es más complejo de lo que parece a primera vista, y es bueno para nosotros y para el mundo que así lo sea. «La educación es una vida», implica que se puede atrofiar, matar de hambre, o cuidarla y mantenerla; pero el latido del corazón, el movimiento de los pulmones y el desarrollo de las facultades (¿existen de verdad facultades?) sólo nos incumben indirectamente. El pensamiento nuestro sobre el tema de la educación es muy deficiente, lo cual se demuestra por el hecho de que no tenemos ninguna palabra que implique en absoluto el mantenimiento de una vida: la palabra educación (del latín: e = afuera, ducere = conducir o sacar) es muy inadecuada, ya que solo abarca aquellos ejercicios ocasionales de la mente similares a los ejercicios para entrenar las extremidades. La palabra entrenamiento (del latín: trahere) es casi un sinónimo, y sobre estas dos palabras descansa la idea errónea de que el desarrollo y el ejercicio de las ‘facultades’ es el objeto de la educación (nos vemos obligados a usar esa palabra a falta de otra mejor).

¿Criar? Criar en español implica producir y nutrir el crecimiento y proviene del latín creare = engendrar, producir. [En el texto original en inglés, Miss Mason expone que «la sencilla palabra sajona “bringing-up” está más cerca de la verdad, tal vez debido a su propia vaguedad; ‘up’ (hacia arriba) implica un objetivo, y ‘bringing’ (llevar, acarrear) un esfuerzo».]

La feliz frase del Sr. Matthew Arnold (la autora no ha podido encontrar la fuente de la frase en cuestión, pero esta atribución persiste en su memoria) de «la educación es una atmósfera, una disciplina, una vida», es quizás la definición más completa y adecuada que poseemos de la educación; es una gran cosa que haya sido dicha; y ahora siendo más sabios, podemos observar en ese ‘profundo y exquisito comentario’ el disfrute de toda una vida de crucial esfuerzo.

Una definición adecuada. Observemos cómo esta frase abarca la cuestión desde los tres puntos de vista concebibles. Subjetivamente, en el niño, la educación es una vida; objetivamente, en cuanto afecta al niño, la educación es una disciplina; relativamente, si se nos permite introducir un tercer término, en cuanto al entorno del niño, la educación es una atmósfera.

Examinaremos cada uno de estos postulados más adelante; por el momento no intentaremos más que despejar un poco el terreno, con vistas al tema de este capítulo, «Los padres como inspiradores» –no «modeladores», sino «inspiradores».

El método es un camino hacia un fin. Sólo cuando reconocemos nuestras limitaciones, nuestro trabajo se vuelve eficaz: cuando vemos definitivamente lo que debemos hacer, lo que podemos hacer y lo que no podemos hacer, nos ponemos a trabajar con confianza y valor; tenemos un fin en vista, y nos encaminamos inteligentemente hacia ese fin, y un camino hacia un fin es un método. Corresponde a los padres no sólo hacer nacer a sus hijos a la vida de la inteligencia y del poder moral, sino dar sostén a la vida superior que han dado a luz.

La vida de la mente crece gracias a las ideas. Ahora bien, esa vida que llamamos educación sólo recibe un tipo de sustento: las ideas. Se puede pasar años recibiendo la llamada ‘educación’ sin obtener una sola idea vital; y es por eso que muchos cuerpos bien alimentados llevan consigo una inteligencia débil y hambrienta; y ninguna sociedad que lucha por la prevención de la crueldad hacia los niños proclama la vergüenza que cae sobre los padres. Hace algunos años oí hablar de una niña de quince años que había pasado dos años en un colegio sin participar en ni una sola clase, y esto por deseo expreso de su madre, que deseaba que dedicara todo su tiempo y todo su esfuerzo a la labor de «costuras sofisticadas». Esto, sin duda, es supervivencia (no de los más adaptados a su entorno), como lo es el hecho de que se puede aprobar incluso los exámenes de las  universidades con créditos académicos, sin haber experimentado nunca esa agitación vital que marca el inicio de una idea; y, si hemos tenido éxito en escapar de dicha perturbadora influencia, pues damos por ‘terminada nuestra educación’ cuando dejamos la escuela; cerramos los libros y la mente, y quedamos como pigmeos en el oscuro bosque de nuestro propio mundo vacío de pensamientos y sentimientos.

¿Qué es una idea? Una idea es una cosa mental viva, según los filósofos más antiguos, desde Platón a Bacon, y desde Bacon a Coleridge. Decimos que una idea nos golpea, nos impresiona, nos atrapa, se apodera de nosotros, nos gobierna; y esta forma común de referirnos a ella es, como de costumbre, más fiel a la realidad que al pensamiento consciente que expresa. No exageramos en absoluto al atribuir este tipo de acción y poder a una idea. Cuando formamos un ideal —una idea personificada, por así decirlo—, dicho ideal ejerce sobre nosotros la más fuerte influencia formativa. Toda vida con propósito, en otras palabras, una vida dedicada a hacer realidad una idea, tiene una historia así: «¿Por qué te dedicas a esto, o a aquella causa?» «Porque hace veinte años se me ocurrió tal o cual idea». Ahora bien, ¿no es fascinante que, reconociendo como reconocemos la potencia de las ideas, tanto la palabra como la noción que ella encierra estén tan poco presentes en nuestro pensamiento educativo? Coleridge lleva la concepción de una «idea» hacia la esfera del pensamiento científico actual; no de la manera en que dicho pensamiento se expresa en psicología —término que él mismo lanzó al mundo con una disculpa por ser un insolens verbum [que significa palabra inusual o desconocida hasta ahora]—, sino en esa ciencia de la correlación e interacción de la mente y el cerebro, que en la actualidad se expresa más bien torpemente usando términos como ‘fisiología mental’ y ‘psicofisiología’.

En su obra Método, Coleridge nos provee la siguiente ilustración sobre el surgimiento y el progreso de una idea:

Surgimiento y progreso de una idea. «No podemos recordar ningún incidente de la historia humana que cause una mayor impresión imaginativa que el momento en que Colón, en un océano desconocido, percibió por primera vez el sorprendente cambio de la aguja magnética. ¡Cuántos casos semejantes ocurren a lo largo de la historia cuando las ideas de la naturaleza (presentadas a mentes escogidas por un Poder Superior a la naturaleza misma) de pronto despliegan, por así decirlo, en sucesión profética, puntos de vista sistemáticos destinados a producir las revoluciones más importantes de la condición humana! El espíritu claro de Colón fue, sin duda, eminentemente metódico. Vio claramente esa gran idea rectora que autorizaba al pobre piloto a convertirse en ‘prometedor de reinos’».

Génesis de una idea.  Nótese la génesis de tales ideas: «son presentadas a mentes escogidas por un Poder Superior a la naturaleza»; nótese con qué exactitud encaja esta historia de una idea con lo que sabemos de la historia de grandes invenciones y descubrimientos, con ideas que gobiernan nuestras propias vidas; y qué bien se corresponde con esa clave del origen de las ideas ‘prácticas’ que encontramos en otras partes:

«El que ara para sembrar, ¿arará todo el día? ¿Romperá y quebrará los terrones de la tierra? Cuando ha igualado su superficie, ¿no derrama el eneldo, siembra el comino, pone el trigo en hileras, y la cebada en el lugar señalado, y la avena en su borde apropiado? Porque su Dios le instruye, y le enseña lo recto.

El grano se trilla; pero no lo trillará para siempre… También esto salió de Jehová de los ejércitos, para hacer maravilloso el consejo y engrandecer la sabiduría». [Isaías 28]

Una idea puede existir como un «apetito por algo». Las ideas pueden rodear como una atmósfera, en lugar de golpear como un arma. «La idea puede existir de manera clara, distintiva, definida, como la de un círculo en la mente de un especialista en geometría; o puede ser un mero instinto, un vago apetito por algo… como el impulso que llena de lágrimas los ojos del joven poeta sin saber por qué». Estimular esta «apetencia hacia algo», hacia las cosas bellas, honestas y de buena reputación, es el primer y más importante ministerio del educador. ¿Cómo han de impartirse estas ideas indefinidas que se manifiestan en apetencia? No deben impartirse con un propósito establecido, ni entregarse en momentos determinados; existen en ese «ambiente del pensamiento» que rodea al niño como una atmósfera, y que él respira como respira la vida, y esta atmósfera que inspira al niño sus ideas inconscientes de cómo vivir bien emana de sus padres: cada mirada de gentileza y cada tono de reverencia, cada palabra de bondad y cada acto de ayuda, pasan al «ambiente del pensamiento», la atmósfera misma que el niño respira; él no piensa en estas cosas, puede que nunca piense en ellas, pero durante toda su vida estimulan esa «vaga apetencia hacia algo» de la que brotan la mayoría de sus acciones. Oh, ¡qué maravillosa y aterradora es la presencia del pequeño entre nosotros!

Un niño se inspira a partir de la vida casual en que vive. El hecho de que el niño reciba dirección e inspiración a partir de toda la vida casual que le rodea, debiera convertir nuestras pobres palabras y modos de vida en el punto de partida desde el cual y hacia el cual el niño se desarrolle—¡pensar en esto es tan grande que nadie queda impasible! No hay escapatoria para los padres; por necesidad deben ser «inspiradores» de sus hijos, porque de ellos depende, como lo hace la atmósfera de un planeta, el «ambiente de pensamiento» del niño, del cual él deriva esas ideas perdurables que se expresan como una ‘apetencia’ de por vida hacia las cosas sórdidas o las cosas bellas, las cosas terrenales o las divinas.

Orden y progreso de las ideas definidas. Escuchemos ahora lo que Coleridge dice [en su obra Método] sobre aquellas ideas definidas que no se inhalan como el aire, sino que se comunican como alimento para la mente:

«A partir de la idea primera, o inicial, como de una semilla, germinan las ideas sucesivas».

«Los acontecimientos ocurridos y las imágenes recibidas, la vivaz y estimulante maquinaria del mundo exterior, son como la luz, el aire y la humedad para la semilla de la mente, que de otro modo se pudriría y perecería».

«Muy variados son los caminos por los que podemos seguir un método, y a la cabeza de cada uno se encuentra su idea distintiva rectora».

«Dichas ideas normalmente tienen niveles mayores o menores de dignidad tal como los caminos a los que tales ideas apuntan son diversos y excéntricos en cuanto a su dirección. El mundo ha sufrido mucho, en los tiempos modernos, por una subversión del orden natural y necesario de la Ciencia… por demandar de la razón y de la fe explicaciones de aquella experiencia física limitada a la cual, debido a las verdaderas leyes del método, no deben ninguna sujeción».

«Desde su punto de partida, la idea progresa en su camino, requiriendo una constante vigilancia de la mente para mantener dicho progreso dentro de sus límites debidos. De ahí que las órbitas del pensamiento, por así decirlo, terminen por diferir entre sí tal como difieren sus ideas iniciales».

Doctrina platónica de las ideas. Aquí tenemos entonces el corolario —y la explicación— de aquella ley de trabajo cerebral inconsciente que da lugar a nuestras ‘formas de pensar’, que moldea nuestro carácter y rige nuestro destino. Las mentes reflexivas consideran que la nueva luz que está arrojando la biología sobre las leyes de la mente está poniendo en relevancia nuevamente la doctrina platónica, de que “una idea es un poder distinguible en sí mismo, autoafirmado en su propia existencia, y visto en su unidad con la Esencia Eterna”.

Las ideas son lo único que importa en la educación.  Todo el tema es profundo, pero es también práctico. Debemos despojar nuestras mentes de la teoría de que las funciones de la educación son, en su mayor parte, un ejercicio intelectual. En los primeros años de la vida del niño, tal vez no se vea mucha diferencia si los padres comienzan con la noción de que educar es llenar un receptáculo vacío, inscribir en un papel en blanco, moldear una materia plástica, o alimentar una vida; pero al final descubriremos que sólo aquellas ideas que han alimentado su vida han llegado a ser parte del niño; y que todo el resto se ha desechado, o peor, es como aserrín en el sistema, un impedimento y una lesión para los procesos vitales.

Cómo debiera funcionar la fórmula educativa. Quizás esta es la manera en que debería funcionar la fórmula educativa: La educación es una vida; esa vida se sustenta de las ideas; las ideas son de origen espiritual; y, “Dios nos ha hecho de tal manera que” las adquirimos principalmente cuando las transmitimos de unos a otros. El deber de los padres es sostener la vida del niño con alimento. El niño es ecléctico; puede elegir lo que quiera; y por ello, por la mañana siembra tu semilla, y por la tarde no retengas tu mano, porque no sabes cuál prosperará, si esta o aquella, o si ambas darán fruto.

El niño tiene afinidades tanto con el mal como con el bien; por lo tanto, guárdalo de que, insospechadamente, aniden en él malas ideas.

La idea inicial engendra ideas subsiguientes; por lo tanto, cuida de que los niños tengan ideas primarias correctas sobre las grandes relaciones y los deberes de la vida.

Dado que cada estudio y cada línea de pensamiento tiene una “idea directriz”, el estudio de un niño constituye una educación viva en proporción a la idea directriz “que está a la cabeza”.

¿Qué es la “razón infalible”? En una palabra, nuestra “razón infalible” que tanto nos enorgullece, es solo el pensamiento involuntario que prosigue una idea inicial por los rieles lógicos ya establecidos. Es verdad que una idea inicial y su conclusión pueden predecirse casi con total certeza. Nos acostumbramos a pensar de una manera determinada, y a llegar a conclusiones determinadas, alejados cada vez más del punto de partida, pero en los mismos rieles. Existe una adaptación estructural en el tejido cerebral al tipo de pensamientos que tenemos—un lugar y una vía por donde discurren. Así vemos cómo el destino de una vida se forma en los años primeros, a través de la reverencia con que se usa el Nombre divino; la sutil burla de las cosas santas; el pensamiento del deber que el niño pequeño recibe cuando se le hace terminar concienzudamente su pequeña tarea; la dureza de corazón que sufre el niño que oye referirse sin compasión de las faltas o tristezas de los demás.

Capítulo V. Los padres como inspiradores: las cosas del espíritu

Los padres, reveladores de Dios a sus hijos. Es probable que todos los padres sientan más que nunca la responsabilidad de su rol profético. Es como reveladores de Dios a sus hijos que los padres llegan a sus limitaciones más altas; tal vez sólo al cumplir exitosamente esta parte de su obra es que cumplen la intención divina de la crianza de los hijos—esto es, en el amor y la amonestación del Señor.

Cómo fortalecerlos contra la duda. Cómo fortificar a los niños contra las dudas que repletan el aire es una pregunta apremiante. Existen tres formas: enseñar como se nos ha enseñado a los de nuestra generación mayor, y que les llegue su tiempo y su oportunidad; o, intentar hacer frente a las dudas y dificultades que han surgido, o que es probable que surjan; o, dar a los niños tal asidero en la verdad vital, y al mismo tiempo tal perspectiva sobre el pensamiento actual, que aterricen en el lado seguro de las controversias de su día, abiertos a la verdad, en cualquier nueva forma que se presente, y salvaguardados contra el error que quita la vida.

La primera manera es injusta. Es injusto para los jóvenes porque se encuentran en desventaja cuando llega el ataque; no tienen nada que responder; su orgullo está listo para tomar las armas; concluyen demasiado rápido que no hay defensa posible de lo que han recibido como verdad; puesto que, si la hubiera, ¿no habrían sido instruidos para defenderla? Les molesta que se les acuse de estar equivocados, de estar en el lado más débil de la contienda –les parece a ellos–, de estar pasados de moda; y sin dar la lucha se pasan al lado de los pensadores más activos de su tiempo.

Las “evidencias” no son pruebas. Supongamos, por el contrario, que hayan sido fortificados con ‘evidencias cristianas’, defendidas por baluartes de sólida enseñanza dogmática. La religión sin una enseñanza dogmática definida degenera en sentimiento, pero el dogma, en tanto dogma, no ofrece defensa contra los asaltos de la incredulidad. En cuanto a las ‘evidencias’, el papel del apologista cristiano puede someterse a la imputación comunicada por el pertinente proverbio “quien se excusa, se acusa” [o “una conciencia culpable no necesita acusador”]; la verdad por la que vivimos debe ser necesariamente auto evidenciada, sin admitir ni prueba ni refutación. A los niños se les debe enseñar la historia de la Biblia con todas las aclaraciones que la investigación moderna hace posible. Pero no se les debe enseñar a considerar las inscripciones de los monumentos asirios, por ejemplo, como pruebas de la verdad de la Biblia, sino más bien como ilustraciones de esos registros; aunque son, y no pueden dejar de ser, pruebas subsidiarias.

La perspectiva sobre el pensamiento actual. Veamos la tercera vía: y primeramente, en cuanto a la perspectiva en torno al pensamiento actual. La opinión actual es el fetiche de la mente joven. Los jóvenes están ansiosos por saber qué pensar sobre todas las cuestiones serias de la religión y de la vida. Se preguntan qué es la opinión de tal o cual pensador destacado de su época. De ninguna manera se limitan a los pensadores líderes que sus padres han elegido seguir; por el contrario, el ‘lado contrario’ de cada asunto es el lado que les atrae, y no escogen seguir a quienes lideran la carrera del pensamiento.

El libre albedrío en el pensamiento. Ahora bien, esta forma de los jóvenes de acercarse al agua no debiera sorprender a los padres. De hecho, todo el proceso formativo, desde la más tierna infancia en adelante, debe tener esta zambullida en cuenta. Cuando llega el momento, ya no hay nada que hacer; ya sea que lo hagan abiertamente (o secretamente si el gobierno del hogar es rígido), los jóvenes piensan sus propios pensamientos, o más bien, siguen al líder que han elegido —porque son verdaderamente modestos y humildes de corazón, y todavía no se aventuran a pensar por sí mismos; sólo han transferido su lealtad. Tampoco debieran resentir los padres dicha transferencia de lealtad; ya que todos reclamamos este tipo de ‘voto’ cuando nos sentimos incluidos en intereses que exceden a los familiares.

Preparación. Pero hay mucho que hacer de antemano, aunque nada cuando llega el momento. La noción de que cualquier autoridad contemporánea es infalible puede socavarse constantemente desde la infancia, aunque con cierto sacrificio para los padres tanto de comodidad como de gloria. “No lo sé” debe ocupar el lugar de la vaga respuesta que suena sabia, el disparo al aire que provocan con mucha frecuencia las preguntas pertinaces de los niños. Y el “no lo sé” debe ir seguido del esfuerzo por saber, de la investigación necesaria para averiguarlo. Aun así, a veces hay que enfrentarse a la posibilidad del error en un “libro impreso”. Son invaluables los resultados de este tipo de entrenamiento en cuanto a equilibrio y reposo mental.

Reservas con respecto a la ciencia. Otra salvaguardia es la actitud de reserva, digamos, que puede ser bueno mantener con respecto a la “ciencia”. Es bueno que se encienda el entusiasmo de los niños, que vean lo glorioso que es dedicar toda una vida a la investigación paciente, lo grandioso que es descubrir un solo secreto de la naturaleza, una clave de muchos enigmas. Los héroes de la ciencia deberían ser sus héroes; los grandes nombres, especialmente los de aquellos que están entre nosotros, deberían ser palabras familiares. Pero aquí, de nuevo, debe hacerse una gentil discriminación; y dos aspectos deben mantenerse bien presentes: el silencio absoluto del oráculo sobre todas las cuestiones definitorias del origen y de la vida, y el hecho de que, siempre, la verdad científica llega como la marea, con un avance constante, pero con el ir y venir de todas las olas de la verdad; tanto es así, que, en el momento actual, la enseñanza de los últimos veinte años está desacreditada en al menos una docena de departamentos científicos. De hecho, lo más sabio parece ser esperar medio siglo antes de localizar el descubrimiento hecho hoy en el esquema general de las cosas; y esto, no porque el último descubrimiento realizado no sea absolutamente cierto, sino porque todavía no somos capaces de adaptarlo de tal manera —de acuerdo con la “ciencia de la proporción de las cosas”— para que sea relativamente cierto.

El conocimiento es progresivo. Pero todo esto seguramente no se aplica a los niños, pensamos. Todo lo contrario; cada paseo debería avivar su entusiasmo por las cosas de la naturaleza, y su reverencia por los sacerdotes de ese templo; pero debería aprovecharse la ocasión para señalar los avances progresivos de la ciencia, y el hecho de que la enseñanza de hoy puede ser el error de mañana, porque un nuevo conocimiento puede llevarnos a nuevas conclusiones incluso a partir de los hechos ya conocidos —”hasta hace muy poco, los geólogos pensaban… ahora piensan… pero quizás se vean obligados a pensar de otro modo en el futuro”. Percibir que el conocimiento es progresivo, y que el próximo “hallazgo” puede alterar para siempre la dirección de lo que hubo antes; percibir que estamos en espera de lo definitivo (y puede que tengamos que esperar mucho tiempo); comprender que la ciencia es también “revelación”, aunque todavía no seamos capaces de interpretar plenamente lo que sabemos; y que en la “ciencia” misma se encuentra la promesa de un gran impulso para la vida espiritual—percibir estas cosas es implica poder regocijarnos en toda la verdad y esperar aquella certeza final.

Los niños debieran aprender leyes del pensamiento. Existe otra manera en que podemos lograr garantizar que los niños posean la estabilidad mental que proviene del autoconocimiento. Es bueno que conozcan algunas de las leyes del pensamiento que gobiernan sus propias mentes, tan temprano en su vida que les parezca que siempre las han conocido. Que aprendan que, una vez que una idea se apodera de ellos, seguirá, por así decirlo, su propio curso, establecerá su propio lugar en la sustancia misma del cerebro, y atraerá su propio tren de ideas tras de sí. Una de las fuentes más fértiles de la deslealtad juvenil es el hecho de que chicas y chicos reflexivos se sorprenden infinitamente cuando llegan a darse cuenta del curso de sus propios pensamientos. Leen un libro o escuchan una conversación con una tendencia de lo que para ellos es “pensamiento libre”; entonces experimentan la “temerosa alegría” de descubrir que sus propios pensamientos parten desde el pensamiento que han oído, ¡y siguen y siguen hasta nuevas y sorprendentes conclusiones en el mismo sentido! La agitación mental de todo esto otorga una deliciosa sensación de poder, y un sentido de inevitabilidad y certeza también, porque no se proponen ni intentan pensar esto o aquello. Viene por sí solo; creen que su razón actúa independientemente de ellos, y no pueden evitar asumir que lo que les llega por sí solo, con esa sensación de absoluta certeza, es, por obligación, correcto.

Examinar los pensamientos como vienen. Pero, miremos lo que hubiera sucedido si desde la infancia se les hubiera advertido: “Cuida tus pensamientos, y todo lo demás estará bien; deja entrar un pensamiento y ya no se irá; mañana vendrá de nuevo y al día siguiente, encontrará un lugar en tu cerebro, y traerá muchos otros pensamientos como él. Tu responsabilidad es examinar los pensamientos a medida que vienen, dejar fuera los pensamientos equivocados y dejar entrar los correctos. Mirad que no entréis en tentación”. Esta clase de enseñanza no es tan difícil de entender como las reglas gramaticales del nominativo, y es infinitamente más provechosa en la conducta de la vida. Es una gran salvaguardia saber que tu “razón” es capaz de probar cualquier teoría que te permitas abrigar.

El llamado a los niños. Sólo hemos abordado aquí el lado negativo de la labor de los padres como profetas e inspiradores. Tal vez haya pocos padres a quienes la inocencia del bebé en los brazos de su madre no provoque una inmensa fuerza emotiva. “Ábreme las puertas de la justicia, para que pueda entrar en ella”, es la voz del pequeño niño nuevo al mundo; y en cada beso de su madre, y en la luz que brilla en los ojos de su padre, se respira el deseo de que pueda mantenerse sin mancha del mundo. Pero con qué rapidez llegamos a concluir que no se puede esperar que los niños entiendan las cosas espirituales. Nuestra propia comprensión de las cosas del Espíritu es demasiado pobre, y ¿cómo podemos esperar que la débil inteligencia pueda aprender los misterios más elevados de nuestro ser? En esto estamos totalmente equivocados porque es con el avance de los años cuando se instala en nosotros un temperamento materialista [concepción del mundo según la cual la única realidad es aquella que es material]. Los niños viven a la luz de la tierra del mañana; el mundo espiritual no tiene misterios para ellos; la parábola e imitación artística del mundo de los espíritus que es el mundo de las hadas, donde todo es posible, ¿acaso no es su morada favorita? Y los cuentos de hadas son tan queridos por los niños porque en su espíritu, ellos se inquietan contra las duras y estrechas limitaciones de tiempo y lugar y esencia; no pueden respirar libremente en un mundo material. Piense en la visión de Dios que debiera tener que con nostalgia está tratando de mirar a través de los barrotes de su prisión: no un Dios lejano, una fría abstracción, sino una Presencia espiritual cálida y real donde él está y donde descansa—una Presencia en la que encuentra protección y ternura en la oscuridad y el peligro, y hacia la cual corre como lo hace el niño tímido cuando esconde su rostro en las faldas de su madre.

“Mi refugio”. Una amiga me cuenta la siguiente historia de su niñez. Sucedió que, debido a unas clases extra, todos los días durante el invierno, se vio obligada a salir de la escuela al anochecer. Ella era extremadamente tímida, pero, con la inconsciente reserva de la juventud, nunca se le ocurrió mencionar su miedo a “algo”. Su camino a casa pasaba por un sendero solitario bajo grandes árboles y sus gigantescas sombras por la orilla de un río. Las negras sombras, en las que “algo” podía esconderse, el sonido del río que podían ser susurros o el crujido de vestimenta, la llenaban de un terror incesante cada noche. Huía por aquel sendero a orillas del río con el corazón palpitante; pero tan rápido como sus pasos veloces y su corazón palpitante, estas palabras latían en su cerebro, una y otra vez, a lo largo de todo el camino, noche tras noche, invierno tras invierno: ” Tú eres mi refugio; me guardarás de la angustia; con cánticos de liberación me rodearás” [Salmo 32]. Años más tarde, cuando se suponía que había superado los terrores infantiles, se encontró de nuevo caminando sola cuando oscurecía una tarde de invierno, bajo los árboles junto a la ribera de otro río. El viejo terror regresó, y con él las viejas palabras acudieron a ella, siguiendo el ritmo de sus apresurados pasos a lo largo de todo el camino. Un lugar así, donde pueda esconderse, debiera ser el pensamiento que todo niño tenga de Dios.

La mente del niño es «buena tierra». La aguda sensibilidad que tienen los niños a las influencias espirituales no se debe a la ignorancia de ellos. Somos nosotros, no ellos, los que estamos en error. Toda la tendencia del pensamiento biológico moderno es confirmar la enseñanza de la Biblia: las ideas que vivifican vienen de arriba; la mente del niño pequeño es un campo abierto, realmente la “buena tierra”, donde, cada mañana el sembrador sale a sembrar, y la semilla es la Palabra. Por ello, toda nuestra enseñanza a los niños debe darse con reverencia, con la humildad de que en este asunto se nos invita a cooperar con el Espíritu Santo; pero debe darse obediente y diligentemente, con el terrible cuidado de que nuestra cooperación parece convertirse en una condición de la acción divina; que el Salvador del mundo nos ruega “dejad que los niños vengan a mí”, como si tuviéramos el poder de impedirlo (como sabemos que lo tenemos).

Los niños sufren de un profundo descontento. Este pensamiento sobre el Salvador del mundo implica otra concepción que a veces dejamos de lado al tratar con los niños. No siempre los rostros de los niños se ven tiernos y contentos; incluso los niños más brillantes en las circunstancias más felices tienen sus horas nubladas. Correctamente pensamos que la razón debe ser alguna pequeña dificultad, o al tiempo, pero éstas son causas secundarias que revelan el descontento profundamente arraigado. Los niños tienen un sentido del pecado que es agudo en proporción a su sensibilidad. Corremos el riesgo de confiar demasiado en un tratamiento con agua de rosas; no tomamos a los niños suficientemente en serio; pero cuando realmente miramos cara a cara a un niño, descubrimos que es una persona muy real, aunque en nuestras teorías educativas lo consideramos como si fuera “un poco de muñeco de juguete y un poco de ángel”. El niño peca; es culpable de avaricia, falsedad, malicia, crueldad, cien faltas que serían odiosas en una persona adulta; nos decimos que pronto aprenderá a portarse mejor. Nunca lo podrá; es plenamente consciente de su propia odiosidad. Cuántos de nosotros diríamos de nuestra infancia, si fuéramos completamente honestos: “Oh, ¡qué odioso fui yo de pequeño!” Y eso no porque recordemos nuestras faltas, sino porque recordamos nuestra estimación infantil de nosotros mismos. Muchos niños brillantes y alegres son odiosos a sus propios ojos; y de poco consuelo les sirve cuando padres y amigos cariñosos les dicen: “paz, paz, donde no hay paz”. Está bien que “preguntemos por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino”; pero no está bien que, en nombre de las sendas antiguas, conduzcamos a nuestros hijos a callejones sin salida; ni que les dejemos seguir los nuevos caminos hacia laberintos desconcertantes.

Capítulo VI: los padres como inspiradores: ideas primarias derivadas de los padres

«Uno de los niños, contemplando la terrible desolación de la escena, tan diferente en sus aspectos salvajes e inhumanos de todo lo que había visto en casa, se acurrucó junto a su madre y preguntó con la respiración contenida: “Mamá, ¿hay un Dios aquí?”». John Burroughs.

La o principal que tenemos que hacer.  El último capítulo introdujo la consideración de los padres en su función más elevada: como reveladores de Dios a sus hijos. Arrancar a la raza humana, familia por familia, niño por niño, de la desolación primitiva e inhumana en donde Él no está presente, y llevarlos hacia la luz, la calidez y el consuelo de la presencia de Dios, es, sin duda, la tarea principal que tenemos en este mundo. Dicho trabajo individual con cada niño, siendo la labor más trascendental del mundo, se ha puesto en manos del más sabio, amoroso, disciplinado y divinamente instruido de los seres humanos. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto, es la perfección paternal, que quizás sólo pueda alcanzarse en plenitud a través de la paternidad. Hay padres equivocados, padres ignorantes, unos pocos padres indiferentes; incluso, como uno entre mil, padres insensibles; pero el bien que se hace sobre la tierra, lo hacen, en sujeción a Dios, los padres, ya sea directa o indirectamente.

Ideas de Dios apropiadas para los niños. Los padres que reconocen que su gran obra ha de ser realizada gracias a las ideas que ellos pueden introducir en la mente de los hijos, reflexionarán detenidamente sobre las ideas acerca de Dios que sean más apropiadas para los niños y la mejor manera de transmitirlas. Consideremos una idea que está causando cierto revuelo en el pensamiento de las personas actualmente.

Por qué no “debemos empezar enseñando gradualmente por el lado humano”. “Leemos parte de la historia del Antiguo Testamento como “historia de los judíos”, y los libros de Job e Isaías y los Salmos como poesía, y me alegra decir que al niño le gustan mucho; leemos partes de los Evangelios en griego, como vida y carácter de un héroe. Es un gran error imponer los textos a los niños como escritos autoritativos y divinos al mismo tiempo, porque así disminuye de inmediato su interés: debemos empezar enseñando gradualmente por el lado humano.” [Cita tomada de Memorias de Arthur Hamilton de Trinity College, Cambridge)

He aquí una teoría que se recomienda a muchas personas porque es “muy razonable”, pero se base en la suposición de que estamos gobernados por la razón, entidad infalible, que con certeza, dadas las condiciones justas, nos llevará a conclusiones justas. Ahora bien, el ejercicio de esa función de la mente que llamamos razonamiento —debemos evitar hablar de ‘la razón’— nos lleva, en efecto, a conclusiones inevitables; el proceso es definitivo, el resultado convincente; pero que ese resultado sea correcto o erróneo depende totalmente de la idea inicial a la cual, cuando queremos desacreditar, llamamos prejuicio; y cuando queremos exaltar, llamamos intuición, o incluso, inspiración. No tiene sentido ilustrar esta postura; toda la historia del error es la historia del resultado lógico de lo que felizmente llamamos ideas equivocadas. La historia de la persecución es el relato de cómo conclusiones inevitables a las cuales se llega a partir del razonamiento se hacen pasar por la verdad. El acontecimiento del Calvario no se debió a un arrebato apresurado de locura de la masa popular; por el contrario, fue un triunfo del razonamiento ya que fue el resultado inevitable de más de una secuencia lógica; así, la Crucifixión no fue criminal, sino totalmente loable, si se piensa que lo razonable es lo justo. Por eso se endurecieron los corazones de los judíos religiosos y se les oscureció el entendimiento; en verdad estaban haciendo lo que era justo a sus propios ojos. Es algo fascinante percibir aquellos pensamientos dentro de nosotros que nos impulsan hacia una conclusión inevitable, incluso en contra de nuestra voluntad. ¿Cómo es posible que esa conclusión a la que llegamos sin querer no sea la correcta?

Certeza lógica y corrección moral: el judío concienzudo y la crucifixión. Pongámonos por un instante en la posición del judío lógico y minucioso. «”Jehová” es un nombre de sobrecogimiento, inaccesible en pensamiento o acto excepto en las formas que Él mismo ha especificado. Intentar usarlo ilícitamente constituye blasfemar. Como Jehová es infinitamente grande, la ofensa de quebrantar los límites es infinitamente atroz, criminal, el crimen más terrible cometido contra Aquel que es el Primero. Quien blasfema es digno de muerte. Dicha persona se hace igual a Dios, el inaccesible. Es un blasfemo, arrogante como Belcebú. Es doblemente digno de muerte. Al pueblo de los judíos se le ha confiado el honorable Nombre; a ellos les incumbe exterminar al blasfemo. El hombre debe morir». He aquí lo que se esconde tras el odio virulento que persiguió los pasos del que fue Vida intachable. Estos hombres seguían los dictados de la razón, y sabían, según decían, que estaban haciendo lo correcto. Así vemos la invencible ignorancia que la Luz del mundo no logró iluminar; y Él,

«Quien nos conoce tal como somos,

Pero nos ama más de lo que sabe»

ofrece el verdadero alegato a favor de ellos: “No saben lo que hacen”. Los pasos del argumento son incontrovertibles; el error está en la idea inicial: una concepción de Jehová tal que hace inadmisible, imposible, la concepción de Cristo.

El judío patriótico y la crucifixión. Así era como razonaba el judío cuya religión era lo más importante en su vida. Por su parte, el judío patriota, para quien la religión misma estaba subordinada a las esperanzas de su nación, llegó por otra cadena de argumentos espontáneos a la misma conclusión inevitable: «Los judíos son el pueblo elegido. El primer deber de un judío es hacia su nación. Estos son tiempos críticos; tenemos ante nosotros una gran esperanza, pero estamos en manos de los romanos, y ellos pueden acabar con la vida nacional antes de que nuestra esperanza se haga realidad. Por eso, no se debe hacer nada que levante sospechas. ¿Este hombre? Según todos los indicios, es inofensivo, tal vez justo, pero agita al pueblo. Se rumorea que lo llaman Rey de los judíos. No podemos permitir que él eche abajo las esperanzas de la nación. Debe morir. Es conveniente que un hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación». Así, el peor crimen que se ha cometido sobre la tierra se efectuó probablemente sin ninguna conciencia de criminalidad; por el contrario, se llevó a cabo con la absolución que da ese falso sentido moral que apoya y aprueba toda acción razonable. La crucifixión fue el resultado lógico y necesario de las ideas imbuidas desde la cuna por la parte de los judíos persecutores. Lo mismo ocurre con todas las persecuciones; ninguna nace de la ocasión y del momento, sino que surge de un hábito del pensamiento de toda una vida.

Ideas fundamentales recibidas de los padres. El impulso fundamental hacia hábitos mentales es algo que los hijos deben recibir de sus padres; y, dado que el pensamiento y la acción de un hombre hacia Dios, es «el pulso mismo de la máquina», así también la introducción de ideas primarias que impulsen el alma hacia Dios es el primer deber y el más alto privilegio de los padres. Cualquiera sea el pecado de incredulidad del cual sea culpable una persona, ¿se podrá absolver totalmente de culpa a sus padres?

Primeros acercamientos hacia Dios. Consideremos lo que se hace comúnmente en los primeros años de la infancia a este respecto. Tan pronto como el pequeño aprende a hablar, se le enseña a arrodillarse en el regazo de su madre y que diga: “Que Dios bendiga a…”, a lo que sigue una lista de los seres cercanos y queridos, y “Que Dios bendiga a … y haga de él un buen muchacho, por el amor de Jesús. Amén”. Es muy conmovedor y hermoso. Una vez me asomé a la puerta abierta de una cabaña en un pueblo de los páramos y vi a un niño pequeño en camisón arrodillado en el regazo de su madre orando la oración de la tarde. Desde entonces, aquel lugar ha sido para mí una especie de santuario. No hay imagen más conmovedora y tierna. Pronto, aprende a pronunciar las palabras: “Dulce Jesús, manso y apacible” que se añade a la oración del pequeño, y, más tarde, “Padre nuestro”. Nada es más adecuado y más hermoso que estos acercamientos matutinos y vespertinos a Dios, que la madre lleve a los niños pequeños a Él. La mayoría de nosotros podemos “recordar” la influencia santificadora de estas oraciones tempranas. Pero, ¿no se podría hacer más? ¡Cuántas veces al día eleva una madre su corazón a Dios mientras entra y sale entre sus hijos, y ellos nunca se enteran! Una madre de un niño y una niña de cuatro y cinco años contaba: «Hoy les hablé de Rebeca en el pozo. Estaban muy interesados, sobre todo en el hecho de que Eliezer orara en su corazón y la respuesta llegara de inmediato. Me preguntaron: “¿Cómo oró él?”. Yo les respondí: “Yo a menudo oro en mi corazón, cuando ustedes no lo saben en absoluto. A veces empiezan a mostrar un espíritu maldadoso, y oro por ustedes en mi corazón, y casi inmediatamente descubro que les llega un buen espíritu, y en sus caras veo que mi oración ha sido contestada.” Mi hijo me acarició la mano y dijo: “¡Querida madre, voy a pensar en eso!”. El niño parecía pensativo, pero no habló. Cuando estaban en la cama, me arrodillé para orar por ellos antes de dejarlos, y cuando me levanté, el niño dijo: “Madre, Dios llenó mi corazón de bondad mientras orabas por nosotros; y, madre, voy a intentarlo yo mañana”».

Comulgar en voz alta ante los hijos. ¿Es posible que la madre pudiera, cuando está a solas con sus hijos, celebrar ocasionalmente esta comunión en voz alta, para que los niños crezcan en el sentido de la presencia de Dios? Probablemente sería difícil para muchas madres romper la barrera de la reserva espiritual incluso en presencia de sus propios hijos. Pero, si pudiera hacerse, ¿no conduciría a una vida alegre y natural en la reconocida presencia de Dios?

La gratitud de un niño. Una madre, que recordaba cómo un pequeño frasco aromático de poco valor monetario la había hecho tan feliz cuando era joven, llevó a casa tres botellitas para sus tres hijas pequeñas. A la mañana siguiente, durante el desayuno familiar, se las entregó, y las disfrutaron durante toda la comida. La madre tuvo que retirarse de que terminara la comida, y la pequeña M. se quedó sentada, un poco solitaria, con su frasco aromático y los restos del desayuno; de la fuente pura del corazón de la niña salió una frase, que no estaba destinada a los oídos de nadie: “Querida madre, tú eres demasiado buena”. Piense en la alegría de la madre si oyera a su hijita murmurar sobre la primera silvestre flor del año: “¡Dios mío, tú eres demasiado bueno! Los niños son tan imitadores, que si oyen a sus padres hablar continuamente de sus alegrías y temores, de sus gracias y deseos, ellos también tendrán mucho por decir.

Otro aspecto en este sentido es que el pequeño niño español, alemán o francés oye y habla muchas veces al día de Amado Dios, y se dirige a Él como “tú” porque así es como habla en forma cotidiana; todo lo muy querido e íntimo se aborda con el mágico tú, pues así también es como habla a sus seres más queridos.

Formulas arcaicas en las oraciones de los niños. Pero el pequeño niño de habla española o inglesa se ve alienado por un modo arcaico de tratamiento personal, reverente a los oídos de los mayores, pero que, con toda seguridad, es un impedimento para el niño. [Miss Mason aborda aquí la traducción King James de la Biblia en inglés en donde aparecen frases arcaicas como “Thou”, “which art”, “thy”, etc., la cual ella aboga por no usar con los niños que pueden no entenderla, considerando que es “sólo una traducción”, y usar una versión similarmente hermosa para acercarse a Dios]. Hacer que un niño pronuncie sus oraciones en un lenguaje extraño es poner una barrera entre él y su “Amante Todopoderoso”. Reitero a que nos atrevamos a enseñar a nuestros hijos a decir “Querido Dios”: ningún padre, sin duda, creerá que un estilo rigurosamente reverente puede ser tan dulce a los oídos del Padre celestial como que se le llame “querido Dios” cuando se le comparten las alegrías y se le pide ayuda en los problemas, apelativo que fluye naturalmente del niño pequeño que está “acostumbrado a Dios”. Dejen que los niños crezcan conscientes de la constante, inmediata, gozosa y alegre Presencia en medio de ellos, y no habrá necesidad de temer alguna embestida de “deslealtad juvenil”, lo cual es una insensatez para quien conoce a su Dios tan bien como conoce —aunque mucho mejor—a su padre o a su madre, a su esposa o a su hijo.

‘El grito a favor de un Rey’. Que los niños crezcan también familiarizados con el grito de apoyo a un Rey. En esta pobre materia que llamamos naturaleza humana, existen fuentes de lealtad, adoración, apasionada devoción y servicio gozoso, que, tristemente, con mucha dificultad emanan del corazón adulto agobiado por las cosas terrenales, pero que fluyen fácilmente del corazón del niño. No hay salvaguardia ni alegría que se comparen a estar en obediencia, en posesión o bajo el control de nuestro Rey, y de mantenernos al servicio de Aquel a quien es un deleite obedecer.

Perdemos de vista este hecho en nuestra civilización moderna, pero un rey, un líder, implica guerra, un enemigo, victoria, posible derrota y desgracia, y ésta es la concepción de la vida que debe presentarse lo más pronto posible a los niños.

La Lucha de Cristo contra el diablo. «Después de pensar en el asunto con atención, decidí que lo mejor que puedo hacer es darles mi perspectiva sobre lo que un muchacho promedio aprendía del Rugby hace medio siglo, y que lo ponía en las mejores condiciones —del más alto valor para él— en la vida después de la vida… He dudado sobre qué poner en primer lugar y no estoy seguro de que los pocos que quedan de mis antiguos compañeros de escuela estén de acuerdo conmigo; pero, en cuanto a mí, creo que esta era nuestra característica más marcada, el sentimiento de que en la escuela y en sus alrededores nos entrenábamos para una gran lucha —de hecho, ya estábamos inmersos en ella—, una pelea que duraría toda nuestra vida y que pondría a prueba máxima todas nuestras fuerzas físicas, intelectuales y morales. Está demás decir que esta lucha es la antiquísima lucha del bien contra el mal, de la luz y la verdad contra las tinieblas y el pecado, de Cristo contra el diablo».

Esto lo dijo el autor de la obra Tom Brown en un discurso pronunciado en la Escuela de Rugby un reciente domingo de Quincuagésima. Esto es hablar claro; la educación sólo es digna de ese nombre en la medida en que enseña esa lección; y es una lección que debe aprenderse en el hogar o cada vez que el niño ponga un pie en cualquier otra escuela de la vida. Es un insulto a los niños decir que son demasiado jóvenes para comprender aquello para lo cual el ser humano ha sido enviado al mundo.

«Ay, ¡es muy difícil hacer lo que Dios quiere!» Un niño de cinco años, bisnieto del Dr. Arnold, estaba sentado al piano con su madre, eligiendo su himno dominical. Seleccionó “Hágase tu voluntad”, y su verso favorito que comienza con la frase “Renueva mi voluntad de día en día”. La elección del himno y de la estrofa desconcertó bastante a su madre, que, en un nuevo atisbo al mundo del pensamiento infantil, escuchó a su pequeño decir, meditabundo: “Ay, ¡es muy difícil hacer lo que Dios quiere!” La diferencia entre hacer y comportarse no la tenía clara, pero la batalla, la lucha y la tensión de la vida ya presionaban el espíritu del ‘niño feliz y despreocupado’. Los niños aprenden muy pronto y comprenden, tal vez mejor que nosotros, que un personaje espiritual maligno puede apoderarse de sus pensamientos e incitarlos a «ser maldadosos». Entonces, cuando están enojados, hacen maldades, se sienten separados, son pecadores, necesitan sanidad de forma tan real como el endurecido pecador, y están mucho más conscientes de su necesidad, porque la tierna alma del niño, como la piel de un bebé, se irrita por la herida espiritual. «Qué bueno es Dios que me perdona tan seguido; hoy me he portado mal muchas veces», decía una triste pecadora de seis años, sin que nadie se hubiera esforzado en convencerla de su maldad. Ni siquiera el optimismo de la obra Pet Marjorie supera esta triste sensación de las faltas:

«Ayer me porté muy mal en la santísima iglesia de Dios, pues no quise prestar atención ni dejé que Isabella lo hiciera tampoco… y estoy segura de que fue el mismo diablo que tentó a Job el que me tentó a mí; pero él resistió a Satanás, aunque tenía forúnculos y muchas otras desgracias de las que yo he escapado». ¡Escrito por una niña de 6 años!

Sonriamos ante los pequeños ‘crímenes’, pero no sonriamos demasiado, ni dejemos que los niños se depriman con muchas ‘maldades’ cuando deberían vivir en la sanidad instantánea que se da en el querido Nombre, el nombre del Salvador del mundo.

Capítulo VII. Los padres como maestros escolares

«¡El maestro en la escuela lo hará estar derecho!». “Que lo haga estar derecho” o, en otras palabras, “que venga cuando se le llame” porque el comentario se refería a una personita joven que seguía jugando despreocupadamente, ignorando una corriente intermitente de objeciones de su madre, cuya opinión era que había llegado la hora de acostarse. Las circunstancias de cada caso pueden ser diversas, pero ¿no es común en los rangos superiores de la vida esperar que el maestro de escuela “haga estar derecho” a un niño después de una buena cantidad de descontrol mental y moral en el hogar?

Razones por las que esta tarea se deja en manos del maestro de escuela. “Bueno, es un niño pequeño todavía; ya aprenderá a comportarse mejor”.

“Mi opinión es que dejemos que los niños tengan una infancia encantadora. Ya habrá suficiente tiempo para restringirlos y contradecirlos cuando vayan a la escuela”.

“No somos partidarios de castigar a los niños; seguimos el principio de amarlos y dejarlos en paz”.

“Se encontrarán con bastante dureza en el mundo; no queremos que tengan recuerdos difíciles de la infancia”.

“La escuela los educará. Que crezcan como animalitos libres hasta que llegue el momento de domarlos. Todos los niños deben ser libres de hacer lo que quieran”.

“Que los niños sean lo que se supone que sean. No me gusta mucho esto de dirigir y moldear a los niños, porque destruye la individualidad”.

“Cuando sea mayor, se portará mejor. El tiempo cura muchos defectos”.

Podríamos llenar muchas páginas con las cosas sabias dichas por gente que, por alguna excelente razón, prefiere dejar que el maestro de escuela haga que el niño “se enderece”. Pero, ¿está el maestro a la altura de su reputación? ¿Hasta qué punto tiene éxito con el niño que llega a él sin saber gestionarse a sí mismo? Los éxitos verdaderos y satisfactorios del maestro se dan con los niños que han sido entrenados para “enderezarse” en casa. Por tales niños el maestro siente un deleite sin medida; las molestias que se toma por ellos son ilimitadas; las exitosas carreras hacia las que puede encaminarlos superan las ambiciones de esos seres humanos más ambiciosos del planeta que son (¿nos atrevemos a decirlo?) los padres, es decir, los padres tranquilos, sensatos, prácticos. Pero el maestro de escuela se atribuye poco mérito por los felices resultados que logra. Los maestros y las maestras de escuela son personas modestas, aunque sus virtudes no siempre son reconocidas.

Sus éxitos se dan con niños que han sido entrenados en casa. “Puedes lograr cualquier cosa con fulano; sus padres lo han educado muy bien”. Obsérvese que el maestro se atribuye poco mérito (para nada tanto como merece); ¿y por qué? Porque la experiencia hace sabios a los necios; y cuánto más podemos decir de los que añaden experiencia a la sabiduría. “La gente nos envía a sus pequeños cachorros para su formación, ¿y qué es lo que podemos hacer nosotros?” Pues bien, la respuesta a esta pregunta concierne en gran medida a los padres, y la pregunta es: ¿qué y cuánto puede hacer el maestro de escuela para obligar a ‘enderezarse’ al muchacho que no ha sido criado con buenos modales?

Nada te persuadirá a “enderezarte” si eres una ostra; ni siquiera si eres un bacalao. Debes tener una columna vertebral, y tu columna vertebral debe haber aprendido para qué sirve antes de que puedas sentarte. No hay duda de que a la ostra humana le puede crecer una columna vertebral, y el bacalao humano puede llegar a sentarse, y algún día, tal vez, sabremos de los heroicos esfuerzos realizados por el maestro y la maestra para reforzar, acomodar, y levantar, y de alguna forma mantener alerta y sentada, a la criatura que tiene la costumbre de despatarrarse. A veces, el resultado es sorprendente; se sientan en fila con el resto y se ven bien; incluso cuando se les quita el apoyo, siguen con el truco de enderezarse durante un rato.  El maestro empieza a frotarse las manos y los padres dicen: “Te lo dije. ¿No te dije siempre que al final Jack terminaría bien?” Esperen un poco, aún no hemos llegado al final.

Los hábitos de la vida escolar son mecánicos. Los hábitos de la vida escolar, tal como los de la vida militar, son más o menos mecánicos. Los hábitos tempranos son transcendentales; se revierte a ellos, y Jack se despatarra como hombre adulto igual que se despatarraba como niño, sólo que más cuando es mayor. Varios soportes sociales lo mantienen en pie; tiene el ingenio de parecer estar “enderezado”; se hace querer y su vida es respetable; y nadie sospecha que este despreocupado Sr. John Brown es un fracaso: un hombre que tenía los elementos de grandeza en él, y podría haber sido útil en el mundo si se le hubiera sometido a disciplina desde su infancia.

«Edward Waverley» ejemplifica la actitud «despatarrada» mental. “Despatarrarse” es una palabra fea, pero la actitud en la que estamos pensando no siempre es poco elegante. Por ejemplo, Sir Walter Scott provee una exquisita ilustración de un tipo de despatarrada mental en Waverly:

«Las facultades de comprensión de Edward Waverley eran tan rápidas que casi se asemejaban a la intuición, y la preocupación más importante que tenía su educador era evitar que, como diría un deportista, se excediera en su juego; es decir, que adquiriera el conocimiento de manera ligera, endeble e inadecuada. A este respecto, el instructor tenía que combatir otra propensión vinculada muy a menudo a la brillante imaginación y al talento vivaz, a saber, la indolencia, que puede ser importunada por algún fuerte motivo de gratificación, pero que renuncia al estudio tan pronto como la curiosidad ha sido gratificada, se ha agotado el placer de vencer las primeras dificultades, y se ha acabado la novedad de la búsqueda». La historia llega a mostrar, sin hacer un gran esfuerzo en la moraleja, cómo Waverly, por su nombre [en inglés, waver significa fluctuar en forma irresoluta entre dos opciones], era vacilante por naturaleza, juguete permanente de las circunstancias porque no había aprendido en la juventud a dirigir su curso. Se ve envuelto en muchas desventuras (de lo más interesantes) por no haber conseguido, a través de sus estudios, la lucidez mental y el dominio de sí mismo que deberían haberlo convertido en un hombre. Le ocurrieron muchas cosas agradables, pero ninguna de ellas, a menos que exceptuemos el amor de Rose Bradwardine —lo cual no es sorprendente, pues ¿qué mujer ha estudiado la justicia del hombre al que otorgaba sus favores?—, ninguna otra cosa la ganó él por su propio ingenio o proeza; cada ventaja y éxito que le llegó fue la ganancia de otro hombre. El mayor de los Waverley no sólo tenía fortuna, sino también fuerza de carácter para hacer amigos, de modo que el amable joven por quien nos vemos obligados a sentir afecto no nos inspira tristeza; él no hace nada para labrarse un camino por sí mismo; más bien, se crea sus mismos problemas por pura falta del poder de la autodirección, pero su tío tiene fortuna y amigos, y todo acaba bien. Por el bien, sin duda, de los jóvenes en una situación menos feliz, y de los padres que no son capaces de desempeñar el papel de la Providencia generosa con los hijos e hijas a quienes no han preparado para la conducción de sus propias vidas, el gran novelista se encarga de señalar que el fracaso personal de Edward Waverly en la vida fue culpa de su educación. Sus habilidades eran incluso brillantes, pero el «yo debo» había esperado al «me gusta» desde el inicio de su vida, y nunca había aprendido a obligarse a hacer lo que debía.

Los padres tienden a dejar en manos del maestro la instrucción en autocontrol. Ahora bien, es esta clase de “educación” la que los padres tienden a dejar en manos del maestro de escuela. No imparten a sus hijos la disciplina que da como resultado el poder del autocontrol; y cuando, en un momento dado, delegan la tarea en otra persona, el tiempo para la formación en el arte del dominio propio ha pasado, y un buen carácter se echa a perder por la indolencia y la obstinación.

Pero, ¿por qué no está bien dejar que sea el maestro quien haga que un niño “se enderece”? Es natural que a un niño se le deje libre como un pájaro en asuntos que carecen de significación moral. No le dejaríamos decir mentiras, pero si odia sus lecciones, quizás esa es la forma en que la naturaleza le está mostrando que debiera abandonarlas.

No estamos hechos para crecer en un estado natural. Pero debemos afrontar los hechos. No estamos hechos para crecer en un estado natural. Hay algo simple, concluyente, incluso idílico, en la afirmación de que Fulano es “natural”. ¿Qué más se puede pedir? Jean Jacques Rousseau predicó la doctrina de la educación natural, y ningún reformador ha tenido más seguidores. “Es la naturaleza humana”, decimos, cuando el tormentoso Harry le arrebata su tambor a Jack; cuando la bebé Marjorie, que no tiene dos años, grita por la muñeca de Susie. Esa es la verdad, y por esa misma razón es que es un asunto que debe abordarse lo más pronto posible. Incluso a Marjorie hay que enseñarle a comportarse mejor. “Siempre termino de enseñar obediencia a mis hijos antes de que cumplan un año”, dijo una madre sabia; y cualquiera que conozca la naturaleza de los niños y las posibilidades que se abren al educador, se dirá: “¿Por qué no?” Enseñar la obediencia en el primer año, y todas las virtudes de la vida buena a medida que pasan los años; y cada año una labor definida demostrable en la formación del carácter. ¿Es Eduardo un niño egoísta cuando cumple cinco años? Se anota este hecho en el registro anuario de sus padres, con la resolución de que para su sexto cumpleaños será, por el favor de Dios, un niño generoso. En este punto, el lector que no se ha dado cuenta de que ejercer la disciplina es una de las principales funciones de la paternidad, sonríe y habla de la “naturaleza humana” como si fuera un argumento que no admite oposición.

La primera función de los padres es la disciplina. Pero vivimos en un mundo redimido, y uno de los significados que encierra esta insondable frase es que es deber de los encargados de los años de la infancia erradicar todo rasgo vulgar y odioso, plantar y fomentar los frutos del reino de la gracia en los niños que han sido liberados del reino de la naturaleza para entrar en el de la gracia, o sea, todos los niños nacidos en este mundo redimido. El padre que es consciente de que las posibilidades de una formación virtuosa son ilimitadas, se pondrá a trabajar con alegre confianza, renunciará a las tonterías sobre la “naturaleza”, ya sea como algo encantador en sí mismo o como una fuerza irresistible, y percibirá que la primera función del padre es esa función de disciplina que tan jovialmente se cede al maestro de escuela.

La educación es una disciplina. La disciplina no significa una vara, ni un rincón, ni una chancla, ni una cama, ni ningún otro recurso último propio de los débiles. Cuanto antes dejemos de creer en el sufrimiento penal como parte del plan divino, más pronto desaparecerá en las familias el recurrir ocasional de las familias a la vara. No queremos decir que la vara nunca sea útil, sino que nunca debería ser necesaria. El hecho es que muchos de nosotros solo creemos que la educación es un medio de adquirir una cierta cantidad de conocimiento; pero la educación que trata en forma curativa y metódica cada falta del carácter no cabe en nuestro esquema de lo que es posible. Esto justamente es lo que queremos decir cuando decimos que la educación es una disciplina. Cuando sus padres fallan, la pobre alma recibe una oportunidad más a través de la disciplina de la vida; pero debemos recordar que, aunque la naturaleza del niño es someterse a la disciplina, la naturaleza del hombre indisciplinado es golpear su cabeza en apasionada obstinación contra las circunstancias que existen para su formación; de modo que el padre que voluntariamente elige dejar que su hijo sea “educado” por el maestro de escuela o por la vida, lo deja en una lucha en la que todas las probabilidades están en su contra. El cuerpo físico, el temperamento, la disposición, la carrera profesional, los afectos, y las aspiraciones de un hombre son todos, en cierta medida, el resultado de la disciplina a la que sus padres lo hayan sometido, o de la anarquía que le hayan permitido.

La disciplina no es un castigo. ¿Qué es la disciplina? Fíjese en la palabra; en ella no hay ningún indicio de castigo. Un discípulo es un seguidor, y la disciplina es el estado del seguidor; del aprendiz, del imitador. Las madres y los padres no debieran olvidar que sus hijos son, por propia naturaleza, sus discípulos. Ahora bien, ningún hombre puede tener discípulos que le sigan sino quiere adoctrinarlos con ciertos principios o, por lo menos, ciertas normas o reglas de vida. Por ello, los padres debieran tener nociones de la vida y del deber que se esforzarán por inculcar a sus hijos, sin descanso.

Cómo se atrae a los discípulos. El que quiere atraer discípulos no depende de la fuerza, sino de estas tres cosas: doctrina atractiva, presentación persuasiva, discípulos entusiastas. Los padres, por tanto, cuenta con enseñanzas de la vida perfecta que sabe presentar continuamente con fuerza ganadora, hasta que los hijos se llenan con tal celo por la virtud y la santidad que siguen adelante sin esfuerzo y a paso firme.

Progreso constante en un plan cuidadoso. Una vez más, el maestro no adoctrina a sus alumnos de una sola vez, sino un poco aquí y otro poco allá, avanza en progreso constante un plan cuidadoso. De esta manera, el padre que quiere que su hijo participe de la naturaleza divina tiene un esquema, una escala ascendente de virtudes, en la que se esfuerza por ejercitar a su joven discípulo. A la fe con que tan ricamente ha sido dotado el niño, añade la virtud; a la virtud, la ciencia; y a la ciencia, el dominio propio. Habiendo ejercitado a su hijo en el dominio propio, lo adiestra en la paciencia; y a la paciencia añade la piedad; y a la piedad, la bondad; y a la bondad, el amor. Los padres sabios cultivan estos y otras semillas tan sistemáticamente y con resultados tan definidos como si estuvieran enseñando lectura, escritura y aritmética.

Pero, ¿cómo? La respuesta abarca un campo tan amplio que debemos dejarla para otro capítulo. Sólo añado esto: cada cualidad tiene su defecto, cada defecto tiene su cualidad. Examine a su hijo; tiene cualidades, es generoso; pero asegúrese de que el adorable muchachito que daría su alma de regalo, no sea también temerario, impetuoso, obstinado, apasionado, “enemigo de nadie más que de sí mismo”. Corresponde a los padres rebajar las alturas y enaltecer los valles, hacer senderos rectos para los pies de su pequeño hijo.

Capítulo VIII. El cultivo del carácter: los padres como formadores.

«De mi padre obtuve mi estatura,

Y seriedad en la conducta de la vida;

De mi gentil madre, la naturaleza feliz

Y el deseo de contar historias».

 

“Vom Vater hab’ ich die Statur,
Des Lebens ernstes Führen;

Vom Mütterchen die Frohnatur,
Und Lust zu fabuliren”.

declara Goethe; pues los poetas, al igual que los demás mortales, nacen, no se hacen, y gran parte de lo que son lo reciben como legado de sus progenitores. Mas no fue necesario ser poeta, ni científico moderno, para arribar a semejante verdad; desde tiempos inmemoriales, los hombres lo han sabido. “De tal palo, tal astilla”, decían, y con eso se daban por satisfechos; pues en los días antiguos no era costumbre analizar con minuciosidad los grandes hechos de la vida.

¿Hasta qué punto cuenta la herencia? — No siempre fue así; pero hoy día, la evocamos sin cesar, la nombramos como herencia, y la tomamos en cuenta en nuestras teorías, si no en nuestra praxis. Ninguna biografía moderna se redacta sin que el autor se esfuerce en descubrir ascendientes y circunstancias primeras que justifiquen la índole del hombre o de la mujer que retrata. Este hecho de la herencia se halla ampliamente ante la mirada pública, y con el tiempo influirá en las vagas ideas que muchos sostienen acerca de la educación.

Así, por ejemplo, se escucha decir:

—Harold es un niño despierto, pero carece por completo de capacidad de atención.

—¡ Oh, ya sé que no la tiene; pero entonces, pobre niño, ¡no puede evitarlo! “De tal palo…”, ya sabes; y nosotros somos de cerebro de pluma en ambos lados de la familia.

Pues bien, la cuestión educativa práctica de nuestro tiempo es, sencillamente, esta: ¿Puede evitarlo el niño? ¿Pueden sus padres evitarlo? ¿O ha de resignarse el pequeño, de por vida, a convivir con la inclinación o torcedura que por herencia ha recibido?

El hecho es que muchos de nosotros, aun siendo maestros de profesión, hemos estado errando el blanco; hablamos como si el desarrollo de ciertas facultades constituyera el fin supremo de la educación; y señalamos nuestros resultados —intelectuales, morales, estéticos, físicos— con una especie de: ¡Ved lo que la cultura puede lograr!

Para su educación, los niños requieren principalmente oportunidad

Pero olvidamos que el niño posee, desde su nacimiento, anhelos profundos hacia todo aquello que nosotros le ofrecemos. Así como el niño sano necesita de su alimento y de su lecho, del mismo modo ansía el conocimiento, la perfección, la belleza, el poder y la convivencia; y lo único que reclama es oportunidad. Bríndesele ocasión para amar y aprender, y amará y aprenderá, pues tal es su naturaleza.

Quien haya observado la dulzura razonable, la aguda inteligencia y la viva imaginación de un niño, considerará que el empeño que ponemos en determinar los estudios más adecuados para fomentar tales cualidades equivale a preguntarse: ¿cómo lograremos que un hombre hambriento se digne comer?

Muchos hombres se inclinaron hacia la ciencia natural simplemente porque, de niños, vivieron en el campo y tuvieron ocasión de observar a los seres vivos y sus costumbres. Nadie se propuso cultivar en ellos dicha facultad; todo lo que se les concedió fue oportunidad. Si, en cambio, la mente del niño está saturada de otros asuntos, entonces carece de oportunidad; y puede uno encontrarse con hombres cultos que han vivido casi toda su vida en el campo, sin saber distinguir un zorzal de un mirlo.

Conozco a una mujer que desarrolló tanto el gusto por la metafísica como por las letras, sencillamente porque, siendo una niña de diez años, se le permitió entregarse a la lectura de antiguos volúmenes de ‘The Spectator’, experiencia que considera la más significativa de toda su educación.

Un experimento en la educación artística

Recientemente he sido testigo de un resultado educativo extraordinario, fruto únicamente de la oportunidad. Una amiga, interesada en un club de jóvenes obreros, se ofreció a enseñar a un grupo de muchachos a modelar en arcilla. No se efectuó selección alguna; los jóvenes eran obreros textiles, tomados tal como llegaban, sin otro requisito que —según palabras de su maestra— no estar arruinados, es decir, no haber sido formados en el método tradicional del dibujo. Ella les proporcionó la arcilla, un modelo, uno o dos instrumentos de modelado y, siendo ella misma artista, les transmitió el sentimiento de la forma a reproducir.

Tras apenas media docena de lecciones, las piezas que produjeron no pueden llamarse sino verdaderas obras de arte; y era encantador contemplar la energía y el espíritu con que trabajaban, el instinto artístico que captaba la esencia del objeto, como las arrugas formadas por un pequeño pie que convierten un zapatito infantil en algo digno de ser besado. Esta dama sostiene que simplemente liberó lo que ya existía en los muchachos; pero hizo más: su propio entusiasmo artístico despertó en ellos el esfuerzo creador. Aun teniendo en cuenta el fervor de la maestra —¡y cuán deseable sería que siempre pudiésemos contar con tal factor! —, este caso constituye una prueba elocuente de nuestra tesis: dadles oportunidad y orientación, y los niños llevarán a cabo por sí mismos la mayor parte de su propia educación —intelectual, estética, e incluso moral— gracias al admirable equilibrio de deseos, capacidades y afectos que componen la naturaleza humana.

Una doctrina alegre, sin duda, que podría muy bien contribuir a aumentar las filas de los desocupados. Canalicen sus energías, oriéntenlos apenas, ejerzan un poco de control, y entonces podremos sentarnos tranquilamente, con las manos cruzadas, y verlos obrar. Sin embargo, en verdad, hay dos tareas por hacer: desarrollar facultades —para lo cual una pequeña ayuda de nuestra parte puede bastar— y formar carácter —y aquí, los niños son como arcilla en manos del alfarero, completamente dependientes de sus padres.

 

El carácter es una conquista

El temperamento, el intelecto, el genio mismo, nos vienen en gran parte por naturaleza; pero el carácter es una conquista: la única realización verdaderamente práctica que podemos lograr, tanto para nosotros como para nuestros hijos. Todo progreso real, ya sea en la familia o en el individuo, se produce sobre las sendas del carácter. Nuestros grandes hombres lo son por la fuerza de su carácter, más aún que por sus logros literarios. Por esta razón, Carlyle y Johnson merecen su grandeza. “La vida de Boswell” es, y quizás con razón, un éxito literario mayor que cualquier obra de su maestro; pero ¿qué figura representa Boswell al final?

Dos modos de preservar la cordura

La grandeza y la insignificancia son atributos del carácter, y la vida perdería su sabor si todos fuésemos moldeados por igual. Pero, ¿de dónde proviene esta diversidad? Sin duda, de nuestras cualidades heredadas. Son las tendencias hereditarias las que finalmente configuran el carácter. El hombre generoso, obstinado, irascible o devoto lo es, en lo esencial, porque esa veta de carácter corre por su linaje. Algún antepasado, por efecto de sus circunstancias, se inclinó hacia el vicio o la virtud, y tal inclinación continúa repitiéndose generación tras generación. Para salvar esa cualidad singular de la exageración que destruiría el equilibrio que llamamos cordura, la Providencia ha dispuesto dos fuerzas moderadoras: el matrimonio con linajes ajenos y la educación.

El desarrollo del carácter, tarea principal de la educación

Volvemos así al punto de partida. Si el desarrollo del carácter, y no simplemente de las facultades, constituye la verdadera finalidad de la educación, y si las personas nacen, por decirlo así, ya formadas, con todos los elementos de su futuro carácter en estado latente, esperando tan solo a ser desplegados por el tiempo y las circunstancias, ¿qué queda, entonces, por hacer a la educación?

Razones aparentemente plausibles para no hacer nada

Con frecuencia, la respuesta implícita es: *no hacer nada*; aunque hay tres o cuatro caminos que conducen a tal conclusión.

Por ejemplo: ¿De qué sirve esforzarse? Los padres comieron uvas agrias, y los dientes de los hijos han de padecer las consecuencias. Tommy es tan obstinado como un joven mulo, pero, ¿qué se puede esperar? Su padre también lo es. Y así han sido todos los Jones  desde tiempos inmemoriales. Por lo tanto, la terquedad de Tommy se acepta como un hecho consumado, que ni puede remediarse ni conviene contradecir.

O bien: María es una niña voluble, incapaz de concentrarse durante más de cinco minutos en lo que tiene entre manos. “¡Esa niña es igualita a mí!”, dice su madre con una sonrisa indulgente, “pero el tiempo se encargará de calmarla.”

Fanny, por su parte, se duerme cantando el Himno de vísperas sicilianas– una antigua canción de cuna aprendida por su nodriza- incluso antes de saber hablar. “¡Qué curioso cómo el oído musical se transmite en nuestra familia!”, se comenta con cierta satisfacción, aunque nadie toma especial empeño en cultivar tal talento.

Otro niño hace preguntas inusuales, tiende a bromear con lo sagrado, llama a su padre Tom, y en general muestra una falta de reverencia. Sus padres, personas de espíritu serio, recuerdan con dolor las ideas liberales del Tío Harry y optan por una política de represión. “Haz lo que se te manda y guarda silencio” se convierte en la norma de vida del niño… hasta que un día encuentra salidas impensadas, invisibles para los ojos domésticos.

En otro caso, el pensamiento común se halla más alineado con el saber científico contemporáneos: existe en la familia  una propensión hereditaria a enfermedades pulmonares; los médicos se comprometen a vigilar esa tendencia siempre que no se establezca el hábito de la debilidad. Se toman las precauciones necesarias, y no hay razón para que el niño no alcance una longeva vejez.

Una vez más, hay padres conscientes de los avances que la ciencia ha logrado en el ámbito educativo, pero dudan de la licitud de recurrir a ella para la formación del carácter. Perciben en sus hijos ciertos defectos heredados, pero los atribuyen a “la corrupción natural de la naturaleza humana, engendrada de la descendencia de Adán”. Consideran que no les corresponde remediarlos, salvo que el defecto sea de una índole perturbadora —una cólera violenta, por ejemplo— en cuyo caso la madre no duda en castigar al pequeño Adán para extirparle el mal.

Pero las leyes que rigen el florecimiento del cuerpo, la mente y la naturaleza moral han sido reveladas por la ciencia

Así como creemos, con firmeza, que las leyes de la vida espiritual nos han sido dadas a conocer, no menos cierto es —aunque desprovistas de la misma santidad— que han sido reveladas también aquellas leyes por las cuales prosperan o se marchitan el cuerpo, la mente y la naturaleza moral. Es, pues, nuestro deber conocerlas. Y el padre cristiano que recela de la ciencia y prefiere educar a sus hijos guiado por la luz de la naturaleza cuando la revelación autoritativa no le ofrece claridad, obra, sin saberlo, en perjuicio irreparable de sus propios hijos.

La Raza Progresa

Si la raza humana progresa, lo hace por la senda del carácter; pues cada nueva generación hereda y añade lo mejor de lo anterior. Hoy deberíamos ser el fruto y la flor que fueron preparándose a lo largo de largas líneas de progenitores. Los niños siempre han sido encantadores, al menos desde aquel día en que un pequeñuelo fue recogido en las calles de Jerusalén y puesto en medio de todos para mostrar de qué clase son los príncipes del Reino venidero:

En el Reino están los niños…

Puedes leerlo en sus ojos;

Toda la libertad del Reino

en su humor despreocupado yace.

¿Y qué madre no se ha doblegado ante el corazón principesco de inocencia en su propio hijito? Pero aparte de esa condición, de su alegre vivir bajo el sol del semblante Divino, ciertamente nuestros niños de hoy lo son más que los de épocas anteriores. Jamás antes se escribió un “Jackanapes” ni “Historia de una Vida Corta” [ambos de Juliana Horatia Gatty Ewing]; Shakespeare nunca creó un niño, tampoco Scott, y apenas Dickens, pese a sus esfuerzos. O bien estamos despertando a lo que en ellos habita, o los niños sí están progresando en la vanguardia de los tiempos, sosteniendo con ligero afán las conquistas del pasado y posibilidades del porvenir. Es la era del culto al niño, y muy bellos son los niños bien criados de padres cristianos y cultos. ¡Pero cuántos de nosotros degradamos aquello que amamos! Reflexiona en la multitud de inocentes que serán lanzados al mundo ya mutilados, espiritual y moralmente, por manos de padres demasiado prodigiosos en su amor.

El deber de cultivar ciertas virtudes familiares

Los padres conscientes y responsables, por el contrario, que descubren algún rasgo encantador de familia en uno de sus hijos, se dedican a nutrirlo y cultivarlo como el jardinero a los durazneros que pretende exhibir. Sabemos cuán cierto es que “ese beso me hizo pintor”, es decir, despertó en el niño [Benjamin West] la capacidad artística que dormía latente. Cuanto más delicada la planta, nos dice el jardinero, mayores son los cuidados que hay que dedicar a su crianza: y aquí radica la clave del desperdicio de algunas de las naturalezas más bellas y adorables que ha visto el mundo: no se tomaron los cuidados que su delicada y sensible organización demandaba. Pensemos en Shelley, dejado a su suerte desde niño. Vivimos en tiempos difíciles. Es justo clamar: “Danos luz—más luz y más amplia”; pero ¿qué si esa nueva luz nos descubre un laberinto de obligaciones, intrincadas y tediosas?

Cualidades distintivas exigen cultivo

Puede parecer desconcertante advertir que para cada cualidad distintiva—sea moral o intelectual—que percibimos en los niños, se requiere una cultura especial; pero, al fin, nuestra responsabilidad hacia cada cualidad se reduce a proveer cuatro cosas: nutrición, ejercicio, variedad y reposo.

 

Las Cuatro Condiciones del Cultivo

  1. Ejercicio

Un niño muestra una notable inclinación por las lenguas —su abuelo, cabe señalar, dominaba nueve—; el pequeño “balbucea en latín”, aprende su “mensa”* de labios de la nodriza, y conoce ya sus declinaciones antes de cumplir los cinco años. ¿Qué camino puede seguir la madre que advierte tan singular dotación en su hijo? Ante todo, permitirle ejercitarla; que aprenda sus declinaciones y todo aquello hacia lo cual se encamine sin mostrar el menor signo de esfuerzo. Es probable que las terminaciones de los casos latinos lleguen a su oído con la misma facilidad y deleite que “El botón de Martin” al oído del niño común, aunque, sin duda, “Martin” sea cosa de más sana naturaleza.

* En latín, “mensa” significa mesa, y es comúnmente usada como un ejemplo didáctico para enseñar la primera declinación en clases de gramática latina. Así que cuando la autora dice que el niño aprende su “mensa” de los labios de su nodriza, está indicando que el niño aprende las declinaciones del sustantivo latino “mensa”, probablemente recitadas como:

mensa, mensae, mensae, mensam, mensā… (y así sucesivamente con los diferentes casos y números).

  1. Nutrición

Permítaselo hacer naturalmente tanto como quiera, sin urgir, sin aplaudir ni exhibirlo. Luego, que las palabras transmitan ideas según su capacidad para comprenderlas.

El botón de oro, la prímula, el diente de león, la urraca, cada uno cuenta su propia historia; Daisy [la flor llamada margarita, en inglés suena similar a day’s-eye (ojo del día) n.t.] es el ojo del día, que se abre con el sol y se cierra cuando se pone… ‘Que bien por la razón que los hombres pueden llamar La margarita, o el ojo del día’.

Que entienda que nuestras palabras corrientes, usadas sin pensarlo, son bellas, repletas de historia e interés. Es gran cosa que el niño reciba las ideas propias a las cualidades que en él residen. Una idea bien introducida se asimila sin esfuerzo y, una vez dentro, las ideas se comportan como seres vivos: se alimentan, crecen y se multiplican.

  1. Cambio

En segundo lugar, proporciónale algún cambio delicioso de pensamiento, esto es, tareas e ideas que se aparten por completo de su inclinación hacia las lenguas. Permítele conocer, con íntima y amistosa familiaridad, los objetos naturales que se presentan en su entorno: el colirrojo, el escarabajo de las rosas, los hábitos del gusano de caddis, los árboles del bosque, las flores del campo —todos aquellos elementos de la naturaleza, comunes y curiosos, que se hallan cerca de su hogar. Ningún otro conocimiento resulta tan placentero como esta relación cotidiana con el mundo natural.

O bien, recuérdese que alguien observó que todos nuestros grandes inventores, en su juventud, trabajaron con materiales concretos —arcilla, madera, hierro, latón, pigmentos. Que el niño también trabaje con materia. Brindarle recursos encantadores en ámbitos que contrasten con su inclinación natural es la única manera de conservar una mente verdaderamente equilibrada frente a una vocación absorbente.

  1. Descanso — Ahora bien, debe entenderse que el cambio de ocupación no equivale al descanso: si un hombre acciona una máquina, unas veces con el pie y otras con la mano, el pie o la mano, según el caso, descansan; pero el hombre no descansa en absoluto. Un juego bullicioso (preferible, en cuanto a reposo se refiere, a los juegos reglados y competitivos), una conversación trivial, un cuento de hadas o simplemente yacer de espaldas bajo el sol, deben servir de descanso al niño; y de tales placeres debe gozar en abundancia.

Trabajo y desgaste del tejido cerebral: una necesidad — Este, en términos generales, es el fundamento del asunto: así como cosemos o escribimos valiéndose la mano de su facultad instrumental, del mismo modo el niño aprende, piensa y siente mediante un órgano material: el tejido nervioso, sumamente delicado, del cerebro. Ahora bien, este tejido se desgasta constantemente y con gran rapidez. Cuanto más se lo emplea —ya sea por esfuerzo mental o por agitación emocional—, mayor es su deterioro. Afortunadamente, un crecimiento igualmente rápido lo regenera, razón por la cual el trabajo —y su consecuente desgaste— resultan necesarios. Pero si el desgaste supera al restablecimiento, sobreviene un daño duradero. Por ello, jamás debe permitirse que el esfuerzo mental del niño exceda su capacidad natural de reparación, ya provenga dicho esfuerzo de lecciones excesivamente arduas o de la excitación propia de ciertas diversiones infantiles. Otra razón a favor del reposo abundante es que la naturaleza parece dictar una regla sencilla: *una cosa a la vez, y hecha con esmero*. Las horas de juego y de descanso son también las horas de crecimiento físico del niño; basta observar el aspecto desmedrado de aquellos pequeños que viven sumidos en un torbellino de pequeñas emociones y constantes estímulos.

 

Una reflexión más sobre la necesidad del cambio de pensamiento en niños con inclinación definida — El tejido cerebral no solo se desgasta con el trabajo, sino que, por así decirlo, se agota localmente. Todos sabemos cuán exhaustos nos sentimos tras haber concentrado la mente, por varias horas o días, en un solo tema —sea este angustioso o jubiloso—; al fin, nos alegramos de liberarnos de tal pensamiento absorbente, y su retorno se vuelve motivo de fastidio. Parece, entonces, que si ciertas ideas operan sin cesar, una región determinada del tejido cerebral se ve, por decirlo así, erosionada y debilitada por el constante tráfico de tales pensamientos. Esta observación cobra mayor importancia cuando se trata de ideas de índole moral más que meramente intelectual. El pensamiento de Hamlet gira perpetuamente en torno a unos pocos hechos dolorosos; se vuelve melancólico, no del todo cuerdo; en suma, se torna excéntrico.

El peligro de la excentricidad

Es posible que la excentricidad constituya un riesgo particular contra el cual deban estar especialmente prevenidos los padres de hijos bien nacidos. Estos niños vienen al mundo con inclinaciones marcadas hacia ciertas cualidades y modos de pensar. Su crianza tiende a acentuar tales rasgos; se pierde el equilibrio entre estas facultades y otras necesarias, y el resultado es una personalidad excéntrica. El señor Matthew Arnold desestimó la vida y la obra de un gran poeta como carentes de eficacia; y este es, con frecuencia, el juicio que se emite sobre los excéntricos. Por más que posean una fuerza indiscutible de genio o de carácter, por más bellos que sean sus rasgos morales, el mundo no los aceptará como guías del bien si no hacen, en lo lícito y en lo conveniente, lo mismo que hacen los demás. Y, con todo, hay un amplio margen para la originalidad cuando se trata de rehusar seguir a la multitud en lo que ni es lícito ni es provechoso.

Causas de rarezas en los niños

¿Qué debe hacer, entonces, una madre que percibe en su hijo más prometedor ciertos rasgos de rareza? El niño no muestra mayor interés por los juegos, no se relaciona fácilmente con los demás, y se refugia en algún rincón solitario donde se entrega a sus cavilaciones. ¡Pobre criatura! Lo que necesita con urgencia es un confidente; probablemente ya ha intentado recurrir a la nodriza, a sus hermanos o hermanas, sin obtener consuelo. Si esta situación persiste, crecerá con la amarga convicción de que nadie lo desea, nadie lo comprende, y tomará su porción de vida para consumirla —con desdén— en solitaria amargura. Pero si su madre posee el tino suficiente para alcanzar su corazón, habrá salvado para el mundo uno de esos espíritus nobles que tanto necesita. Puede estar segura: hay algo poderoso obrando en ese niño —genio, compasión, poesía, ambición, orgullo de linaje—; necesita una vía de escape, un campo de acción para una cualidad heredada, acaso demasiado grande aún para el alma en formación.

Se cuenta que Rosa Bonheur era una niña inquieta, cuyos zapatos de la vida no le encajaban bien: ni las lecciones ni los juegos lograban complacerla; y su padre, artista de profesión, creyó calmar el divino descontento de su hija ¡poniéndola como aprendiz de costurera! Afortunadamente, logró romper esos grilletes y hoy el mundo conserva sus obras. En el caso del orgullo de estirpe, es menester llevar al niño cara a cara y corazón a corazón con la “gran humildad” de Aquel que es nuestro Modelo. Pero, hecho esto, ese sentido de distinción familiar puede convertirse en un resorte poderoso para elevar el mundo interior del niño. Noblesse oblige —la nobleza obliga—. Ha de procurar añadir honor y no deshonra al nombre ilustre que porta.

Conozco a un niño que lleva dos apellidos distinguidos —digamos “Browning-Newton.” Asiste a una escuela preparatoria donde es costumbre escribir en una pizarra los nombres de quienes incurren en faltas. Tiempo después, su hermanito menor ingresó también, y el mayor le advirtió solemnemente: “¡Jamás permitiremos que dos apellidos como los nuestros aparezcan escritos en esa pizarra!”

La tristeza de una vida sin propósito

Entre las causas inmediatas de la excentricidad se halla la monotonía de la vida cotidiana, una sensación que todos experimentamos en algún momento y que suele caer con peso aún más abrumador sobre las almas más finamente tejidas y ricamente dotadas. “¡Ay, cómo me gustaría vivir en Júpiter!”, suspiró un pequeño que ya había agotado el encanto de este planeta. Es responsabilidad de los padres asegurarse de que la desolación propia de una vida sin propósito no se instale, tarde o temprano, en el alma de ninguno de sus hijos.

Estamos hechos con una sed innata por el “temible gozo” de la pasión; y si esta no se canaliza por senderos lícitos, se buscará por derroteros excéntricos o, peor aún, ilícitos. La madre, para quien su hijo es como un libro abierto, debe encontrar válvulas de escape para las inquietudes que bullen en su interior, especialmente si su temperamento es propenso a sentirse agobiado por:

“El peso del misterio,

la carga pesada y fatigosa

de todo este mundo ininteligible…”

Cuanto más delicada es su naturaleza. Llénalo del entusiasmo por la humanidad. Sean cuales sean sus dones, cultívalos como “dones para los hombres”. “Lo que más vale la pena en esta vida es ser útil”, dijo con acierto un pensador recientemente desaparecido; y el niño en cuya noción de existencia se siembra esta idea no hallará su tiempo pesado ni su alma vacía. Una vida animada por un entusiasmo verdadero no será jamás una vida gris; pero incluso el más noble entusiasmo debe ser contrapesado por otro elemento que le otorgue equilibrio. Como ya se ha dicho, ábrele una puerta hacia la ciencia natural, hacia alguna habilidad técnica; en suma, proporciónale una ocupación absorbente, un pasatiempo fascinante, y no temerás que su naturaleza derive en excentricidades o extravíos indignos.

Debemos salvar a nuestros “espléndidos fracasos

Vale la pena detenerse largamente en esta cuestión de la excentricidad, porque el mundo ha perdido demasiado —y sigue perdiendo— a causa de sus espléndidos fracasados: esas hermosas almas humanas que, debido a una u otra forma de excentricidad, se tornan ineficaces para la crianza del resto de nosotros.

Capítulo IX. El cultivo del carácter: abordar los defectos

El fin último de la educación

Supongamos que los padres han llegado a comprender que la formación del carácter constituye el fin supremo de toda educación; que han reconocido, además, que el carácter es, en términos generales, el conjunto de tendencias heredadas por el niño, modificadas por su entorno; pero también, que dicho carácter puede ser elevado o envilecido mediante la educación. Supongamos que estos padres han aceptado como propio el deber de discernir los primeros y apenas perceptibles brotes de los rasgos familiares; de acoger con reverencia cada cualidad noble como el más alto patrimonio de su estirpe, digno de ser alimentado y cultivado con esmero; y, a la vez, de mantener el equilibrio entre las distintas cualidades mediante el desarrollo de aquellas menos evidentes o menos valoradas —tanto más necesario cuando es menester librar al niño de la excentricidad, esa trampa tan común en las naturalezas originales y enérgicas—; supongamos, en fin, que los padres han asumido todo esto como parte inseparable de su cometido: aun así, queda todavía mucho por hacer en el ejercicio de su alta responsabilidad.

Los Defectos de Nuestras Cualidades

Estamos expuestos —como bien lo han denominado los franceses— a los defectos de nuestras cualidades; y, así como las malas hierbas crecen con prontitud, los defectos propios de un carácter elevado pueden fácilmente sofocar sus gracias más nobles.

Una pequeña doncella ama con la pasión y la entrega propias de una mujer, pero exige en igual medida la devolución de ese afecto, y se muestra celosa ante cualquier intromisión, incluso la de su propia madre. Un niño es ambicioso; desea ser el líder en la sala de juegos, y su liderazgo resulta saludable para los demás; pero existe también ese pequeño hermano beligerante que se niega a seguir el juego de “seguir al jefe”, y a duras penas pueden compartir la misma habitación; el niño dotado de grandes capacidades se torna tirano cuando su voluntad se ve contrariada. Está la niña tímida y afectuosa que, por proteger a su hermana, llega incluso a faltar a la verdad; y está la jovencita de espíritu altivo que jamás miente, pero que, en ciertas ocasiones, no duda en ejercer el acoso. Y así podríamos continuar sin fin.

¿Cuál es aquí el papel de los padres? El de engrandecer la cualidad, hacer sentir al niño o la niña que posee una virtud que debe custodiar —un patrimonio familiar y, al mismo tiempo, un don otorgado desde lo alto. Una enseñanza sencilla, razonable, podrá ayudar en algo; pero cuidémonos de hablar en exceso. «¿Ya terminaste, mamá?» —preguntó con la mayor cortesía una pequeña y vivaz niña de cinco años. Había escuchado largo rato el sermón materno, y tenía muchas cosas que atender. Una palabra sabia, oportuna, puede resultar útil, pero mucho más se logra al impedir con diligencia que cada defecto de su cualidad llegue siquiera a manifestarse. No demos espacio a las malas hierbas para crecer.

Además, con frecuencia, dicho defecto puede ser redimido y reconducido hacia su fuente, para alimentar nuevamente a la virtud que de él se derivó. El deseo de poder del niño ambicioso puede transformarse en anhelo de conquistar, por medio del afecto, el corazón de su inquieto hermanito. La pasión intensa de la niña amorosa puede extenderse de modo natural hacia todos aquellos a quienes su madre ama.

Niños con Defectos

Existe aún otra vertiente en esta cuestión de la herencia y de los deberes que ésta impone. Así como el niño de estirpe antigua puede heredar, con toda justicia, lo más noble de sus antecesores —una complexión fuerte, un intelecto claro, una elevada dignidad moral—, así también se halla expuesto a ciertos riesgos. Como ha dicho alguien con agudeza: no todas las mujeres han sido valientes, ni todos los hombres castos.

Sabemos bien cómo ciertas enfermedades, en sus formas más persistentes, tienden a repetirse dentro de una misma familia; el carácter y el temperamento, la naturaleza tanto física como moral, pueden igualmente transmitirse con alguna mácula. Un pobre niño, por algún extraño capricho de la naturaleza, parece haber dejado atrás todo lo bueno, absorbiendo tan sólo lo menos digno.

¿Qué pueden hacer los padres ante tal caso? Tal vez no logren reformarlo —acaso eso sobrepase las posibilidades del arte y del esmero humanos, una vez que el niño ha llegado a convertirse en todo cuanto su naturaleza le permitía ser—; pero sí pueden transformarlo, de modo que el ser que estaba destinado a desarrollarse nunca llegue a tomar forma, sino que surja, en su lugar, otro ser, colmado de todas las gracias cuya ausencia marcaba su primitivo temperamento.

Y ello nos conduce a una ley benéfica de la Naturaleza, que sustenta todo el edificio de la educación temprana, y en especial, este caso en que la madre ha de dar a luz por segunda vez a su hijo —no ya corporalmente, sino en una vida de belleza y de armonía. Para expresarlo con antiguas palabras —las del piadoso Tomás de Kempis—, lo que me parece ser la ley fundamental de toda verdadera educación no es otra cosa que esta: “El hábito se vence con el hábito.”

Siempre se ha sabido que la costumbre se convierte en segunda naturaleza; mas el porqué de tal afirmación, y el alcance que puede tener en la formación del carácter, son descubrimientos que apenas comienzan a esclarecerse en nuestros días.

Un Niño Malicioso

Un niño tiene una costumbre odiosa, tan constante, que se ha vuelto su cualidad distintiva, y llegará a ser carácter si se le deja a su albedrío: es vengativo, taimado, taciturno. Nadie tiene culpa de ello; ha nacido así. ¿Qué hacer, entonces, ante un hábito tan arraigado en la naturaleza? Precisamente esto: tratarlo como un mal hábito y establecer en su lugar el hábito bueno y opuesto.

Enrique es más que travieso: es un niño malicioso. Siempre hay llanto en el cuarto de los niños, porque, entre ‘pellizcos, empujones y zancadillas’, se encarga de hacer miserable a algún otro. Ni siquiera sus mascotas están a salvo: ha matado a su canario hurgándolo con un palo a través de las rejas de su jaula; los aullidos del perro y los chillidos del gato lo delatan en alguna travesura cruel. Hace muecas espantosas a su hermanita tímida; coloca trampas con cuerdas para que tropiece la doncella con sus cubos de agua; no hay fin para las tretas malintencionadas —más allá de la simple rudeza de un niño sin formación— que llegan a oídos de su madre.

¿Qué se debe hacer? “Oh, se le pasará con el tiempo”, dicen los optimistas que depositan su fe en el correr de los años. Pero muchas madres experimentadas dirán: “No tiene remedio; lo que está dentro, saldrá tarde o temprano, y será un azote para la sociedad toda su vida.” Y sin embargo, ese niño puede ser corregido en el curso de un mes, si la madre se entrega a la tarea con ambas manos y con decidida intención; en todo caso, la cura puede iniciarse con buen pie, y eso es ya media victoria.

Tratamiento Especial

Durante ese mes de tratamiento, la vida del niño debe estar colmada de felicidad; ha de vivir bajo el constante resplandor de la sonrisa de su madre. Que no se le deje solo para rumiar pensamientos o ejecutar fechorías. Que se sienta siempre bajo una mirada atenta, amorosa y aprobadora. Manténgaselo ocupado con alegría, bien entretenido. Todo esto con el fin de romper con la vieja costumbre, la cual se deshace cuando pasa cierto tiempo sin que se repita.

Pero un hábito desaloja a otro. Se deben trazar nuevas líneas sobre el antiguo surco. Abrámosle caminos de bondad. Que disfrute, a diario y a cada hora, del gozo de agradar. Acostumbrémoslo a tramar pequeñas sorpresas para el deleite de los demás: un juguete inventado por él mismo, un plato de fresas recolectadas con sus manos, conejitos de sombra para divertir al bebé; llevémoslo a hacer encargos caritativos a vecinos necesitados, y que sea él quien lleve y ofrezca algo propio. Durante todo un mes, el corazón del niño se desbordará en actos, planes y pensamientos de ternura; y la misma astucia que antes se ejercía en fechorías se vuelve entonces una riqueza para su familia cuando se canaliza hacia el bien.

Sí; pero ¿de dónde sacará tiempo la madre, en estos días tan absorbentes, para someter a Enrique a semejante tratamiento especial? Tiene otros hijos, otros deberes, y simplemente no puede consagrarse por entero, ni siquiera por una semana, a un solo niño. Pero, si el niño estuviera enfermo, ¿no encontraría tiempo entonces? ¿No quedarían postergadas otras obligaciones para hacer de su pequeño hijo el centro de su atención?

Las dolencias morales requieren atención inmediata

He aquí un punto al que no todos los padres prestan la debida atención: los padecimientos serios del alma y del carácter requieren un tratamiento inmediato, intencionado y curativo, al cual los padres deben entregarse por un breve período, así como lo harían en caso de enfermedad física. Ni el castigo ni el abandono —las dos formas más comunes de tratamiento— han curado jamás a un niño de un vicio moral.

Si los padres comprendieran la eficacia y los efectos inmediatos de un tratamiento adecuado, jamás permitirían que las malas hierbas se propagaran. Pues que esto quede grabado: cualquiera que sea la cualidad indeseable que afee al niño, él no es más que un jardín cubierto de maleza; y cuanto más prolíficas las malas hierbas, más fértil es la tierra. Dentro de él habitan todas las posibilidades de belleza de vida y carácter. Arranquemos las malas hierbas y cultivemos las flores.

No es exagerado afirmar que la mayoría de los fracasos en la vida o en el carácter —sean de hombre o mujer— se deben a la filosofía despreocupada de sus padres: “Es tan pequeño aún, no sabe lo que hace; todo eso se corregirá cuando crezca.” Mas un defecto de carácter dejado a su curso natural no puede sino fortalecerse.

Puede surgir una objeción frente a este consejo de tratamiento breve y decidido. Se dice que los buenos resultados no duran; una semana o dos de negligencia y se pierde el terreno ganado: Es tan probable como siempre que Enrique se convierta en un “tigre”, un Steerforth [de David Copperfield] o un Grandcourt [de Daniel Deronda]. Pero aquí la ciencia acude en nuestro auxilio para darnos certeza y aliento.

No existe en la actualidad tema de investigación más interesante que el de la interacción entre los pensamientos de la mente y la configuración del cerebro. La conclusión más razonable parece ser que ‘cada uno es, en gran medida, causa del otro’: que el carácter de los pensamientos persistentes modela, en efecto, el encéfalo, mientras que de la configuración de este órgano depende, a su vez, el tipo de pensamientos que somos capaces de pensar.

Acción Automática del Cerebro

El pensamiento, en su mayor parte, es automático. Pensamos, sin intención ni esfuerzo, como estamos acostumbrados a pensar, del mismo modo que caminamos o escribimos sin ninguna disposición consciente de los músculos. Mozart podía escribir una obertura mientras reía a carcajadas con los pequeños chistes que su esposa le hacía para mantenerlo despierto; claro está que la obra ya había sido concebida con anterioridad, y bastaba escribirla, pero no forzaba el pensamiento musical: ‘éste fluía hacia él en la secuencia debida, por su propia cuenta’.

Coleridge compuso *Kubla Khan* en sueños y lo transcribió al despertar; y, en verdad, bien podría haber estado dormido durante todo el proceso, dado lo poco que su voluntad consciente intervino en la producción de la mayoría de sus pensamientos.

«Sobre los botones se queda dormida,

y los cose en sueños»

—es algo muy posible y probable. Por cada asunto sobre el cual deliberadamente nos proponemos pensar, mil palabras y actos brotan de nosotros a diario sin la menor intención; ni siquiera reparamos en ellos. Y sin embargo, sólo un poeta o un músico podrían dar lugar así, de modo espontáneo, a la poesía o a la música; y son precisamente esas palabras y actos que emergen sin pensamiento consciente los que constituyen la verdadera medida de lo que somos.

Quizá por ello se le otorga tanto peso a cada una de nuestras “palabras ociosas”—aquellas pronunciadas sin intención ni voluntad.

Nos vamos acercando, poco a poco, a Enrique y sus malos hábitos. De una u otra manera, el tejido nervioso del cerebro “se adapta” a los pensamientos a los que se les permite libre circulación en la mente. Cómo sucede esto, la ciencia apenas se atreve a conjeturar; pero, a modo de ilustración, imaginemos que ciertos pensamientos de la mente van y vienen dentro de la sustancia nerviosa del cerebro hasta que trazan en ella un sendero: el constante tráfico de una misma clase de pensamientos mantiene ese camino abierto, de modo que se convierte en la vía natural por la que transitan.

Tomemos a un niño con tendencia hereditaria a un carácter resentido: ha comenzado a pensar pensamientos de rencor; los encuentra fáciles y placenteros; continúa por ese camino; y, cada vez más, ese tráfico mezquino se vuelve más sencillo y natural, hasta que el resentimiento comienza a constituir su ser mismo, esa faceta de su carácter que las personas asocian con su nombre.

Un Hábito Vence a Otro

Pero un hábito vence a otro. La madre vigilante traza nuevas sendas en otras direcciones; y se asegura de que, mientras conduce pensamientos nuevos por ese nuevo camino, el antiguo sendero del pensamiento repetido quede por completo en desuso. Ahora bien, el encéfalo se halla en un estado de rápido desgaste y crecimiento acelerado. El nuevo crecimiento se modela conforme al pensamiento reciente; lo antiguo se pierde en el constante desgaste, y  el niño es reformado, tanto en lo físico como en lo moral y lo mental.

Que el tejido nervioso del cerebro sea así instrumento del pensamiento no debería sorprendernos, si consideramos cómo los músculos y las articulaciones del acróbata, los órganos vocales del cantante, las yemas de los dedos del relojero, o el paladar del catador de té, se adaptan al uso continuo al que se ven sometidos; y, aún más, tanto el cerebro como los demás órganos crecen y se moldean según el uso al que son expuestos desde los primeros años.

Esto responde de un modo maravilloso al caso del padre o la madre que se empeñan en corregir una falla moral. Introducen una nueva corriente de pensamientos, e impiden el regreso de los antiguos, hasta que los nuevos pensamientos se hacen automáticos y fluyen por sí solos. Y durante todo ese tiempo, se va produciendo una suerte de desintegración en las zonas donde residían los pensamientos en desuso; y aquí radica la ventaja del educador: si el niño, por influencia de una tendencia heredada, intenta regresar a sus antiguos hábitos de pensamiento, he aquí que ya no queda espacio para ellos en su ser físico; crear nuevamente ese espacio requeriría tiempo, y en esa labor de reconstrucción el padre o la madre pueden adelantarse y frustrarla con poco esfuerzo

Un Registro Material de los Esfuerzos Educativos

Aquí, en verdad más que en ningún otro ámbito, “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican”; pero, sin duda, la cooperación inteligente en esta obra divina constituye nuestro deber y servicio más sagrado. El adiestramiento de la voluntad, la formación de la conciencia, y, en la medida en que nos es dado, el desarrollo de la vida divina en el niño, se llevan a cabo simultáneamente con esta formación en los hábitos de una vida virtuosa; y son precisamente estos últimos los que sostendrán al niño con seguridad durante la etapa de la voluntad débil y de la conciencia inmadura, hasta que él mismo sea capaz de tomar, bajo la dirección de lo Alto, el gobierno de su vida y la formación de su carácter en sus propias manos.

Es un consuelo creer que existe incluso un registro material de nuestros esfuerzos educativos, grabado en la misma sustancia del cerebro infantil; y, ciertamente, este hecho nos ofrece una advertencia clara sobre el peligro de permitir que las malas inclinaciones sigan su curso, con la vana esperanza de que “todo se corregirá con el tiempo”.

 

 El Amor Materno No Es Suficiente para la Educación del Niño

Algunos padres podrían considerar todo esto como una carga difícil de sobrellevar; podrían sentir que el simple hecho de meditar sobre tales cosas basta para restar gozo y espontaneidad a la dulzura de la relación filial, y pensar que, al fin y al cabo, el amor de los padres y la gracia de Dios deberían ser suficientes para la crianza de los hijos.

Nadie puede sentir mayor humildad en este asunto que aquellos que no tienen el honor de ser padres; la clarividencia y el amor con que los padres––y, en mayor grado aún, las madres––son bendecidos, son dones divinos que llenan de reverencia a quienes los observan, aun en muchos humildes hogares.

Pero basta con observar cuántos padres tiernamente afectuosos crían hijos insensatos, para convencerse de que algo más se requiere. Hay caminos señalados, que no siempre son las viejas sendas, sino rutas nuevas, que se abren paso poco a poco conforme avanzamos.

El trabajo de la madre que se dispone a comprender su tarea no se incrementa, sino que se aligera infinitamente; y si la vida pareciera volverse pesada al reflexionar sobre estas cosas, una vez que las hayamos hecho nuestras, actuamos conforme a ellas tan naturalmente como actuamos según otro tipo de conocimiento––también científico––, como saber que si soltamos una taza, esta caerá. Un poco de esfuerzo y pensamiento diligente al principio, y todo se vuelve fácil.

Capítulo X: Los padres como instructores de religión

“La historia de Inglaterra se reduce ahora a un juego de naipes, los problemas de matemáticas a rompecabezas, a acertijos y enigmas. Sólo hace falta un paso más, y el Credo y los Diez Mandamientos pueden enseñarse de la misma manera, sin necesidad del rostro serio, el tono deliberado de la recitación y la atención devota que hasta ahora se exigía a la infancia bien educada de este reino.”—Waverly.

La Necesidad de las Escuelas Dominicales

Que los padres deleguen la educación religiosa de sus hijos a una escuela dominical es, sin duda, tan indefendible como si los enviaran a recibir su alimento en una mesa sostenida por la caridad pública. En nuestros hogares, sin embargo, nos declaramos no culpables de tal omisión.

Nuestras Escuelas Dominicales están destinadas, en su mayoría, a aquellos padres fatigados por el trabajo y con escasa instrucción, quienes aceptan con gratitud, de manos de las clases con mayor disponibilidad de tiempo, este servicio de instrucción religiosa para sus hijos.  Es decir, Es decir, la Escuela Dominical representa, en la actualidad, un mal necesario: el reconocimiento implícito de que existen padres tan agobiados por sus circunstancias que se ven imposibilitados de cumplir con su primer deber.

He aquí, pues, la verdadera naturaleza de la Escuela Dominical: los padres que pueden enseñan a sus hijos en casa durante el domingo; y para aquellos que no pueden, entran en acción sustitutos que procuran cumplir en su lugar esta sagrada tarea.

Pero los Padres Instruidos Deben Educar Religiosamente a sus Hijos

Un Resultado Australiano de la Parents’ Union —Es sobre esta loable concepción de la Escuela Dominical que un clérigo de las Antípodas (el Reverendo E. Jackson, en otro tiempo de Sídney.) ha basado su proceder.

En ningún momento parece pasar por su mente la idea de que los miembros de las clases media y alta no necesiten una instrucción religiosa definida y regular “desde la niñez”.

Su convicción es simplemente que tales niños no deben recibir esta enseñanza en la Escuela Dominical, sino en el hogar, de manos de sus propios padres; y el objetivo principal de su “Parents’ Union” parroquial es asistir a los padres en esta sagrada tarea. Estas son algunas de las normas que rigen dicha asociación:

  1. El objeto de la Unión será unir, fortalecer y asistir a los padres y madres en el cumplimiento de sus deberes parentales.
  2. Los miembros, al ingresar, se comprometen a supervisar personalmente la educación de sus hijos, así como a exhortar a otros padres respecto de su responsabilidad en la relación paterna.
  3. Se entregarán mensualmente a cada familia bosquejos de lecciones relacionados con la Unión.
  4. Los miembros deberán llevar a sus hijos a las sesiones mensuales de catequesis, y permanecer junto a ellos durante las mismas, etcétera.

Es probable que estos “bosquejos de lección” tengan como propósito asegurar que los niños reciban en casa, los días domingo y junto a sus padres, las mismas enseñanzas bíblicas que anteriormente recibían en la Escuela Dominical con sus maestros.

Parece ser que se contempla que los padres de todas las clases sociales asuman debidamente esta responsabilidad, y que la Escuela Dominical pueda, eventualmente, desaparecer; quedando el clérigo encargado de verificar, por medio de la catequesis, que cierto trabajo se realice mes a mes.

El plan parece prometedor. Nada debería fortalecer más los lazos de la vida familiar que el hecho de que los niños aprendan religión de los labios de sus padres; y crecer en una Iglesia que te cuida constantemente desde el bautismo o la infancia, no solo hasta la confirmación, sino a través de toda la vida adulta, hasta su término, debería conferir a la vida común el tono sereno y perdurable de una fe vivida día a día.

Los Padres son los Instructores Idóneos

Sin duda, existen parroquias –e incluso denominaciones enteras– en las que los jóvenes son acompañados desde el principio hasta el final de su formación; pero dicho acompañamiento recae, por lo general, en el clero, los maestros, los líderes de grupo, y otros agentes externos.

Y no todos los padres consideran una bendición sin reservas el hecho de que la parte más seria y trascendente de la educación de sus hijos sea asumida por personas ajenas al hogar.

Lo que parece más digno de imitación en este movimiento australiano es que se reconoce a los padres mismos como los instructores más aptos de sus hijos en lo que concierne a las cosas verdaderamente valiosas; y que, además, se les conduce a asumir cierta responsabilidad ante la Iglesia respecto de la instrucción que imparten.

 

Informe de un Comité sobre la Educación Religiosa de las Clases Altas y Medias
––¿Pero acaso dirigimos estos asuntos con tal acierto en el hogar, que no tengamos necesidad alguna de alzar la mirada y buscar orientación más allá de nosotros mismos? Tal vez algunos aún conserven en la memoria que, en mayo de 1889, fue nombrado un Comité por la Cámara de Laicos de la Provincia de Canterbury, con el fin de examinar el estado de la educación religiosa entre los hijos de las clases altas y medias.

Este Comité, en busca de un fundamento sólido sobre el cual basar su investigación, resolvió comenzar por indagar en el conocimiento religioso de los niños en el momento de su ingreso a la escuela. Para ello, envió un cuestionario a sesenta y dos directores de establecimientos escolares, quienes en su mayoría respondieron con diligencia. De estas respuestas, el Comité extrajo una conclusión que no puede sino llenarnos de inquietud: que, en general, el nivel de educación religiosa alcanzado por los niños antes de su ingreso escolar se halla muy por debajo de lo que sería razonable esperar o desear. Y más aún––que dicho nivel, ya de por sí bajo, muestra señales inequívocas de deterioro progresivo. La causa principal de esta decadencia, añade el informe, parece radicar en la falta de instrucción y vida religiosa en el seno del hogar.

¿Por qué descuidan los padres este deber sagrado?
He aquí una cuestión de la más grave consideración para todos nosotros. Pues si bien la investigación fue llevada a cabo por miembros de la Iglesia de Inglaterra, sus alcances incluyeron a niños de diversas denominaciones que asisten a escuelas públicas y de clase media. El carácter distintivo de la enseñanza religiosa en cada caso fue objeto de examen por separado.

Sin duda, existen notables excepciones: familias en cuyos hogares, silenciosos y apartados, se cultiva a los hijos en la disciplina y amonestación del Señor. Pero si es cierto––como algunos de nosotros tememos––que existe una tendencia creciente entre los padres de las clases media y alta a abandonar a su curso la educación religiosa de sus hijos, sin velar activamente por ella, entonces bien vale la pena preguntarse: ¿Cuál es la causa? ¿Y cuál podría ser el remedio?

Se han esgrimido múltiples razones para explicar esta aparente falla en el cumplimiento del deber paterno––las exigencias de la vida social, el carácter impetuoso de los jóvenes, su impaciencia frente a la instrucción religiosa, y otros motivos semejantes. Sin embargo, ninguna de estas razones resulta suficiente. Porque, en general, los padres de hoy están muy conscientes de sus responsabilidades; y tal vez no haya existido generación más sincera ni más deseosa de obrar con rectitud que la de los jóvenes padres de nuestro tiempo. No obstante, y pese a su sincera reflexión, estos padres tan pensantes no se disponen, ante todo, a enseñar religión a sus hijos.

El Con gusto continúo con la traducción, manteniendo el estilo elevado, claro y profundamente reflexivo de Charlotte Mason, propio de su escritura clásica y moralmente comprometida:

Desprestigio arrojado sobre la Biblia
––Lo cierto es que nuestra vida religiosa ha sufrido menoscabo, y no tardará en sufrir también nuestro carácter nacional, a causa del descrédito que críticos adversos han arrojado sobre la Santa Escritura. Consideramos con razón la Biblia como la totalidad de nuestros Libros Sagrados. No tenemos absolutamente nada que enseñar que no se halle allí escrito. Y sin embargo, ya no nos acercamos a la Palabra con aquella antigua confianza; nuestra religión se desvanece en un sentimiento vago, difícil de transmitir; aguardamos, acaso con demasiada esperanza pasiva, a que los jóvenes lo conciban por sí mismos.

Mientras tanto, les ofrecemos una cultura estética que, se supone, ha de suscitar en ellos aquellas necesidades del alma que encuentran su plenitud en la adoración. Pero todo el edificio del pensamiento religioso “liberal” se tambalea penosamente, y no es de extrañar que haya un cierto temor reverente de exponerlo a la lanza de Ithuriel que representa la mente joven, definida, inquisitiva y sin prejuicios. Porque amamos esta frágil morada que hemos construido; tiene un leve parecido a aquella antigua casa del alma, y nos aferramos a ella con un sentimentalismo tierno que la generación más joven quizá no logre comprender.

«Los milagros no ocurren».
––¿Estamos entonces desamparados, sin techo espiritual? Sin duda lo estamos, si aceptamos una sola premisa––aquella que un novelista brillante se atrevió a enunciar con descarnada aspereza: «Los milagros no ocurren». La mente educada es mucho más esencialmente lógica de lo que solemos suponer. Eliminad la piedra angular de lo milagroso, y todo el arco se derrumba sobre nuestras cabezas. La ostentosa veneración por la Persona de Cristo, separada del supuesto elemento ‘mítico’ de sus milagros, no es más que un sentimiento falso dirigido hacia una figura idealizada que hemos producido desde nosotros mismos. Si eliminamos lo milagroso, toda la estructura del cristianismo se desmorona. Y no sólo eso: ¿qué hacemos entonces con aquella revelación más antigua del Dios compasivo y misericordioso––“el Señor, el Señor, fuerte, clemente y piadoso”?

¿Decimos, acaso, esto sí lo conservamos; aquí no hay milagro? ¿Y del Cristo, no poseemos, al menos, el inimitable Sermón del Monte––fundamento suficiente para nuestra lealtad? No, no lo poseemos, no bajo esa premisa. Porque allí se nos enseña a orar, a considerar los lirios del campo y las aves del cielo, y a recordar que aun los cabellos de nuestra cabeza están todos contados. Allí se proclama, en esencia, la doctrina de la providencia particular, del trato personal de Dios con el alma humana––y eso es, por naturaleza, de la misma sustancia que el milagro.

Si los milagros no ocurren, entonces es necedad––y aún presunción––esperar en la providencia, e invocar en la oración, la más leve alteración en el curso de los acontecimientos, tal como lo establece la ley inevitable. La mente instruida es, por naturaleza, implacablemente lógica, aunque un acto voluntario de suspensión mental pueda impedirnos seguir nuestras conclusiones hasta su desenlace más sombrío.

¿Qué nos queda entonces? Un Dios que, por necesidad, no puede tener trato personal contigo o conmigo––pues tal trato sería, por definición, un milagro. Un Dios ante quien la oración, en vista de tal certeza, se convierte en acto blasfemo. ¿Con qué derecho nos atrevemos a presentar nuestras súplicas ante el Altísimo, si, según nuestra propia concepción de las cosas, le es imposible concederlas?

Por supuesto. A continuación, presento la continuación de la traducción del texto, manteniendo fielmente el estilo elevado, reflexivo y profundamente espiritual que caracteriza la prosa de Charlotte Mason. El tono se conserva reverente, literario y didáctico, en armonía con sus principios educativos y su cosmovisión cristiana:

Nuestra concepción de Dios depende de los milagros
––No podemos orar, y no podemos confiar––tal vez––pero no por ello somos enteramente impíos. Aún podemos admirar, adorar, rendir culto con la más profunda humildad. Pero ¿cómo? ¿Qué habremos de adorar? El Ser Divino sólo puede sernos conocido a través de sus atributos: es Dios de amor y Dios de justicia; lleno de compasión y de gracia, tardo para la ira y grande en misericordia. Pero tales atributos sólo pueden concebirse en acción, de Persona a persona. ¿Cómo ser clemente y misericordioso, si no es para con un ser que necesite de esa clemencia y misericordia?

Si concedemos que la gracia y la misericordia puedan modificar la más mínima circunstancia en la existencia de un hombre, ya sea en lo espiritual o en lo temporal, entonces concedemos, en efecto, todo el asunto del milagro; es decir, reconocemos que es posible para Dios actuar de manera distinta a través de leyes distintas de aquellas que somos capaces de identificar como inmutables. Si nos negamos a conceder el elemento milagroso, el Pastor de Israel ha partido de en medio nuestro, y nosotros quedamos huérfanos en un mundo deshecho.

Tal es la magnitud de esta cuestión del milagro, con la cual nos complacemos en juguetear, con una sonrisa irónica aquí, un encogimiento de hombros allá, y una burla especial hacia aquel relato de los cerdos que se precipitaron violentamente por un despeñadero––como si poseyésemos tanto conocimiento sobre los pensamientos, aún más tenues, de la creación bruta, que vive a nuestro alrededor y sin embargo permanece extrañamente fuera de nuestro alcance.

Si concedemos la posibilidad de los milagros––esto es, de la acción voluntaria de un Dios personal––¿quién podrá entonces atreverse a trazar límites de “más” o “menos”?

La ley natural y los milagros
––¿Hasta cuándo vacilaremos entre dos opiniones? A la ley y al testimonio. Aceptemos con valentía la alternativa que Hume propone––por más altiva que parezca. Supongamos que “Ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que dicho testimonio sea de tal naturaleza que su falsedad resulte más milagrosa que el hecho que pretende probar.” Aun así, sostenemos que Cristo resucitó al tercer día y ascendió al cielo; o bien, debemos aceptar la hipótesis aún más increíble de que “Dios no existe”; o, al menos, que el Dios de la Revelación, en Su adorable Personalidad, ha dejado de ser real para nosotros. No hay vía intermedia.

La ley natural, tal como la entendemos, no tiene cabida en estas cuestiones; no porque el Supremo anule sus propias leyes, sino porque nuestro conocimiento de la “ley natural” es tan angustiosamente limitado y superficial, que somos absolutamente incompetentes para determinar si una ruptura en el estrecho círculo de nuestro saber no sea, en realidad, una entrada a un círculo más amplio––donde aquello que nos parece una excepción extraordinaria no sea sino una manifestación más plena de una regla mayor.

“¿Cuáles son las leyes de la Naturaleza? Para mí, quizás, la resurrección de un muerto no sería una violación de esas leyes, sino una confirmación: acaso una ley más profunda, hasta ahora no comprendida, penetrada por fin, y, por fuerza espiritual (como las demás), traída hasta nosotros con su fuerza material.”
––Carlyle

No deseamos menospreciar los frutos sólidos de la crítica bíblica, incluso la más adversa. Este examen puede y debe redundar en un gran bien para la vida espiritual: que, de ahora en adelante, un milagro no sea aceptado sólo por el hecho de hallarse registrado en la historia sagrada, sino por su consonancia esencial con el carácter divino. Así como, si se nos permite comparar con reverencia lo humano con lo divino, decimos de un amigo: “Oh, él jamás haría tal cosa” o “Eso es muy propio de él.” Probados bajo este criterio, ¡cuán sencillos, cuán humildemente serviciales y sin ostentación son los milagros de Cristo! ¡Cuán enteramente divino es eso de:

“Tener todo poder, y obrar como si no se tuviera ninguno.”

La perfección de los milagros de Cristo
La mente que ha sido saturada por la historia evangélica en toda su dulce razonabilidad, y que ha absorbido incluso los rayos más confusos y fragmentarios con los cuales la Luz del Mundo se manifiesta en el Antiguo Testamento, será tal vez la menos inclinada a la deslealtad de la “duda honesta”; pues deslealtad es, en efecto––a la relación más íntima y sagrada que puede existir––aunque debemos conceder, con caridad, que dicha duda es, muchas veces, la flaqueza de almas nobles.

Creyendo que “la fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios”, y que el hombre será afirmado en la fe cristiana en la medida en que haya sido instruido desde la niñez, la pregunta de todas las preguntas para nosotros es: ¿cómo asegurar que los niños estén firmemente cimentados en las Escrituras por medio de sus padres, y que prosigan su estudio con inteligencia, reverencia y gozo?

Capítulo XI. Fe y deber (reseña): los padres como maestros de moral

Leyes de la naturaleza y los caminos del hombre. La educación, bien entendida, es la ciencia de la vida, y todo intento de formular esta ciencia debe ser aclamado con interés y con una medida de gratitud proporcional a su éxito. Las mentes pensantes de todas partes están comprometidas en aportar su cuota a esta gran obra en uno u otro de sus aspectos, físico, social, religioso. Vemos de inmediato la importancia de todo intento de resolver los problemas científicos y sociales, o los problemas de la fe como ayuda para comprender esas “leyes de la naturaleza” y “caminos de los hombres”, el amor y la actitud obediente o la voluntad hacia los cuales, el Sr. Huxley considera el único resultado práctico de la educación. Consideremos tres obras importantes [La instrucción moral de los niños. 6s. Por Felix Adler. Publicado por Edward Arnold. La educación desde un punto de vista nacional. Por Alfred Fouillée. Traducido al inglés y editado por W.J. Greenstreet, M.A. Publicado por Edward Arnold Faith. Once sermones con un prefacio, por el reverendo H.C. Beeching. Publicado por Percival and Co.] sobre estas líneas. Uno trata de los problemas de la moralidad “secular” desde un punto de vista americano; el segundo de la educación nacional desde un punto de vista francés y “científico”. La tercera no es una obra propiamente educativa. Trata de “los caminos de los hombres”, pero de los caminos de los hombres en relación con  los caminos y la voluntad de Dios. Es decir, trata de las fuentes profundas de las que surgen los problemas de la vida. Como el verdadero educador trabaja desde dentro hacia fuera, probablemente encontrará mucha ayuda en una obra cuya perspectiva de la vida es desde el punto de vista de la fe.

No hay un sentido infalible del ‘deber’. ¿De dónde obtiene el deber su terrible majestad? Que exista en el pecho humano un sentido infalible del “deber” es un error prolífico de mucho mal. Es una idea común hoy en día que es correcto hacer lo que el hacedor considera correcto; como se expresa popularmente, un hombre hace todo lo que se puede esperar de él cuando actúa de acuerdo con su “luz”. Ahora bien, un mínimo conocimiento de la historia demuestra que todas las persecuciones y la mayoría de los ultrajes, desde la Inquisición hasta el Thuggee, son el resultado de esa misma majestad del “deber” cuando hace oír su voz en el pecho de un individuo o de una comunidad. Intentar tratar de la moral sin tratar de las sanciones de la moral es trabajar desde la circunferencia en lugar de hacerlo desde el centro.

[Los  Thuggees  creían  que  su  religión  les  obligaba  a  entablar amistad con extraños para robarles y matarles].

Moses, Moses, und immer Moses! dice un pedagogo alemán de la escuela moderna, que escribe con acalorado desdén sobre el sistema de la vieja escuela, en el que diez o doce, y en algunos de los estados alemanes, quince o dieciséis horas a la semana se dedicaban a la enseñanza de la Biblia. Nosotros en Inglaterra, y ellos en América, nos rebelamos contra la Biblia como libro de clase. Los pedagogos dicen que hay tantas otras cosas que aprender, que este estudio prolongado de la literatura sagrada es una grave pérdida de tiempo, y muchas personas religiosas, por otra parte, se oponen aduciendo que no es bueno hacer de la Biblia un libro común de clase.

La Biblia como literatura clásica. Pero es singular que tan pocos pedagogos reconozcan que la Biblia no es un solo libro, sino una literatura clásica de maravillosa belleza e interés; que, aparte de sus sanciones divinas y enseñanza religiosa, de todo lo que entendemos por “Revelación”, la Biblia, como mero instrumento de educación, es, como mínimo, tan valiosa como los clásicos de Grecia o Roma. Aquí está la poesía, cuyo ritmo tranquiliza incluso al cerebro hastiado que ya no encuentra placer en ningún otro. Aquí está la historia, basada en líneas tan amplias y claras, en tal trato de justicia lenta, segura e imparcial con las naciones, en tales historias de pecados nacionales y arrepentimientos nacionales, que el estudiante se da cuenta, como en ninguna otra historia, de la solidaridad de la raza, de la hermandad y, si podemos llamarlo así, de la individualidad de las naciones. He aquí una filosofía que, de todas las que se han propuesto, es la única adecuada para interpretar la vida humana. No decimos aquí una palabra de lo que es la razón de ser de la Biblia, su enseñanza de la religión, su revelación de Dios al hombre; pero para insistir sólo en un punto más, todas las literaturas del mundo juntas fracasan completamente en darnos un sistema de ética, en precepto y ejemplo, motivo y sanción, tan completo como el que hemos recibido como herencia común en la Biblia.

La Biblia, tabú en la educación. Desde hace 1700 años, a grandes rasgos, la Biblia ha sido el libro de texto de la Europa moderna; Su enseñanza, directa o indirectamente, más o menos pura, ha sido la base sobre la que descansaba toda la superestructura de la formación no sólo religiosa, sino también ética y, en cierta medida, literaria. Ahora, la Biblia como libro de lecciones es tabú; y los pedagogos están llamados a producir lo que ocupará su lugar en la originación de ideas y la formación del carácter.

Esta es la tarea a la que se dedica el Sr. Adler; y el hecho de que tenga éxito se debe obviamente a que su propia mente está impregnada de la sabiduría bíblica y la ley sagrada que él no se siente en libertad de proponer a sus alumnos. Pero esta predisposición del autor hace que su obra sea muy útil y sugestiva para los padres que desean tomar la Biblia como base y sanción de esa enseñanza moral que se complacen en complementar con otras fuentes.

¿Podemos recomendar a los padres la siguiente sugerencia?

Diario de una madre. “Los padres y los maestros deben esforzarse por responder a preguntas como éstas: ¿Cuándo aparecen en el niño los primeros impulsos del sentido moral?

¿Cómo se manifiestan? ¿Cuál es el equipamiento emocional e intelectual del niño en los diferentes períodos, y cómo responde éste a su equipamiento moral? ¿En qué momento entra en escena la conciencia? ¿A qué actos u omisiones aplica el niño los términos bien o mal? Si las observaciones de este tipo se hicieran con cuidado y se registraran debidamente, la ciencia de la educación tendría a su disposición una cantidad considerable de material del que, sin duda, podrían deducirse valiosas generalizaciones. Cada madre, especialmente, debería llevar un diario en el que anotar las sucesivas fases del crecimiento físico, mental y moral de su hijo, con particular atención al aspecto moral; de este modo, los padres podrían hacer una previsión oportuna del carácter de sus hijos; fomentar en ellos todo  germen de bien, y mediante rápidas precauciones suprimir, o al menos refrenar, lo que es malo.”

Cuentos de hadas y cómo utilizarlos . Nos alegra comprobar que el Sr. Adler restablece los cuentos de hadas. Dice, con razón, que gran parte del egoísmo del mundo se debe, no a la dureza de corazón real, sino a la falta de poder imaginativo, y añade: “Sostengo que algo, no, mucho, se ha ganado si un niño ha aprendido a sacar los deseos de su corazón, por así decirlo, y proyectarlos en la pantalla de la fantasía”. Los Märchen alemanes ocupan el primer lugar en su opinión. Según él, representan la infancia de la humanidad, y por esta razón nunca dejan de atraer a los niños.

[Märchen significa cuentos de hadas en alemán.]

“Pero, ¿cómo debemos tratar estos Märchen? y ¿qué método debemos emplear para adaptarlos a nuestro propósito especial? Mi primer consejo es: Cuenta la historia. No se lo des al niño  para que lo lea. El niño, al escuchar los Märchen, mira con los ojos muy abiertos el rostro de la persona que cuenta la historia, y se estremece al contacto con la vida anterior de la raza, que de este modo cae sobre la suya”. Es decir, nuestro autor considera, y con razón, que las tradiciones deben transmitirse oralmente. Merece la pena destacarlo. Su segundo consejo es igualmente importante. No quiten la moraleja del cuento de hadas, sino dejen que el niño lo disfrute en su totalidad…Traten el elemento moral como un incidente, enfatícenlo de hecho, pero incidentalmente. Recójanlo como una flor al borde del camino”.

El tercer consejo del Sr. Felix Adler es eliminar de las historias

todo lo que sea meramente supersticioso, una simple reliquia del antiguo animismo y, de nuevo, todo lo que sea objetable por motivos morales. En este sentido, aborda la controvertida cuestión de hasta qué punto debemos familiarizar a los niños con la existencia del mal en el mundo.

“Mi opinión”, dice, “es que deberíamos hablar al niño sólo de aquellas formas menores del mal, físicas o morales, con las que ya está familiarizado”. Por este motivo, descartaría todas las historias de madrastras crueles, de padres antinaturales, etc., aunque probablemente la mayoría de nosotros haría una excepción en favor de Cenicienta y su encantadora versión alemana Aschenbrödel. Me inclino a pensar, también, que los cuentos de hadas pierden vigor y encanto cuando se preparan para los niños; y que Wordsworth tiene razón al considerar que  el propio conocimiento del mal que se transmite en los cuentos de hadas bajo un cierto glamour es útil para salvar a los niños de choques dolorosos y perjudiciales en la vida real.

Fábulas. Las fábulas, según nuestro autor, deberían ser la base de la instrucción moral en la segunda etapa; probablemente cuando los niños salen de la guardería. Todos hemos crecido con las “Fábulas de Esopo”; y “El perro en el pesebre”, “El rey Tronco”, “La rana y la cigüeña”, han llegado a acuñarse en nuestro pensamiento. Pero es interesante recordar que las llamadas fábulas de Esopo son infinitamente más antiguas que el famoso narrador griego y que, en su mayor parte, son de origen asiático. Se nos recuerda que es importante tener presente este origen de la fábula, y ejercer el discernimiento en la elección de las que utilizamos para transmitir ideas morales a nuestros hijos.

El Sr. Adler rechazaría fábulas como “El roble y la caña”, “La vasija

de barro y el bronce”, “La cometa y el lobo”, por considerar que respiran el servilismo y el miedo orientales. Pero posiblemente por la misma razón de que la columna vertebral británica está poco dispuesta a doblegarse ante el hombre o las circunstancias, las lecciones de vida extraídas de pueblos de otros hábitos y otros pensamientos pueden ser especialmente útiles para el niño inglés. En cualquier caso, perderíamos algunas de las fábulas más encantadoras si elimináramos todo lo que nos recuerda a la sabiduría oriental. Las fábulas que el Sr. Felix Adler recomienda especialmente son aquellas que presentan la virtud para nuestra alabanza o el mal para nuestra censura; como la cobardía, la fábula de “El ciervo y el cervatillo”; la vanidad, “El pavo real y la grulla”; la avaricia, “El perro y la sombra”.

“En  la  tercera  parte  de  nuestro  curso  primario”,  dice,

“utilizaremos historias seleccionadas de la literatura clásica de los hebreos [la Biblia], y más tarde de la de Grecia, en particular la ‘Odisea’ y la ‘Ilíada’.”

Historias bíblicas.  Aquí empezamos a estar en desacuerdo con nuestro autor. No debemos presentar las historias bíblicas como si tuvieran la misma sanción moral que los mitos de la antigua Grecia; tampoco debemos aplazar su introducción hasta que el niño haya pasado por un curso moral de cuentos de hadas y un curso moral de fábulas. No debería ser capaz de recordar un tiempo antes de que las dulces historias de antaño llenaran su imaginación; debería haber oído la voz del Señor Dios en el jardín al fresco de la tarde; debería haber sido un espectador asombrado cuando los ángeles ascendían y descendían sobre la almohada pedregosa de Jacob; debería haber seguido a Cristo a través del campo de trigo en el día de reposo, y haberse sentado en las filas de las multitudes hambrientas -hace tanto tiempo que tales escenas sagradas forman el fondo inconsciente de sus pensamientos. Todas las cosas son posibles para el niño pequeño, y el toque de lo espiritual en nuestro mundo material, los problemas difíciles, los dichos de bardo, que son una ofensa, en el sentido bíblico  de la palabra, para los mayores, no presentan dificultades para la fe omnipresente del niño. No deberíamos decir, ni mucho menos, que toda historia bíblica es adecuada para los niños porque es una historia bíblica; tampoco analizaríamos con demasiado cuidado ni trazaríamos líneas rígidas para distinguir lo que deberíamos llamar historia de aquello de lo que puede decirse: “No les habló sin parábola”.

El niño no es un estudiante exegético. La enseñanza moral, las

revelaciones espirituales, las bellas imágenes de la Biblia, son las cosas que le interesan, y de éstas no puede tener demasiado. Como dice Adler: “La narrativa de la Biblia está saturada de espíritu moral, las cuestiones morales están en primer plano en todas partes. El deber, la culpa y su castigo, el conflicto de la conciencia con la inclinación, son los temas principales. El pueblo hebreo parece haber estado dotado de lo que podría llamarse un genio moral y, en particular, hizo hincapié en los deberes filiales y paternales. Ahora bien, son precisamente estos deberes los que deben inculcarse a los niños pequeños”.

Veamos cómo utilizaría nuestro autor las narraciones bíblicas. Sólo tenemos espacio para una frase fragmentaria aquí y allá: Érase una vez dos niños, Adán y Eva. Adán era un muchacho de aspecto fino y noble’. . . . Hacía tanto calor que los niños no necesitaban entrar en casa. . . ‘Y la serpiente no paraba de susurrar: “Dale un mordisco; nadie te ve”.’ . . . ‘Tú, Adán, debes aprender a trabajar, y tú, Eva, a ser paciente y abnegada con los demás”, etc.

Dejamos que nuestros lectores decidan si el “tratamiento” mejora la narración bíblica, o si se trata del tipo de cosas que hacen volar la imaginación de un niño.

La cadencia de la fraseología bíblica es encantadora para un niño. El sr. Ruskin nos dice que su incomparable estilo se debe enteramente a su temprana familiaridad con los clásicos bíblicos. Es un error traducir las historias bíblicas a un inglés descuidado, incluso cuando el narrador se ciñe a los hechos de la narración. El ritmo y la cadencia de la fraseología bíblica son tan encantadores para un niño como para sus mayores, si no más. Léale al niño su historia bíblica, poco a poco; haga que le cuente con sus propias palabras (manteniéndose lo más cerca posible de las palabras bíblicas) lo que ha leído, y luego, si quiere, hable de ello; pero no mucho. Sobre todo, no intentemos hacer un “comentario práctico de cada versículo del Génesis”, por citar el título de una obra publicada recientemente. Merece la pena detenerse en dos puntos.

¿Se deberían utilizar las historias de Milagros en la Instrucción Moral?. ¿Es aconsejable contar a los niños las historias de los milagros bíblicos en una época en la que se discute tan acaloradamente la posibilidad de los milagros? En primer lugar, todo lo que los científicos más avanzados tienen que alegar contra los “milagros” es que precisamente tales fenómenos no han llegado a su conocimiento personal; pero ellos, antes que nadie, están abiertos a admitir que nada es imposible y que ninguna experiencia es definitiva.

En segundo lugar, en cuanto a la instrucción moral y espiritual que proporciona el relato del milagro, es indiferente que, en el caso particular de que se trate, se registre un hecho histórico; o que, en este caso también es cierto que “no les hablaba sin parábolas”. Es la verdad esencial, no la histórica, del relato lo que le importa al niño. En cuanto a esto último, es un crítico audaz, y muy adelantado al conocimiento científico de la época, quien se aventura a decir: “Esto es posible; lo otro es imposible”.

¿Debe ponerse toda la Biblia en manos de un niño?. El segundo

punto digno de nuestra atención en relación con la enseñanza de la Biblia es: ¿Debe tomarse la Biblia entera e indivisa, o debe repartirse a los niños según su capacidad para soportarla? Hay relatos en la Biblia que ciertamente no deberíamos poner en manos de los niños en ningún otro libro. Haríamos bien en preguntarnos seriamente si tenemos alguna justificación para suponer que nuestros niños estarán a salvo de las sugerencias del mal que deliberadamente les ponemos delante; o si hay alguna ley divina que exija que toda la Biblia -que no sólo es la Palabra de Dios, sino también una colección de los escritos legales, literarios, históricos, poéticos, filosóficos, éticos y polémicos de una nación- deba ser puesta toda y de inmediato en manos de un niño curioso, tan pronto como sea capaz de leer.

¿Cuándo permitirá nuestra supersticiosa reverencia por la mera

letra de las Escrituras dividir la Biblia, para ser leída, como toda otra literatura, en libros separados; y, para los niños de todos modos, aquellos pasajes “expurgados” que no son aptos para su lectura; e incluso aquellos que son perfectamente carentes de interés, como, por ejemplo, las largas genealogías?

Qué agradable sería que cada cumpleaños trajera consigo el regalo de un nuevo libro de la Biblia, que progresara en dificultad de año en año, bellamente encuadernado e ilustrado, e impreso con letra clara y atractiva y en buen papel. Uno puede imaginar al niño cristiano coleccionando su biblioteca de libros sagrados con gran alegría e interés, y haciendo un estudio diligente y encantado del volumen para el año en su tiempo señalado.

. Lo mejor, tal vez, sea leer poco a poco (del Antiguo Testamento, en todo caso) a los niños, tan bellamente como sea posible, pidiéndoles que cuenten la historia, después de escucharla, tan cerca de las palabras bíblicas como puedan.

Reglas morales del Pentateuco — Pero volviendo al Sr. Adler: he aquí una valiosa sugerencia: “Se debe enseñar a los niños a observar imágenes morales antes de intentar deducir principios morales. Pero ciertas reglas simples deben ser dadas a los muy jóvenes–deben, de hecho, ser dadas–para su guía. Ahora bien, en la legislación atribuida a Moisés encontramos una serie de reglas apropiadas para los niños, y podría hacerse una colección de estas reglas para uso de las escuelas, tales como: No  mentiréis; no os engañaréis unos a otros; no aceptaréis soborno; no irás de chismoso entre tus compañeros”, etc., una colección muy útil de dieciséis reglas a modo de ejemplo.

Más adelante leemos: “La historia de la vida de David está repleta

de interés dramático. Puede organizarse en una serie de cuadros. Primer cuadro, David y Goliat, es decir, la habilidad enfrentada a la fuerza bruta, o el castigo merecido de un  agresor”. ¡Concibe el producto estéril, común, completo en si mismo y autocomplaciente de la enseñanza ‘moral’ en este nivel!

La ‘Odisea’ y la ‘Ilíada’. En su tratamiento de la ‘Odisea’ y la ‘Ilíada’, el Sr. Adler hace algunos buenos comentarios: Mi padre, deseoso de que me convirtiera en un buen hombre, me hizo aprender todos los poemas de Homero”, le hace decir Jenofonte  a uno de sus personajes; y aquí tenemos líneas sugerentes sobre cómo las grandes epopeyas pueden servir de ejemplo de vida y de instrucción en modales.

¿Qué tan inspirador como la historia de Ulises para el muchacho

en busca de aventuras? ¿Y qué mayor estímulo para el valor, la prudencia y la presencia de ánimo que las escapadas del héroe? Ulises es el modelo de la sagacidad, así como de la valentía; su mente rebosa de invenciones”. Se dice que los elementos éticos de la Odisea son el afecto conyugal, la conducta filial (Telémaco), la presencia de ánimo y la veneración hacia los abuelos (Laertes).

Podrían haberse añadido las relaciones amistosas con las personas dependientes, como ilustra la encantadora historia  de la nodriza Euricleia, que reconoce a Ulises cuando su  esposa está sentada a su lado con el rostro pétreo. La amistad, de nuevo, en la historia del dolor de Aquiles por Patroclo.

La debilidad inicial de la “moral secular”. El Sr. Adler trata las historias homéricas con más gracia y simpatía, y con una violación menos despiadada, de lo que hace con las de la Biblia; pero aquí de nuevo trazamos la debilidad inicial de la moral “secular”. La Odisea y la Ilíada son poemas religiosos o no son nada. Todo el motivo es religioso; cada incidente está dirigido sobrenaturalmente. La inspiración heroica falta por completo si no tenemos en cuenta que los personajes hacen y sufren con valor y fortaleza superlativos, sólo porque quisieron hacer y sufrir, en todas las cosas, la voluntad de los dioses. La aquiescencia de la voluntad con lo que adivinaron, aunque oscuramente, de la voluntad divina, es la cualidad verdaderamente inspiradora de los héroes homéricos; y aquí, tanto como en la enseñanza de la moral bíblica, la ética “secular” está en falta.

Lecciones sobre el deber.  La tercera sección de la obra del Sr.

Adler consiste en lecciones sobre el deber. Aquí también tenemos excelentes consejos y deliciosas ilustraciones. El maestro debe dar siempre por sentado el hábito moral. Nunca debe dar a entender a sus alumnos que él y ellos van a examinar si, por ejemplo, está mal o no pegar. El mandamiento contra la mentira se da por sentado, y su obligación se reconoce desde el principio”. Estamos totalmente de acuerdo con esto, y especialmente nos gusta el uso aparentemente inadvertido de la palabra “mandamiento”, que concede todo el asunto en cuestión, es decir, que la idea del deber es relativa y depende de una Autoridad suprema e íntima, que abarca los pensamientos del corazón y los asuntos de la vida.

Incitando a un niño a aprender. La historia de Hillel, como ilustración del deber de adquirir conocimientos, es muy encantadora, y es profundamente interesante para el psicólogo, ya que ilustra que un deseo naturalmente implantado de conocimiento es uno de los resortes de la acción en el pecho humano. Los motivos que se proponen para buscar el conocimiento son pobres e inadecuados: tener éxito en la vida, ganar estima, satisfacerse a sí mismo, e incluso ser capaz, posiblemente, de beneficiar a otros, no son en absoluto motivos convincentes para el alma. El niño, a quien se anima a aprender, porque aprender es su deber particular en ese estado o vida a la que Dios ha querido llamarle, tiene el más fuerte de los motivos concebibles, en el sentido de que está rindiendo lo que le exige la Autoridad Suprema.

Esta nota de debilidad recorre todo el tratamiento del tema. Se

supone que el hombre que se ahoga se aconseja a sí mismo “ser valiente, porque como ser humano eres superior a las fuerzas de la Naturaleza, porque hay algo en ti -tu ser moral- sobre lo que las fuerzas de la Naturaleza no tienen poder, porque lo que te suceda en tu carácter privado no es importante; pero es importante que hagas valer la dignidad de la humanidad hasta el último aliento”. Esto se lee bastante bien; pero ¡cuánto más fina es la actitud del hombre que lucha varonilmente por salvar la vida que Dios le ha dado!

Valor moral del adiestramiento manual. El capítulo sobre la influencia del adiestramiento manual es digno de consideración. La frase final dice: Es un pensamiento alentador y alentador que el trabajo técnico, que es la fuente de nuestro engrandecimiento material, pueda también convertirse, cuando se emplea en la educación de los jóvenes, en el medio de engrandecer su hombría, acelerar su intelecto y fortalecer su carácter”.

He tomado la obra del Sr. Adler tan a fondo porque es uno de los intentos más serios y exitosos que conozco de presentar un curso graduado de ética adecuado para niños de todas las edades. Aunque discrepo con el autor en el importantísimo punto de las sanciones morales, recomiendo la obra a los padres. El padre cristiano seguramente presentará el pensamiento de la Ley en conexión con un Dador de la Ley, y complementará las  mil sugerencias valiosas que encontrará aquí con su propia firme convicción de que el “Debe” es del Señor Dios.

Enseñanzas morales descuidadas. Pero incluso el niño cristiano sufre de lo que podría llamarse una enseñanza moral descuidada. Los defectos del bien son una fuente de dolor y sorpresa tanto para el moralista como para el alma cristiana que tanto se esfuerza y que a menudo falla. Se puede admitir que la tentación y el pecado son inseparables de nuestra condición actual; pero que un cristiano sincero y ferviente sea habitualmente culpable de faltar al candor, a la franqueza, a la justicia con los caracteres y opiniones de los demás, que sea destemplado en la censura y, nos atreveríamos a decir, mezquino en la crítica, posiblemente se deba, no a la falible naturaleza humana, sino a una educación defectuosa.

Importancia de la Instrucción Ética. La idea ética nunca ha sido justa y completamente presentada a la mente en estos puntos vulnerables. El hombre es incapaz de dar la debida importancia a las opiniones de otro, porque el niño no ha sido instruido en el deber de la franqueza. No cabe duda de que una instrucción cuidadosa, metódica y ética, con abundantes ilustraciones y, no hace falta añadir, inspirada por el pensamiento “Dios lo quiere”, debería, si tal instrucción pudiera generalizarse, tener un efecto apreciable en la elevación del carácter nacional. Por lo tanto, saludamos con gratitud tal contribución a la ética práctica de la guardería y el aula escolar como la obra del Sr. Adler sobre la instrucción moral de los niños.

Capítulo XII. Fe y deber (reseña): pretensiones de la filosofía como instrumento de la educación

El pensamiento educativo inglés tiende al naturalismo. Desde que Locke estableció una escuela de pensamiento educativo, basada en la filosofía inglesa, nuestra tendencia ha sido exclusivamente hacia el naturalismo, si no hacia el materialismo; con exclusión de un elemento en la educación, la fuerza de la idea.

[El  naturalismo  rechaza  toda  explicación  sobrenatural  de  los fenómenos].

Madame de Staël tiene un pasaje notable concerniente a esta tendencia en la  filosofía inglesa que,    aunque no estemos dispuestos a admitir sus conclusiones todos en conjunto, debería ciertamente hacernos reflexionar, y llevarnos a considerar si no deberíamos sabiamente modificar las tendencias de nuestro pensamiento nacional abriéndonos a las influencias extranjeras.

Madame de Staël acerca de Locke. “Hobbes tomó al pie de la letra la filosofía que sostenía que todas nuestras ideas son impresiones de los sentidos; no temía en lo más mínimo las consecuencias de ello. Decía de corazón que el alma estaba sometida a la necesidad como la sociedad lo está al despotismo. El culto de todos los sentimientos elevados y puros está tan consolidado en Inglaterra por las instituciones políticas y religiosas, que las especulaciones espirituales giran alrededor de estas imponentes columnas sin tambalearse jamás. Hobbes tuvo, pues, pocos partidarios en su país. La influencia de Locke fue más universal, pues su carácter era más moral y religioso, no se permitió razonamientos corruptores que derivaban necesariamente de la metafísica; y la mayoría de sus compatriotas al adoptarla tuvieron, como él, la noble inconsecuencia de separar los resultados de los principios, mientras que Hume y los filósofos franceses, después de haber admitido el sistema, lo aplicaron de una manera mucho más lógica.”

“La  metafísica  de  Locke  no  tuvo  otro  efecto  en  las  mentes  de Inglaterra, que el de empañar un poco su originalidad natural, aunque secara la fuente del gran pensamiento filosófico, no supo destruir el sentimiento religioso, que tan bien sabe tratar; pero esta metafísica recibida en el resto de Europa, Alemania exceptuada, fue una de las causas principales de la “inmoralidad”, de la que se hizo una teoría para mejor asegurar la práctica.”

Nuestros esfuerzos educativos carecen de un objetivo definido Es bueno que reconozcamos la continuidad del pensamiento educativo inglés, y percibamos que tenemos en Spencer y Bain a los descendientes lineales de los filósofos anteriores. Probablemente la principal fuente de debilidad en nuestro intento de formular una ciencia de la educación es que no percibimos que la educación es el resultado de la filosofía. Nos ocupamos del asunto e ignoramos la fuente. De ahí que nuestros esfuerzos carezcan de continuidad y de un objetivo definido. Nos contentamos con recoger una sugerencia aquí, un consejo práctico allá, sin preocuparnos siquiera de considerar cuál es ese esquema de vida del que tales consejos y sugerencias son el resultado.

Estamos al borde del caos . La traducción del Sr. Greenstreet de la notable obra del Sr. Fouillée [La educación desde un punto de vista nacional] no debería dejar de tener su efecto sobre las cuestiones candentes del momento. Como bien dice el traductor en su prefacio: “El espíritu de reforma está en el aire; la cuestión de la permanencia del griego en las universidades no es más que una onda de la gran ola que parece dispuesta a estallar sobre nosotros y a borrar los rasgos característicos de nuestro sistema nacional de educación… Un vistazo a las diversas formas de los sistemas educativos que existen en Europa y América es suficiente para revelar al ojo observador lo cerca que estamos del borde del caos”.

Pero también en la agonía de una Revolución Educacional. Estas son palabras de perspicacia y sabiduría, pero no desesperemos como si el fin de todas las cosas estuviera cerca. La verdad es que estamos en la agonía de una revolución educativa; estamos saliendo del caos en lugar de estar a punto de sumergirnos en él; estamos empezando a reconocer que la educación es la ciencia aplicada de la vida, y que realmente tenemos material existente en la filosofía de las épocas y la ciencia del día para formular un código educativo que nos permita ordenar la vida de nuestros hijos y regular la nuestra.

No necesitamos aspirar a un código completo y exhaustivo de leyes educativas. Esto nos llegará debidamente cuando la humanidad se haya, por así decirlo, realizado a sí misma. Mientras tanto, tenemos suficiente con lo que seguir adelante si nos lo creemos. Lo que tenemos que hacer es reunir y ordenar nuestros recursos; poner lo primero en primer lugar y todas las cosas en secuencia, y ver que la educación no es ni más ni menos que la aplicación práctica de nuestra filosofía.

Por lo tanto, para que nuestro pensamiento educativo sea sólido y eficaz, debemos mirar a la filosofía que lo sustenta, y debemos estar en condiciones de remontar cada consejo de perfección  para la educación de los niños a una u otra de las dos escuelas de filosofía de las que debe ser necesariamente el resultado.

¿Es nuestro sistema de educación necesariamente un asunto de Naturalismo o Idealismo?. ¿Es nuestro sistema de educación necesariamente un asunto de naturalismo o idealismo, o existe en realidad un camino intermedio? Esta es prácticamente la pregunta que el Sr. Fouillée se propone responder con espíritu de pedagogo filosófico. Examina sus premisas y extrae sus deducciones con un candor, una cultura y una perspicacia filosófica que suscitan la confianza del lector. No cabe duda de que es de la misma opinión que el árbitro de un partido de cricket, que dice que hay que ser justo con los dos bandos, inclinándose un poco por el propio. Fouillée se decanta por la cultura clásica frente a la científica. Pero no es un mero partidario; tiene razones filosóficas para la fe que tiene, y su exploración de la cuestión de la educación nacional está lleno de instrucción e inspiración para el padre reflexivo, así como para el maestro de escuela.

El punto de vista ético en la educación . M. Fouillée da en su preámbulo una clave para su tratamiento del tema. Dice:

“En ésta, como en todas las grandes cuestiones de filosofía práctica, Guyau ha dejado su huella. . . . Ha tratado la cuestión desde el punto de vista más elevado, y la ha tratado en forma estrictamente científica.

Dados los méritos y defectos hereditarios de una raza, ¿hasta qué punto podemos modificar la herencia existente por medio de la educación para una nueva herencia’. El problema es nada menos que éste. No se trata simplemente de la instrucción de los individuos, sino de la conservación y mejora de la raza. La educación debe, pues, basarse en las leyes fisiológicas y morales de la cultura de las razas . . . Lo étnico es el verdadero punto de vista. Por medio de la educación debemos crear tales tendencias hereditarias que sean útiles a la raza tanto física como intelectualmente.”

  1. Fouillée comienza por el principio. Examina el principio de selección y demuestra que es un principio operativo, no sólo en la vida animal, sino también en la intelectual, estética y moral. Demuestra que existe lo que podría llamarse selección psicológica, según cuyas leyes las ideas más aptas gobiernan el mundo; y es a la luz de esta verdad, de la selección natural de las ideas y de su enorme fuerza, que examinará la controvertida cuestión de los temas y métodos de la educación.

No se ha intentado unificar la educación. M.Fouillée se queja con justicia de que no se ha intentado armonizar o unificar la educación en su conjunto en ninguna nación civilizada. La controversia gira en torno a cuestiones bastante secundarias: si la educación debe ser literaria o científica, y si deben enseñarse las lenguas antiguas o modernas. Pero la ciencia y la literatura no cubren todo el campo. Nuestro autor introduce un nuevo candidato. Dice:

“En  este  volumen  nos  preguntaremos  si  el  vínculo  entre  la

ciencia y la literatura no se encuentra en el conocimiento del hombre, de la sociedad, de las grandes leyes del universo, es decir, en la moral, las ciencias sociales y la estética, en una palabra, en la filosofía”.

Pretensiones de la filosofía como agente educativo. He aquí la esencia de la enseñanza que nos hemos esforzado por promover en la Unión de Padres y en sus diversos organismos. “El estudio apropiado de la humanidad es el hombre”, es uno de esos “pensamientos más allá de su pensamiento” que los poetas iluminan; y puedo agregar mi testimonio personal al hecho de que bajo ningún otro estudio con el que estoy familiarizado es posible rastrear tal expansión casi visible de la mente y el alma  en el joven estudiante como en este de la filosofía.

Una línea de pensamiento peculiarmente interesante y original,

trabajada muy completamente en este volumen, es que así como el niño con una inclinación individual debe tener esa inclinación alentada y “educada”, lo mismo ocurre con una nación:

“Si  la  ciencia  social  rechaza  toda  interpretación  mística  del

espíritu común que anima a una nación, no rechaza de ningún modo la conciencia reflejada o la adivinación espontánea, que posee toda nación, de las funciones que le han sido confiadas”.

Una nación debe ser educada para sus funciones apropiadas. He aquí una sugerencia muy fructífera. Pensemos en la  idoneidad de un esquema de formación física, intelectual y moral, basado en nuestro ideal del carácter inglés y del destino  de la nación inglesa.

El capítulo sobre “El poder de la educación y de las ideas fundamentales — Sugerencias — Herencia” es muy valioso, ya que utiliza una nebulosa flotante de intuiciones, que están llegando a nosotros en relación con las cien y una maravillas hipnóticas del día. M. Fouillée sostiene que…

“El poder de la instrucción y de la educación, negado por unos y exagerado por otros, no siendo otra cosa que el poder de las ideas y de los sentimientos, es imposible ser demasiado exacto para determinar de entrada la extensión y los límites de esta fuerza. Este problema psicológico es el fundamento de la pedagogía”.

  1. Fouillée hace caso omiso de la base fisiológica de la educación. En una palabra, M. Fouillée regresa audazmente a la filosofía platónica; la idea es para él todo en todo, en filosofía y educación. Pero vuelve con las manos vacías. La ola del naturalismo, ahora quizás en reflujo, no le ha dejado ni restos ni despojos, salvo fragmentos varados de la teoría darwiniana. Ahora bien, es a esta ola de pensamiento, materialista, como se quiera, a la que debemos el descubrimiento de la base fisiológica de la educación.

Mientras creímos que el pensamiento era puramente volátil, incapaz de impactar sobre la materia, o de ser actuado por la materia, nuestras teorías de la educación eran necesariamente vagas. No podíamos atrapar a nuestro Ariel; ¿cómo, entonces, podíamos educarlo? Pero ahora, los fisiólogos nos han enseñado que nuestro maldadoso duendecillo se apoya con las puntas de los dedos de los pies, al menos, en tierra firme; es más, su punto de apoyo no es tan leve como para dejar tras de sí huellas, una impresión en ese dominio de lo físico en el que nos sentimos un poco como en casa. Los pensamientos impalpables que pensamos dejan su huella en la sustancia bastante palpable del cerebro; establecen, según nos dicen los fisiólogos, conexiones entre las células nerviosas de las que se compone ese órgano; de hecho, para abreviar, el cerebro “crece para los usos que se le dan más temprana y constantemente”. Este hecho abre una función de la educación que M. Fouillée apenas toca, la función más importante de la formación de hábitos físicos, intelectuales y morales. Como bien se ha dicho: “Siembra un acto, cosecha un hábito; siembra un hábito, cosecha un carácter; siembra un carácter, cosecha un destino”. Y una gran función del educador es asegurar que los actos se siembren tan regular, resuelta y metódicamente que el niño coseche los hábitos de la buena vida, en el pensar y en el hacer, con el mínimo esfuerzo consciente.

Las Moralidades Menores se convierten en Cuestiones de Hábito. Apenas estamos comenzando a descubrir cuán beneficiosas son las leyes que gobiernan nuestro ser. Educad al niño en hábitos correctos y la vida del hombre discurrirá en ellos, sin el desgaste constante del esfuerzo moral de la decisión. Una, dos, tres veces al día, todavía tendrá, sin duda, que elegir entre lo más elevado y lo menos elevado, entre lo mejor y lo menos bueno. Pero todas las moralidades menores de la vida pueden hacerse habituales para él. Ha sido educado para ser cortés, rápido, puntual, ordenado, considerado; y practica estas virtudes sin esfuerzo consciente. Es mucho más fácil comportarse de la manera a la que está acostumbrado que crear una nueva línea de conducta. Y esto es así, porque se ha ordenado bondadosa y misericordiosamente que haya un registro físico y una adaptación como resultado de nuestros esfuerzos educativos, y que la enorme tensión del esfuerzo moral nos sobrevenga sólo ocasionalmente. “Siembra un  hábito, cosecha un carácter”; es decir, la formación de hábitos es uno de los principales medios por los que modificamos la disposición hereditaria original del niño hasta que se convierte en el carácter del hombre.

La idea que inicia un hábito. Pero incluso en este trabajo fisiológico, la fuerza espiritual de la idea tiene su papel. Porque un hábito se crea siguiendo una idea inicial con una larga secuencia de actos correspondientes. Le cuentas a un niño que el Gran Duque dormía en una cama tan estrecha que no podía darse la vuelta, porque, decía, “cuando quieras darte la vuelta es hora de levantarse”. El niño no quiere levantarse por la mañana, pero quiere ser como el héroe de Waterloo. Se le estimula a actuar sobre esta idea día tras día durante un mes más o menos, hasta que se forma el hábito, y es tan fácil como no levantarse a tiempo.

¿Puede el espíritu actuar sobre la materia?. Las funciones de la educación pueden definirse a grandes rasgos como dos: (a) la formación de hábitos; (b) la presentación de ideas. La primera depende, mucho más de lo que creemos, de procesos fisiológicos.

La segunda es puramente espiritual en su origen, método y resultado. ¿No es posible que aquí nos encontremos ante el  punto de encuentro de las dos filosofías que han dividido a la humanidad desde que los hombres empezaron a reflexionar sobre sus pensamientos y maneras de actuar? Ambas son correctas; ambas son necesarias; ambas tienen su plena actividad en el desarrollo de un ser humano en su mejor momento. El quid del pensamiento moderno, como de hecho de todo pensamiento profundo, es: ¿Es concebible que lo espiritual tenga algún tipo de impacto sobre lo material? Todos los problemas, desde la educación de un niño pequeño hasta la doctrina de la Encarnación, giran en torno a este punto. Concibe esta posibilidad y todo está claro, desde las maravillas ilícitas resultantes de la sugestión hipnótica hasta los milagros de nuestra fe. Se hace posible, aunque no fácil, creer lo que se nos dice, que, por un esfuerzo de apasionada concentración de pensamiento y sentimiento los devotos han llegado a la figura de los estigmas en manos y pies. Con esta clave nada es imposible para nuestra fe; todo lo que pedimos ya tiene su precedente. Y, después de todo, esta interacción de fuerzas es la más común y cotidiana de nuestras experiencias. ¿Qué es sino el impacto del espíritu sobre la materia que escribe sobre el rostro de la carne ese registro de carácter y conducta que llamamos semblante? Y no sólo en el rostro; el que no puede leer bastante bien a un hombre desde una vista de espaldas es un alumno mediocre en la sabiduría de la naturaleza humana. El escultor conoce el truco. Hay una estatua del difunto Príncipe Consorte en Edimburgo en la que grupos representativos rinden homenaje al Príncipe. Colócate de modo que puedas ver la espalda de cualquiera de ellos y los hombros de erudito, soldado, campesino, artesano, cuentan inequívocamente la historia de sus distintas vidas. ¿Qué es esto sino la impresión del espíritu sobre la materia?

No hay camino intermedio abierto. De todos modos, estamos afrontando un dilema. No hay un camino intermedio abierto para nosotros. Los fisiólogos han dejado absolutamente claro que el cerebro se ocupa del pensamiento. Es más, que el pensamiento puede continuar sin ninguna voluntad por parte del pensador. Más aún, que gran parte de nuestro mejor trabajo en arte y literatura es el resultado de lo que se llama cerebración inconsciente. Ahora, debemos admitir una de dos cosas. O bien el pensamiento es un proceso del cerebro material, un “modo de movimiento” más, como sostienen los materialistas, o bien el cerebro material es el agente del pensamiento espiritual, que actúa sobre él, digamos, como los dedos de un músico sobre las teclas de su instrumento. Si reconocemos esto, la cuestión queda resuelta. El impacto de lo espiritual sobre lo material es un hecho aceptado.

La Individualidad de los Niños está Salvaguardada. Como hemos tenido ocasión de decir antes, en esta gran obra de la educación a los padres y a los maestros sólo se les permite jugar un papel subordinado después de todo. Se puede llevar el caballo al agua, pero no se le puede obligar a beber; y se pueden presentar a la mente del niño ideas de lo más conveniente, pero no se sabe en absoluto cuáles aceptará y cuáles rechazará. Y es muy bueno para nosotros que esta salvaguarda de su individualidad esté implantada en el pecho de cada niño. Nuestra parte es asegurarnos de que su bandeja educativa se reponga constantemente con ideas adecuadas e inspiradoras, y luego debemos dejar que sea el propio apetito del niño el que tome lo que quiera, y tanto como necesite. Debemos tener cuidado con una cosa. El menor síntoma de hastío, especialmente cuando las ideas que presentamos son morales y religiosas, debe tomarse como una seria advertencia. La persistencia por nuestra parte justo en ese momento puede acabar con que el niño no vuelva a sentarse gustosamente ante ese plato.

Importancia de las ideas sobresalientes. Las propias limitaciones que vemos a nuestras facultades en este asunto de presentar ideas, deben hacernos más ansiosamente cuidadosos en cuanto a la naturaleza de las ideas que se presentan ante nuestros niños. No nos contentaremos con que aprendan geografía, historia, latín, etc., sino que preguntaremos qué ideas sobresalientes se presentan en cada uno de esos estudios y cómo afectarán esas ideas al desarrollo intelectual y moral del niño. Es decir, estaremos dispuestos a examinar con calma y seriedad la cuestión de la educación tal como la presenta M. Fouillée. Probablemente diferiremos de él en muchas cuestiones de detalle, pero lo más probable es que nos inclinemos a estar de acuerdo con su conclusión de que, no una materia de mera utilidad, sino la ciencia moral y social, transmitida por medio de la historia, la literatura u otros medios, es la única asignatura que no podemos dejar fuera del plan de estudios de “un ser que respira aliento reflexivo”.

Las tablas de estudios que figuran en el Apéndice son de gran

valor. Cada tema se trata desde lo que podría llamarse el punto de vista ideal.

Un espíritu científico. “Dos cosas son necesarias. En primer lugar, debemos introducir en el estudio de cada ciencia el espíritu y el método filosóficos, los puntos de vista generales, la búsqueda de los principios y conclusiones más generales. Luego debemos reducir las diferentes ciencias a la unidad mediante una sólida formación filosófica, que será tan obligatoria para los estudiantes de ciencias como para los de letras. . . Las verdades científicas, decía Descartes, son batallas ganadas; describid a los jóvenes la principal y más heroica de estas batallas; así les interesaréis por los resultados de la ciencia, y desarrollaréis en ellos un espíritu científico por medio del entusiasmo por la conquista de la verdad; les haréis ver el poder del razonamiento que ha conducido a los descubrimientos en el pasado, y que volverá a hacerlo en el futuro.

Qué interesantes podrían ser la aritmética y la geometría si hiciéramos una breve historia de sus principales teoremas; si el niño asistiera mentalmente a los trabajos de un Pitágoras, un Platón, un Euclides, o en los tiempos modernos de un Viète, un Descartes, un Pascal o un Leibnitz. Las grandes teorías, en lugar de ser abstracciones sin vida y anónimas, se convertirían en verdades humanas y vivas, cada una con su propia historia, como una estatua de Miguel Ángel, o como un cuadro de Rafael.”

Capítulo XIII. Fe y deber (reseña): el hombre vive de la fe, hacia Dios y hacia el hombre

Las cosas “sagradas” y las cosas “seculares”, una clasificación irreligiosa. Hay una pequeña resistencia involuntaria en nuestras mentes a cualquier enseñanza que incluya los aspectos profundos de nuestra fe dentro de la esfera de las leyes que gobiernan nuestro desarrollo como seres humanos. Preferimos que la relación entre Dios y el alma, en la que se encuentra nuestra vida, sea totalmente «sobrenatural»; aparte de las leyes comunes de la vida, arbitrario, inexplicable, opuesto a la razón. Si erramos en esto, es en reverencia en lo que erramos. Nuestro pensamiento puede ser pobre e inculto, pero todo nuestro deseo es santificar el Nombre divino, y no conocemos otro modo de aislarlo. Pero, aunque erramos en reverencia, erramos, y en el mundo espiritual, como en el natural, el motivo no expía el acto. A través de esta concepción errónea de nuestras relaciones con Dios, perdemos el sentido de unidad en nuestras vidas. Nos damos cuenta de una clasificación totalmente antinatural e irreligiosa entre cosas sagradas y cosas seculares. No en todas las cosas somos uno con Dios. Hay vidas hermosas en las que no hay rastro de esta separación, cuyos objetivos se limitan a las cosas que llamamos sagradas. Pero muchas personas reflexivas y serias sienten la necesidad de una concepción de la relación divina que abarque toda la vida humana, que haga que el arte, la ciencia, la política, todas esas preocupaciones y pensamientos de los hombres que no son rebeldes, sean también sagrados, ya que todos están comprometidos con la salvación de Dios.

Cada hombre desarrolla su propia filosofía. Nuestro pensamiento religioso, como nuestro pensamiento educativo, es el resultado de nuestra filosofía, mucho más de lo que imaginamos. Y no pensemos que la filosofía no es para el conjunto de los hombres en general, sino sólo para unos pocos. Al contrario, no hay alma viviente que no desarrolle su propia filosofía de la vida, aquella que se apropia del pensamiento corriente de su tiempo, modificado por sus propias experiencias. Sería interesante trazar el efecto de las dos grandes escuelas filosóficas sobre el pensamiento religioso: la idealista y la naturalista; pero eso está más allá del poder del escritor, y más allá de nuestro propósito aquí; debemos limitarnos a lo que es inmediatamente práctico. El quid de la cuestión en nuestros días es que, estando en auge la filosofía naturalista, y siendo las cosas de nuestra religión totalmente idealistas, muchas naturalezas nobles se rebelan, sintiendo que no pueden aceptar honestamente como verdad lo que se opone a la razón humana. Otros, para quienes su fe religiosa es lo primero, pero que todavía están en contacto con el pensamiento y los descubrimientos del día, afectan sólo una media parte del compromiso consigo mismos, y dicen que hay ciertas cuestiones que no examinarán; los asuntos seculares sólo están abiertos a  un escrutinio inquisitivo. Ahora bien, no se trata, como oímos tan a menudo, de que los tiempos estén desfasados, de que el cristianismo está en decadencia, de que haya un antagonismo inherente entre los hechos de la vida natural y los hechos de la vida espiritual. Es nuestra propia filosofía la que necesita de un ajuste. De alguna manera hemos conseguido desenfocar la vida; hemos partido de ideas iniciales falsas, y hemos tomado las inferencias lógicas de éstas por verdades esenciales. No hemos percibido que la incumbencia de los poderes de razonamiento no es con la verdad moral o espiritual, o incluso con lo que llamamos hechos, sino que es, simplemente, con las inferencias lógicas de cualquier premisa aceptada por la mente.

Todo intercambio de ideas pertenece al reino de las ideas. En nuestro estudio de la Educación de M. Fouillée desde un punto de vista nacional, hicimos algún intento de mostrar que los dos esquemas de la filosofía, que hasta ahora han dividido el mundo, lo han hecho porque ambos tienen razón, y ninguno es exclusivamente correcto. Materia y espíritu, fuerza e idea, trabajan juntos en la evolución del carácter. El cerebro, de alguna manera, deja constancia material de aquellas ideas que inspiran la vida. Pero el cerebro no origina esas ideas. Son espirituales en su naturaleza, y se transmiten espiritualmente, ya sea por medio de la página impresa, la mirada de un ojo, el toque de una mano, o en ese santo misterio de la inspiración del Espíritu Divino, del que no podemos decir de dónde viene ni a dónde va. Una vez que reconocemos que todos los pensamientos infundidos y las palabras que arden son por naturaleza espirituales, y apelan a lo espiritual dentro de nosotros -que, de hecho, todo el intercambio de pensamientos y sentimientos pertenece al reino de las ideas, transmitidas espiritualmente-, los grandes misterios de nuestra religión dejan de estar  apartados de nuestras experiencias comunes. Si el amigo que se sienta a nuestro lado trata con nosotros, espíritu con espíritu, por medio de un rápido intercambio de ideas, ¿es difícil creer que así es el trato entre el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre? Cuanto más perfecta es la simpatía entre las almas humanas, menos necesidad hay de palabras habladas. Qué fácil es pasar de esto al pensamiento de la más íntima y dichosa de todas las relaciones, la conversación entre el alma devota y su Dios.

Es evidente y natural que el Padre de los espíritus tenga libre acceso a los espíritus de los hombres. Nada puede ser más evidente, real, natural y necesario, que el hecho de que el Padre de los espíritus tenga abierto tan íntimo acceso a los espíritus de los hombres y que converse con ellos.

¿Quién me dará, Señor, que te halle solo para abrirte todo mi corazón?

«…sino que Tú solo me hables, y yo a Ti, como se hablan dos que mutuamente se aman, o como se regocijan dos amigos entre sí?» Este es siempre el anhelo del alma devota. Este anhelo que continua hacia la comunión más íntima, hablada o no, es la oración de la fe. Una imaginación vana y aficionada, dice el escéptico, engendrada del corazón, como cuando Narciso se enamoró de su imagen reflejada. ¿Qué podemos responder? Nada. Aquel que no percibe que ama en su hermano, no en la forma material, sino el ser espiritual del que esta forma es una expresión, ¿cómo puede comprender que el Espíritu de Dios atraiga con irresistibles llamados el espíritu del hombre, que es en verdad el hombre entero? Porque, después de todo, ¿qué es el cuerpo sino la vestidura que el espíritu moldea para sus usos?

La tolerancia condescendiente se propaga en muchas mentes. Aceptar el aspecto exterior e ignorar la realidad espiritual es el  camino más fácil. Decir que la oración se arroja al aire, como un niño lanza su cometa, sólo para descender de nuevo; decir que los hombres son criaturas de las circunstancias, sin el poder para determinar su propio destino; que esta creencia y aquella son verdades iguales, y que la adoración de Cristo o de Buda es un mero asunto del clima y sus condiciones; esta tolerancia condescendiente se propaga en muchas mentes.

Thackeray sobre la actitud condescendiente y escéptica. «¿Y hacia qué conduce al hombre esta vida condescendiente y escéptica? … ¿A qué, decimos, conduce este escepticismo? Lleva al hombre a una soledad y un egoísmo vergonzosos, tanto más vergonzosos en cuanto se encuentra de buen humor, despreocupado y sereno. ¡Conciencia! ¿Qué es la conciencia?

¿Por qué aceptar el remordimiento? ¿Qué es la fe pública o privada? Fábulas por igual envueltas en una enorme tradición.

Si, viendo y reconociendo las mentiras del mundo, Arturo, como las ves con una claridad demasiado fatal, te sometes a ellas sin más protesta que una risa; si, sumido tú mismo en una fácil sensualidad, permites que todo el desdichado mundo pase gimiendo a tu lado impasible; si la lucha por la verdad está teniendo lugar, y todos los hombres de honor están en el suelo armados de un lado o del otro, y sólo tú pretendes tumbarte en tu balcón y fumar tu pipa fuera del ruido y del peligro, más te valdría haber muerto, o no haber existido nunca, que ser un cobarde tan sensual…».

El hombre vive de la fe, hacia Dios y hacia el hombre. Eleven Sermons on Faith del canónigo Beeching [Once sermones sobre la fe] contrastan refrescantemente con este tipo de saduceísmo moderno. En su opinión, la fe no es mística, sobrenatural, un desarrollo excepcional; sino la base común de nuestras relaciones mutuas. El crédito, la confianza, la fiabilidad, el marco de la sociedad, descansa sobre ellos. «No puedo fiarme de ti»:

¿qué peor cosa podemos decirnos unos a otros? La ley reconoce el derecho de todo hombre a la confianza de sus semejantes, y considerará a un hombre inocente hasta que se demuestre su culpabilidad. Todos nuestros sistemas comerciales y bancarios, qué son sino enormes sistemas de crédito, y sólo uno de cada cien, o uno de cada mil, falla en sostener este crédito. La vida familiar y social se basa en otro tipo de crédito, llamémosle crédito moral, y sólo uno de cada cien o uno de cada mil pierde la confianza. Si solo uno aquí o allá da ocasión a los celos, la desconfianza, la sospecha, muestra como la excepción confirma la regla. En sus relaciones con los hombres, el hombre vive del crédito; en sus relaciones con Dios, el hombre vive de la fe. Usemos la misma palabra en ambos casos, y digamos que el hombre es un ser espiritual, y en todas sus relaciones, hacia Dios o hacia el hombre, vive por fe. ¡Qué sencilla y fácil resulta la fe!

La fe es la simple confianza de las personas en una Persona. Pero el Reino de Dios viene sobre nosotros con poder. Rompamos esta barrera fútil de la carne; percibamos que nuestras relaciones entre nosotros son las relaciones de espíritu con espíritu, y que las palabras habladas y escritas no son más que los signos exteriores y visibles de las ideas transmitidas espiritualmente, y cuán inevitable, incesante, omnímoda, se hace la presencia de Dios en torno a nosotros. La fe es, pues, la simple confianza de la persona en la Persona. Nos damos cuenta con gozo temeroso de que Él está en nuestro camino y en nuestro lecho, y nos señala todos los caminos, no con el ojo austero de un juez, sino con la mirada cariñosa, aunque crítica, de un padre. Qué fácil es, entonces, comprender la relación incesante y siempre inspiradora del Espíritu Divino con el espíritu del hombre; cómo, mañana tras mañana, despierta también nuestro oído; cómo Su inspiración e instrucción vienen en la dirección y en el grado en que el hombre es capaz de recibirlas. Ya no es un enigma para nosotros que el salvaje no instruido muestre dulces rasgos de piedad y generosidad, «porque su Dios le instruye y le enseña». No nos confundimos cuando oímos hablar de un hombre justo que levanta su rostro al cielo y dice: “Dios no existe”; porque sabemos que Él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y que la medida justa de luz y guía moral que un hombre se dispone a recibir le es dada gratuitamente. Puede cerrar los ojos y decir: «No hay sol», pero no por ello deja de recibir calor, alimento y consuelo de la luz que niega. Esta es la fe en la que queremos educar a nuestros hijos, este sentido fuerte y apasionado de la querida cercanía de nuestro Dios; firmes en esta convicción, las controversias del día nos interesarán, pero no nos instruirán, porque estamos al otro lado de toda duda una vez que conocemos a Aquel en quien hemos creído.

La fe, un saber del alma que exige estudio. La fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios. Avanzamos en esta ciencia del alma sólo en la medida en que la hacemos nuestro estudio; y todos los que tenemos a nuestro cargo la educación de los hijos debemos agradecer toda palabra de ayuda y perspicacia que abra nuestros ojos a las realidades que se disciernen espiritualmente. Desde este punto de vista, los padres se alegrarán de leer y reflexionar sobre los sermones que tenemos ante nosotros. El pensamiento profundo se transmite en un lenguaje de gran sencillez y pureza. Los sermones están escritos desde el punto de vista del pensamiento actual, no son para nada emotivos, ni siquiera exhortatorios, pero son muy fortalecedores y refrescantes. Uno lee y sigue su camino regocijándose en un fuerte sentido de la realidad de las cosas invisibles. Tal vez este resultado se deba a la presentación que hace el Sr. Beeching de la naturaleza de la fe.

La naturaleza de la fe. «Es notable que mientras nuestro Señor siempre está exigiendo Fe, Él no ofrece ninguna definición de la Fe que Él requiere; de modo que hay una presunción de que Él quiso decir por Fe sólo lo que los hombres ordinariamente quieren decir por ella. Y la presunción aumenta cuando se recuerda que la fe en nuestro Señor comenzó siendo fe en cualidades humanas antes de que esas cualidades fueran vistas como divinas. La fe de los Apóstoles aumentó bajo el cuidadoso entrenamiento de nuestro Señor, tanto en profundidad como en amplitud; pero entre la primera atracción que sacó (digamos) a Pedro de sus redes, y la última declaración de su adoración en las orillas de Genesaret, no hubo ruptura de continuidad. En efecto, como para asegurarnos de que la fe humana del Apóstol no se había “transformado en otra cosa” después de la Resurrección, convirtiéndose en una virtud teológica indefinida, encontramos la palabra utilizada para expresarla que, de todas las palabras que sirven para expresar la fe, es la que está más profundamente teñida de sentimiento humano: ‘Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?’. Debemos preguntarnos, por lo tanto, qué se entiende comúnmente por Fe entre hombre y hombre, y entonces podremos examinar si nuestra explicación se ajusta a los diversos grupos de pasajes de los Evangelios».

La fe no es un impulso que se origina por uno mismo. El extracto anterior del muy reflexivo e instructivo prefacio ilustra lo que queremos decir con la naturaleza de la fe; no lo que viene de sí mismo y por sí mismo, sino lo que es aceptable, apto y adecuado a nuestra naturaleza cuando y de donde quiera que llegue. «Porque», como dice el Sr. Beeching, «así como la fe no es en sí misma un impulso auto originado, sino el brote del corazón de un hombre en respuesta a la presión envolvente de los “Brazos Eternos”, así su recompensa es sentir cada vez más profundamente su sustento divino».

Los once sermones tratan de el objeto de la fe, el culto de la fe, la

justicia de la fe, el alimento de la fe, la fe nacional, el ojo de la fe, el oído de la fe, la actividad de la fe, la mansedumbre de la fe, la disciplina de la fe, la fe en el hombre.

La compasión de Cristo. En su estudio del «El objeto de la fe», el Sr. Beeching pregunta: «¿Cómo es Él, entonces; qué clase de rostro es el que brilla sobre nosotros en las páginas del Evangelio? Volvamos a ellas y veámoslo». Y leemos la historia de cómo Jesús, movido a compasión, tocó los ojos de los dos ciegos del camino que salía de Jericó. Cómo Cristo tuvo compasión de otras cosas además de las enfermedades corporales. «Cristo tiene compasión también de la ignorancia; del vagar sin rumbo de los hombres en pos de sus propios deseos, sin un Maestro a quien seguir: del cansancio de espíritu que tal vida produce». De nuevo, «Cristo tiene compasión no sólo de la enfermedad y de la ignorancia, sino también del pecado, del pecador que se arrepiente». Y leemos la historia de la mujer cuyos pecados, que eran muchos, le fueron perdonados, porque amaba mucho. También vemos el rostro de Cristo vuelto hacia aquel joven del que se dice: «Entonces Jesús, mirándole, le amó». «Compasión, pues, por el sufrimiento y la ignorancia, y por el pecador que se arrepiente, amor por el entusiasmo, esto hemos visto en el rostro de Cristo». Una mirada divina más se nos invita a contemplar: cómo el Señor se volvió y miró a Pedro. «¿Podéis imaginar con qué rostro miró nuestro Señor a Pedro, que le había negado tres veces, después de afirmar confiadamente que iría con  Él a la muerte? Ojalá ese rostro brillara sobre nosotros con cualquier reproche cuando de palabra o de obra le neguemos, para que así también nosotros podamos recordar y llorar». Cómo se eleva el corazón ante una enseñanza como ésta: la sencilla presentación de Cristo cuando caminaba entre los hombres. Bien dijo nuestro Señor: «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo». Es una lástima que Él, el todo amoroso, sea tan raramente levantado ante nuestra adoradora mirada. Tal vez, cuando nuestros maestros nos inviten a contemplar el rostro de Cristo, aprenderemos la interpretación completa de esa profunda palabra. Él atraerá a todos los hombres, porque no es posible para ningún alma humana resistirse a la belleza divina una vez que se presenta justa y plenamente a su visión.

La adoración de la fe. El sermón sobre la «Adoración de la Fe» establece que «Adorar a Cristo es inclinarse con amor, asombro y gratitud ante la bondad más perfecta que el mundo haya visto jamás, y creer que esa bondad era la imagen exacta de Dios Padre». Todos los fines y todos los ideales que no sean los fines y los ideales de Cristo, se oponen claramente a esa adoración, y el hombre que abrigue esos ideales extraños no puede llamarse cristiano. Después de estudiar la actitud del espíritu hacia Cristo que pertenece a la adoración de la fe, el resto del sermón es muy práctico. «El trabajo es adoración» es la nota clave: uno desearía que un escritor que sabe tan bien cómo llegar a los lugares recónditos hubiera aprovechado esta oportunidad para movernos a esa «adoración del corazón» que es más querida por Dios; pero, de hecho, todo el apartado tiene esta tendencia. Es bueno recordar que «el cumplimiento cabal y voluntario de cualquier deber, por humilde o elevado que sea, es como la ofrenda de incienso a Cristo, agradable y aceptable».

El sermón sobre «La justicia de la fe» es sumamente importante

e instructivo. El escritor se detiene en la «deplorable inclinación» con la que nos declaramos «miserables pecadores», combinando los «sentimientos de los fariseos en la parábola con las expresiones del publicano».

La justicia es una cierta disposición del espíritu del hombre hacia el Espíritu de Dios. «El lenguaje de Cristo acerca de la pecaminosidad del hombre está totalmente libre de vaguedades e hipérboles; cuando Él culpa, lo hace por faltas definidas que podemos apreciar, y está tan lejos de declarar que los hombres  no pueden hacer nada bueno, que asume siempre que el hombre en su propio estado de dependencia de Dios tiene el poder de hacer justicia. “Cualquiera que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. … Pero la pregunta sigue siendo: ¿Cómo, considerando nuestros defectos reales, puede Cristo hablar de nosotros como justos aquí y ahora? Esta es la pregunta en respuesta a la cual San Pablo escribió dos de sus más grandes Epístolas. Su respuesta fue que, según Cristo, un hombre es considerado justo, no por la consideración de sus obras, sino por la consideración de su fe en Dios. La justicia humana no es un veredicto sobre la suma de una vida, sino que se le atribuye a un hombre en cualquier momento a partir de una cierta disposición de su espíritu hacia el Espíritu de Dios; una disposición de confianza, amor, reverencia, la disposición de un hijo obediente hacia un buen padre… La justicia, en el único sentido en que es posible para los hombres, significa creer y confiar en Dios».

La enseñanza de estos sermones debe ser útil a los padres. No tengo espacio para tratar en detalle toda la enseñanza de este pequeño volumen inspirador; pero lo recomiendo a los padres.

¿Quiénes, como ellos, tienen necesidad de alimentar su propia vida espiritual? ¿Quiénes, como ellos, necesitan examinarse a sí mismos para ver con qué firmeza captan los misterios de nuestra fe? ¿Quiénes, como ellos, necesitan tener sus ideas sobre la relación suprema tan claras que puedan traducirse al lenguaje de los niños? Además, hemos visto que es deber del educador poner lo primero en primer lugar, y todas las cosas en secuencia; sólo una cosa es necesaria: que «tengamos fe en Dios»; liberemos nuestros pensamientos de vaguedad y nuestros caminos de variabilidad, si queremos ayudar a los niños hacia esta vida superior.

Con este fin, acogemos de buen grado la enseñanza que es más nutritiva que estimulante, y que debería proporcionar una ayuda real para «caminar sobriamente por los caminos puros del Evangelio».

Capítulo XIV. Los padres se preocupan de dar el impulso heroico

[Este capítulo visita las ideas del libro History of Early English Literature (Historia de la literatura inglesa temprana) por Stopford A. Brooke.]

La poesía heroica inspira a vivir noblemente. «Exponer, como sólo el arte puede hacerlo, la belleza y la alegría de vivir, la belleza y la bendición de la muerte, la gloria de la batalla y la aventura, la nobleza de la devoción a una causa, a un ideal, incluso a una pasión, la dignidad de la resistencia, la sagrada cualidad del patriotismo, esa es mi ambición aquí», dice el editor de Lyra Heroica en su prefacio. Todos pensamos que en la educación de los niños  debería  utilizarse  libremente  alguna  expresión  de  los

«sentimientos más sencillos, de las emociones más elementales»;

que, de hecho, la poesía heroica contiene una inspiración para la vida noble que difícilmente se encuentra en otra parte; y también somos conscientes de que sólo en la juventud de los pueblos estas emociones elementales encuentran libre expresión en la canción. Observamos nuestra propia literatura de baladas y encontramos abundante material adecuado, pero es demasiado ocasional y está demasiado poco relacionado; y así, aunque preferiríamos que los niños se impregnasen de patriotismo y heroísmo en la misma fuente, creemos que no puede hacerse.

Decimos que, para la educación de este tipo, no tenemos material verdaderamente inglés, y recurrimos a los mitos homéricos en una  u otra de las interpretaciones elegantes y vivaces que se han hecho especialmente para los niños.

Beowulf, nuestro Ulises inglés. Pero ¿y si resulta que tenemos nuestro propio Homero, nuestro propio Ulises? El Sr. Stopford Brooke ha hecho un gran descubrimiento para nosotros, los que miramos todas las cosas desde el punto de vista infantil. Posiblemente no le complacería saber que su History of Early English Literature [Historia de la literatura inglesa temprana], tan valiosa adición a la biblioteca del estudiante y del hombre de letras, se utilizara como alimento para niños. De todos modos, esto es lo que hemos deseado durante tanto tiempo. Las emociones elementales y las aventuras heroicas de los primeros ingleses puestas en verso y cuento, extrañas y misteriosas como el cuento de hadas más salvaje, pero respirando en cada línea el temperamento inglés y la virtud inglesa que contribuyen a la formación de los héroes. No es que Beowulf, el héroe del gran poema, fuera precisamente inglés, pero de donde venían los ingleses, allí vivía, y Beowulf fue adoptado pronto como héroe nacional, cuyos logros se cantaban en todos los salones.

Beowulf es Prudente y Paciente. El poema, dice el Sr. Stopford Brooke, consta de tres mil ciento ochenta y tres líneas y está dividido en dos partes por un intervalo de cincuenta años; la primera, contiene las grandes hazañas de Beowulf contra el monstruo Gréndel y su madre; la segunda, la conquista de Beowulf del Dragón y su muerte y entierro. Se nos dice que podemos reivindicar con justicia el poema como inglés, que es en nuestra lengua y sólo en nuestro país donde se conserva. El héroe Beowulf procede de padres valientes y nobles, y en él se encuentran la bondad y una audacia más que mortal. Cuando acude a Ródgar para vencer a Gréndel, oímos hablar tanto de sus sabios consejos como de su fuerza. La reina le ruega que sea amistoso en el consejo con sus hijos, diciéndole: «Sostienes tu fe con paciencia y tu fuerza con prudencia de mente. Serás un consuelo para tu pueblo y una ayuda para los héroes». Nadie, se dice, podría ordenar los asuntos más sabiamente que él. Cuando se está muriendo, en retrospección de su vida, en lo que más piensa no son sus grandes hazañas bélicas, sino su paciencia, su prudencia, su poder para mantenerse bien y evitar nuevas enemistades.

Ten paciencia con tus males. «Cada uno de nosotros debe esperar el final de la vida» -dice-; «el que pueda, que gane honor antes de morir. Eso es lo mejor para un guerrero cuando está muerto. Pero ten paciencia con tus males durante todo este día; eso espero de ti». Tal era la filosofía de este héroe, sea legendario o no, de algún siglo después de Cristo, antes de que su religión se abriera camino entre las tribus del norte.

No juré en falso. Amable como Nelson, tenía la férrea resolución de Nelson. Lo que se comprometía a hacer, lo llevaba a cabo sin pensar más que en llegar al final. El miedo le es totalmente desconocido, y parece, como Nelson, haber inspirado a sus capitanes con su propio coraje. «No juré en falso», dijo al morir; así también mantuvo su honor en la fidelidad a su señor. A pie, solo, al frente, él fue la defensa de su rey mientras le duró la vida. Mantuvo [su honor] con la misma fidelidad cuando su señor murió, y eso para su propia pérdida, porque cuando se le ofreció el reino, lo rechazó, y entrenó a Heardreg, el hijo del rey, para la guerra y el aprendizaje, lo protegió amablemente con honor, y lo vengó cuando fue asesinado. Lo mantuvo en generosidad, pues regaló todos los presentes que recibió; en cortesía, pues dio incluso a quienes habían sido groseros con él; y siempre es gentil y serio con las mujeres. Sobre todo, lo mantuvo en la guerra, pues de él se dicen estas cosas: «así hará un hombre que piensa ganar alabanzas que nunca acabarán, y no se preocupa por su vida en la batalla». Y cuando Wíglaf acude en su ayuda contra el dragón y Beowulf se ve envuelto en llamas, Wíglaf le recuerda el objetivo de toda su vida.

Empléate con toda tu fuerza. «¡Oh querido Beowulf, no dejes de hacer lo que en tiempo lejano, de joven, juraste: que nunca en tu vida querrías que en nada menguase tu fama!¡Empléate ahora con toda tu fuerza, oh valiente señor de gloriosas hazañas! ¡Yo te presto mi apoyo!» «Estas», añade Sr. Stopford Brooke, «son las cualidades del hombre y del héroe, y he creído que merecía la pena detenerse en ellas, porque representan el antiguo ideal inglés, la hombría que complacía a los ingleses incluso antes de que llegaran a Gran Bretaña, y porque en todas nuestras historias desde la época de Beowulf, durante mil doscientos años más o menos, se han repetido en las vidas de los guerreros ingleses por tierra y mar a los que honramos principalmente».

El ideal inglés. «Pero no es sólo la idea de un héroe lo que tenemos en Beowulf, es también la idea de un rey, el gobernador justo, el político sabio, el constructor de la paz, el defensor de su propio pueblo al precio de su vida, “el buen rey, el rey popular, el rey amado, el guardián de guerra de su tierra, el ganador de tesoros para la necesidad de su pueblo, el héroe que piensa en la muerte de los que navegan por el mar, el guerrero gentil y terrible, que es enterrado entre las lágrimas de su pueblo”».

Debemos  al  Sr.  Stopford  Brooke  mucha  gratitud  por  haber

puesto al alcance de los ignorantes este ideal heroico de la juventud de nuestra nación. Pero, ¿qué hemos hecho para dejar pasar mil años y más sin inspirarnos jamás en este noble ideal para dar impulso a la vida de nuestros hijos? Se puede objetar que tenemos muchos héroes ingleses: no necesitamos este gran héroe resucitado de un pasado enterrado hace mucho tiempo. De hecho, tenemos muchos héroes de los que estar orgullosos, pero de alguna manera no han sido a menudo cantados de tal manera que lleguen a los corazones de los niños y de los ignorantes.

Los niños deben estar en contacto con Beowulf . Tenemos que agradecer a Tennyson por nuestro Arturo, y a Shakespeare por nuestro Enrique V, pero imaginamos que los padres encontrarán las almas de sus hijos más en contacto con Beowulf que con cualquiera de ellos, sin duda porque las leyendas de la juventud de una nación son las páginas de la historia que más fácilmente llegan a un niño; y Beowulf pertenece a una etapa más joven de la civilización que incluso Arturo.

Esperamos que el autor de Early English Literature nos ofrezca alguna vez todo el poema traducido con especial atención a los niños, e intercalado con su propia enseñanza luminosa tal como la tenemos aquí. Lo pintoresco de la métrica empleada da una sensación de antigüedad que transporta al lector, con gran acierto, al pasado lejano del poema.

Ya hemos citado gran parte de esta Historia de la literatura inglesa antigua, pero quizá un extracto más completo dé una mejor idea de la obra y de su utilidad real para los padres. El coste de los dos volúmenes, bastante caros, se amortizaría con creces si un solo niño se sintiera estimulado a emular las cualidades heroicas que en ellos se cantan:

Acción del poema. «La acción del poema comienza ahora con el viaje de Beowulf a la costa danesa. El héroe ha oído que Rodgar, el jefe de los daneses, es atormentado por Gréndel, un monstruo devorador de hombres. Cuando los guerreros de Rodgar duermen en Hérot -el gran salón que ha construido- son apresados, despedazados y devorados. Cuando Beowulf escuchó la historia de los marineros errantes “marchar decidió, por la senda del cisne en socorro del rey, del bravo caudillo al que gente faltaba”. Sus compañeros le instaron a la aventura, y quince de ellos estaban dispuestos a luchar con él. Entre los demás había un marino que conocía los caminos del océano. Su barco estaba amarrado en la playa, bajo el alto acantilado. Entonces…

[…]      animosos los hombres

saltaron a bordo. Se arrollaban las olas, mar contra arena. Los guerreros pusieron adentro del barco            magníficas piezas, brillantes pertrechos.               Hiciéronse al mar, viaje emprendieron                  en recio navío.

Por el viento impulsado  el barco avanzó

—de espumas cubierto lo mismo que el ave— y al tiempo debido,         un día después,

el curvo navío            llegó a su destino

y los hombres de mar divisaron la costa, relucientes escollos,     altas montañas, buen litoral.            Acabóse el viaje

a través del estrecho.

Beowulf, I. 211 [Traducido al español por Luis Lerate]

«Este fue el viaje, que terminó en un fiordo con dos altos cabos en su entrada. El mismo tipo de paisaje pertenece a la tierra de la que partieron. Cuando Beowulf regresa sobre el mar, la barca gime al ser empujada. Va muy cargado; en el hueco, bajo el único mástil con la única vela, caben ocho caballos, espadas y tesoros y ricas armaduras. Se iza la vela, el viento impulsa la barca de garganta espumosa sobre las olas, hasta que ven los acantilados de Cattegat, los conocidos promontorios marinos. El viento presiona la quilla contra la arena, y el “guardián del puerto, que había mirado a lo lejos, sobre el mar, con anhelo de su regreso” -uno de los muchos toques humanos del poema- “sujeta el barco de ancha popa con cadenas de anclaje a la orilla, para que la violencia de las olas no se lleve el hermoso barco”. . . Al final de la bahía en la que navega Beowulf hay una orilla baja, en la que conduce su barco, con la proa hacia adelante. A ambos lados de la proa hay tablones; los wedras se deslizaron por la orilla, ataron sus maderos de mar y, mientras se movían, golpearon contra ellos sus escudos de batalla. Luego agradecieron a los dioses que los caminos de la guerra les hubieran sido fáciles. . . En la cresta de la colina sobre el lugar del desembarco, el guardián de la costa de los Scyldings se sentó en su caballo, y vio a los extranjeros llevar sus brillantes escudos sobre los baluartes del barco hasta la orilla. Cabalgó hacia el mar, maravillado, y agitó poderosamente en sus manos su pesada lanza, y llamó a los hombres:

“Decid quienes sois, oh gente equipada con armados de guerra que en alto navío, las olas surcando a través de los mares, llegasteis  acá.”

“Está entre vosotros el hombre más fuerte, equipado guerrero, que he visto jamás: no es un simple vasallo —le adornan sus armas— si es que no miente su digna apariencia.”

Beowulf, II. 237-247.

«Beowulf responde que es amigo de Rodgar, y viene a liberarlo  de “Gréndel, un cierto enemigo, un cruel malhechor, oculto en la noche”. Se compadece de Rodgar, anciano y bueno. Sin embargo, mientras habla, el sentido teutónico del inevitable Wyrd pasa por su mente, y no sabe si Rodgar podrá escapar alguna vez de la pena. “Si es que el destino”, dice, “consiente que tengan sus males remedio, que le vuelva la paz y encuentre un alivio en sus muchas desgracias”. El guardacostas les muestra el camino y promete vigilar su barco. La tierra se eleva desde la orilla, y ellos pasan a la cresta montañosa, detrás de la cual se encuentra Hérot’.

Nuestros ancestros gentiles — Antiguos acertijos ingleses. La historia de la literatura inglesa antigua nos lleva a otros lugares agradables. Aquí hay dos o tres muestras de las adivinanzas de los antiguos bardos, y en las adivinanzas y las sagas obtenemos imágenes muy vívidas de la vida y los pensamientos, las maneras y las palabras de los antepasados a los que estamos demasiado dispuestos a considerar “rudos”, pero que aquí se nos describen como gentiles, suaves y grandes de alma; hombres y mujeres a los que nosotros, su posteridad, bien podemos deleitarnos en honrar.

  1. Aquí está el Acertijo de la Espada de Cynewulf

Soy un maravilloso guerrero formado para la guerra; amado por mi Señor, hermosamente adornado:

De muchos colores es mi coselete, y un alambre de sujeción brilla alrededor de la gema de la muerte que me dio aquel me empuña:

Aquel que a mí, trotamundos que soy, me impulsa a la conquista.

Entonces llevo el tesoro,

frío sobre los jardines, a través del brillante día;

¡Yo, el trabajo de los herreros! A menudo quito

el aliento de los hombres con los filos de la batalla.

Me viste un rey con su tesoro y su plata; me honra en el salón,

¡no oculta ninguna palabra de alabanza! De mis caminos se jacta

Ante los muchos héroes, donde beben la hidromiel.

Me apacigua, luego me suelta de nuevo, a lo largo y ancho para que corra;

yo, el cansado de los caminos, maldito de todas las armas.

Riddle xxi.

  1. El casco habla Desgracia llevo;

¡A dondequiera que me lleve el que empuña la lanza! Sobre mí, aún en pie, golpean los torrentes (de lluvia); Granizo, el duro grano, y la escarcha me cubren

Y la nieve (voladora) cae toda sobre mí (en copos).

Riddle lxxix. 6-10.

Es innecesario decir una palabra más sobre el valor literario y la importancia de la gran obra del Sr. Stopford Brooke. «No hay nada como el cuero», y a los padres se les presentan todas las cosas de tal modo que pueden decir algo sobre la educación. He aquí un verdadero tesoro.

Capítulo XV. ¿Será posible? (reseña) : la actitud de los padres ante las cuestiones sociales

Una crisis moral. Los aspectos del gran plan filantrópico que trajo un oportuno alivio a la conciencia nacional antes de la llegada del duro invierno de 1891, están, quizás, fuera de nuestra competencia; pero tiene aspectos educativos que estamos, en cierta medida, obligados a discutir. En primer lugar, los niños de muchos hogares oyen decir «no creo que» sea posible que el leopardo cambie sus manchas. El plan del general Booth nos planteó esta cuestión con sorprendente franqueza; y lo que los niños oyen decir hoy en la mesa y junto a la chimenea sobre todos esos esfuerzos filantrópicos probablemente influirá durante toda su vida en su actitud hacia todo esfuerzo filantrópico y misionero. No sólo eso, sino que nosotros mismos, que estamos en cierta medida in loco parentis de los afligidos en mente, cuerpo o bienes, nos vemos obligados a examinar nuestra propia posición. Hasta qué punto damos, y trabajamos, por la tranquilidad de nuestra propia conciencia, y hasta qué punto creemos en la posibilidad de la restauración instantánea y total de los moralmente degradados, son cuestiones que hoy en día se nos plantean a la fuerza. Debemos estar preparados con un sí o un no; debemos tomar partido, a favor o en contra de tales posibilidades que deberían exaltar el esfuerzo filantrópico hasta convertirlo en una pasión ardiente. El hecho es que ese gran plan nos forzó a una especie de crisis moral cuyos efectos son continuamente evidentes.

Nosotros también amamos a nuestro hermano. Independientemente de que el plan nos convenza o no por su idoneidad, oportunidad y promesa, sin duda hizo una cosa: nos ha revelado a nosotros mismos, y lo ha hecho bajo una luz agradable. Nos descubrió que nosotros también amamos a nuestro hermano; que nosotros también sentimos compasión por ‘los heridos’ con  algo de la ternura de Cristo, por poco que sea. La fraternidad del hombre no es una fantasía que se haya originado en el cerebro; y hemos amado a nuestro hermano todo el tiempo: al enfermo, al pobre, al cautivo y también al pecador; pero los temerosos, los incrédulos y los perezosos entre nosotros, es decir, la mayoría de nosotros, hemos apartado la vista de contemplar males para los que no veíamos ayuda. Pero cuando se ofreció una promesa de liberación, posiblemente más adecuada que cualquiera de las propuestas hasta entonces, la solidaridad de la humanidad se afirmó; nuestro hermano herido no es sólo cercano y querido; él es nosotros mismos, y quien lo alivie y lo reviva también es nuestro libertador.

El «ídolo del tamaño». Pasado el primer arrebato de entusiasmo, nos preguntamos: ¿No nos dejamos llevar, después de todo, por lo que Coleridge llama el «ídolo del tamaño»? Y tal vez deberíamos admitir desde el principio que esta esperanza de liberación es «la misma, sólo que más», que ya se está llevando a cabo eficazmente en muchos rincones sin sol de la gran viña. De hecho, el gran proyecto tiene sus grandes riesgos, riesgos de los que escapa el trabajo más tranquilo. Sin embargo, hay aspectos en los que el remedio, por su amplitud e inclusividad, es nuevo.

Hasta ahora hemos ayudado a los desdichados en circunstancias imposibles, pero no a salir de ellas. Nuestra ayuda ha sido como una gota en un balde, alcanzando sólo a cientos o miles de los millones de perdidos. Aún así, no podemos mantenerla; damos hoy y retenemos mañana; peor que todo, nuestro mismo dar es un perjuicio, reduciendo el poder y la inclinación a la autoayuda. O,

¿empezamos alguna pequeña industria aficionada a modo de hacer independiente a nuestra gente?

Esta preciada industria puede ser a veces una máscara transparente para la limosna, y una usurpación de las industrias regulares y de los derechos de otros trabajadores.

¿Cui bono? De vez en cuando hay un rayo de esperanza, de vez en cuando un alma y un cuerpo se ponen a salvo; pero los trabajadores más esforzados se alegran del ruido de las ruedas para no oír el eterno cui bono. Hay tanto que hacer y tan pocos medios para hacerlo. Pero este plan, por la amplitud de sus disposiciones, por la organización y regimentación que promete, por el gobierno fuerte y justo, por la obligación moral de hacer el bien, considerando todo esto y la enorme plantilla de trabajadores ya preparados para llevarlo a cabo, el más pesimista de nosotros admite que puede  valer  la  pena  probar  el  plan  del  general  Booth.  «Pero»,  dice,

«pero»…

¿CREEMOS EN LA CONVERSIÓN?

¿El carácter puede ser cambiado? Todo gira en torno de la condición que el autor sabiamente pone en primer lugar. Ahí está el punto crucial. Si se da suficiente dinero, suficientes tierras, suficientes hombres, se equipa y se dirige a toda esta horda de incapaces, de alguna manera se puede lograr algún tipo de entrenamiento mecánico. Pero, «cuando el propio carácter y los defectos de un hombre constituyen las razones de su caída, ese carácter debe ser cambiado y esa conducta alterada, si se quiere obtener algún resultado beneficioso permanente». El borracho debe  volverse  sobrio;  el  criminal,  honesto;  el  impuro,  limpio.

¿Puede hacerse esto? Esta es la pregunta crucial.

La cuestión de la época. ¿Es posible que un hombre pueda salir por completo de su viejo yo y convertirse en una nueva criatura, con nuevos objetivos, nuevos pensamientos e incluso nuevos hábitos? Que tal renovación es posible es el antiguo debate del cristianismo. Aquí, y no en el terreno de la inspiración del texto sagrado, debe librarse la batalla. La respuesta a la única pregunta urgente de la época: «¿Qué pensáis de Cristo?», depende del poder de la idea de Cristo para atraer y captar la atención, y de la inhabitación de Cristo para vivificar y elevar una sola alma humana degradada y torpe.

Muchos de nosotros creemos con exultación que el «todo poder» que fue entregado en las manos de nuestro Maestro incluye el poder de la posición erguida, la fuerza y la belleza, para cada caña cascada humana. De que esto es así, tenemos pruebas en abundancia, empezando por nosotros mismos. Pero muchos otros de nosotros, y no los menos nobles, consideran, con Robert Elsmere, que «los milagros no ocurren».

El milagro esencial. Los milagros registrado sirven como puntos de apoyo para la discusión; el milagro esencial es la renovación total e inmediata de un ser humano. De esta posibilidad debe depender la salvación del mundo, y muchos no pueden aceptarla, no porque sean obstinados y perversos, sino porque va en contra de la ley natural tal como la conocen. ¿Pruebas?

¿Casos sin  fin?  ¿Toda  la historia de  la  Iglesia  cristiana como

prueba? Sí; pero la historia de la Iglesia es accidentada; y para los casos individuales, no dudamos de la veracidad de los detalles; sólo que nadie sabe toda la verdad; alguna preparación en el pasado, algún motivo en el presente inadvertidamente mantenido fuera de la vista, puede alterar el rumbo de cualquier caso.

El escéptico honesto. Esta es, a grandes rasgos, la posición del escéptico honesto, quien, si pudiera, creería de corazón en el esquema del general Booth, y por consecuencia, en la convertibilidad de toda la raza. Para mejorar las circunstancias, incluso de millones es sólo una cuestión de la magnitud de las medidas adoptadas, la sabiduría de la administración. Pero la propia naturaleza humana, la depravada naturaleza humana, es, para él, la cuantía imposible.

¿Puede el leopardo cambiar sus manchas?

LA LEY CONTRA NOSOTROS: LA HEREDAD.

Los viciosos por herencia. ¿Quiénes son éstos a quienes el general Booth se compromete alegremente a formar y hacer susceptibles a las condiciones de una vida piadosa, recta y sobria? Escuchemos la historia de la vida de muchos de ellos en sus propias palabras:

«Los rastrojos del pozo negro humano.

»Pequeños, cuyos padres habitualmente están ebrios… cuyas ideas de diversión se adquieren del espectáculo familiar del desenfreno nocturno.

»La obscenidad de la charla de muchos niños de algunas de nuestras escuelas públicas difícilmente podría ser superada incluso en Sodoma y Gomorra.»

La infancia de los niños de hoy es una reproducción de la infancia de sus padres, de sus abuelos y, ¿quien sabe?, de sus bisabuelos. Éstos son, sin duda, los peores; pero hay que considerar primero a los peores, porque si éstos se cuelan por las mallas de la red correctiva, las masas más inertes que viciosas se deslizan por las partes rotas. En primer lugar, entonces, el plan abarca a los viciosos por herencia; propone mezclar con el resto una clase cuya única herencia es una inconcebible e incalculable acumulación de inclinaciones y propensiones viciosas. Y esto, frente a esa concepción de la herencia que se está apoderando silenciosamente de la mente pública, y que hace que muchos padres reflexivos se abstengan de realizar esfuerzos muy activos para moldear el carácter de sus hijos.

Aquellos de nosotros cuya atención se ha fijado en el funcionamiento de la ley de la herencia hasta que nos parece que sigue su curso, no modificada e ilimitada por otras leyes, bien pueden ser perdonados por considerar con ojo dudoso un esquema que tiene, por su primera condición, la regeneración de los viciosos; de los viciosos por propensión heredada.

LA LEY EN CONTRA DE NOSOTROS: EL HÁBITO.

Los viciosos por hábito inveterado. El uso es la segunda naturaleza, decimos. El hábito equivale a diez naturalezas; el hábito empieza como una telaraña y termina como un cable.

«Oh, ya te acostumbrarás», sea lo que sea. ¿Nos atrevemos a enfrentarnos a los hábitos en los que estas personas tienen su existencia? No es sólo el discurso obsceno, los actos impíos; lo que es significante es la manera de pensar que tenemos; el discurso, el acto, son el mero resultado; es el pensamiento habitual de un hombre lo que da forma a lo que llamamos su carácter. Y acerca de estos, ¿podemos dudar razonablemente de que toda imaginación de su corazón es de continuo solamente el mal? Decimos que el uso es una segunda naturaleza, pero consideremos lo que queremos decir con la frase; cuál es la filosofía del hábito hasta donde nos ha sido descubierta. El  hábito está asentado en el cerebro, en la actual materia nerviosa gris del cerebro. Y la historia de un hábito es brevemente la siguiente: «El cerebro del hombre se adapta a los modos de pensamiento en los que se ejercita habitualmente». Que el pensamiento «inmaterial» moldee el cerebro «material» no tiene por qué sorprendernos ni escandalizarnos, pues ¿no vemos con nuestros ojos que el pensamiento inmaterial moldea el rostro, forma lo que llamamos semblante, hermoso o repugnante según el modo de pensamiento que registra? Cómo funciona este crecimiento del cerebro todavía no está en evidencia, ni es éste el momento ni el lugar para discutirlo; pero, teniendo en cuenta esta adaptación estructural al hábito confirmado, ¿qué oportunidad —decimos nuevamente— tiene un plan que tiene como primera condición la regeneración de los viciosos, viciosos no sólo por propensión heredada, sino por hábito inveterado ininterrumpido?

LA LEY EN CONTRA DE NOSOTROS: CEREBRACIÓN INCONSCIENTE

Los pensamientos se piensan solos. Quienes están acostumbrados a escribir saben lo que es sentarse y «lanzar» hoja tras hoja de materia sin plan ni premeditación, clara, coherente, lista para la imprenta, sin apenas necesidad de revisión. Se nos habla de un abogado que escribió en sueños una lúcida opinión que arrojaba luz sobre un caso muy difícil; de un matemático que elaboró en sueños un cálculo que le desconcertaba cuando estaba despierto. Sabemos que Coleridge soñó «Kubla Khan» en una siesta después de cenar, línea por línea, y lo escribió cuando despertó. ¿A qué apuntan estos casos y mil similares? Nada menos que a esto: que, aunque el importantísimo ego debe, sin duda, «ayudar» a pensar en el pensamiento inicial sobre un tema dado, sin embargo, después de ese primer pensamiento o dos, el «cerebro» y la «mente» manejan el asunto entre ellos, y los pensamientos, por así decirlo, se piensan por sí mismos; no a la manera de un péndulo que se mueve de un lado a otro, ida y vuelta, en el mismo intervalo de espacio, sino en la de un carruaje rodando por el mismo camino, pero siempre hacia nuevos desarrollos del paisaje. Un pensamiento asombroso, pero ¿no tenemos abundantes pruebas internas del hecho? Todos sabemos que hay veces en que no podemos librarnos de los pensamientos que se nos ocurren, aunque nos quiten el sueño, la paz y la alegría. Frente a esta ley, benigna porque nos libera del trabajo del pensamiento original y de la decisión sobre los asuntos cotidianos de la vida, [pero] terrible cuando escapa a nuestro poder de control y distracción, ¿qué esperanza hay para aquellos en cuyo cerebro corrompido los pensamientos viles, involuntarios, automáticos, corren siempre con espantosa rapidez por la misma pista trillada? Verdaderamente, la perspectiva es espantosa. ¿Qué esperanza para ellos?

Imaginaciones viciosas. ¿Y qué hay de un plan cuya primera condición es la regeneración del vicioso — vicioso, no sólo por propensión heredada, y por hábito inveterado ininterrumpido, sino reducido a ese estado de, digamos, vicio inevitable — cuando la «cerebración inconsciente», con incansable actividad, va a la emanación de imaginaciones viciosas? Todas estas cosas están en nuestra contra.

LA LEY A FAVOR DE NOSOTROS: LIMITACIONES A LA DOCTRINA DE LA HERENCIA

Pero la última palabra de la Ciencia, y ella tiene más y mejores palabras reservadas, está llena de esperanza. Los padres han comido uvas agrias, pero no es inevitable que los dientes de los hijos tengan la dentera. El alma que peca morirá, dijo el profeta de antaño, y la Ciencia se apresura con su «Aun así».

Las modificaciones adquiridas no se transmiten. El corolario necesario de la última presentación de la teoría de la evolución es — que las modificaciones adquiridas de la estructura no se transmiten. Todos aclaman las buenas noticias; darse cuenta de ello, es como despertarse de una horrible pesadilla. Esto, en definitiva, es lo que ganamos; el hombre que, por tener continuamente pensamientos criminales, ha modificado la estructura de su cerebro para adaptarlo a la corriente de tales pensamientos, no necesariamente transmite esta modificación a su hijo. No necesariamente hay una adaptación en el cerebro del recién nacido para dar cabida a los malos pensamientos. En una palabra, el hijo del vicioso puede nacer tan apto y capaz para la buena vida como el hijo del justo. Es cierto que las modificaciones inherentes se transmiten, y la línea que separa las modificaciones inherentes de las adquiridas puede no ser fácil de definir. Pero en cualquier caso, hay esperanza para seguir adelante. El hijo del malvado puede tener tan buen comienzo en la vida, en cuanto a su derecho de nacimiento, como el hijo del justo.

La educación es más fuerte que la naturaleza. El futuro del niño no depende tanto de su linaje como de su educación, porque la educación es más fuerte que la naturaleza, y ningún ser humano debe entregarse a la desesperación. No necesitamos disminuir nuestra esperanza de la regeneración de los viciosos por el temor de una herencia de irresistible propensión al mal.

LA LEY A FAVOR DE NOSOTROS: «UNA COSTUMBRE SUPERA A OTRA».

Pero, ¡la costumbre! Ya es bastante malo saber que el uso es una segunda naturaleza, y que el hombre es un manojo de hábitos; pero cuánto más desesperante es mirar el fundamento del hábito, y percibir que la enorme fuerza del hábito que nos ata connota una modificación estructural, una conformación de los tejidos cerebrales al pensamiento del cual el hábito es el signo y la expresión externos y visibles. Una vez que tal crecimiento ha tenido lugar, ¿no está la cosa hecha, de modo que no puede deshacerse — no ha tomado el hombre forma para toda la vida cuando sus maneras de pensar se registran en la sustancia de su cerebro?

No es así; el hecho de que un hábito se haya formado y registrado

en el cerebro no es razón para que otro hábito contrario no se forme y registre a su vez. Hoy es el día de la salvación, físicamente hablando, porque un hábito es una cosa de ahora; puede comenzar en un momento, formarse en un mes, confirmarse en tres meses, convertirse en el carácter, en el hombre mismo, en un año.

Preparación natural para la salvación. Hay crecimiento para los nuevos pensamientos en un nuevo tracto del cerebro, y, «Una costumbre vence a la otra»; aquí está la preparación natural para la salvación. Las palabras son muy antiguas, las palabras de Thomas a’ Kempis, pero la percepción de que tienen un significado físico  literal ha sido reservada para nosotros hoy en día. Sólo un tren de ideas puede estar activo a la vez; las viejas conexiones celulares están rotas, y la benigna Naturaleza está ocupada construyendo los lugares baldíos, aunque sean los lugares baldíos de muchas generaciones. No se crea NINGÚN CAMINO en la vía donde los pensamientos impíos llevaban a cabo su ajetreado tráfico. Se forma nuevo tejido; la herida se cura, y, salvo, tal vez, una cicatriz, un poco de sensibilidad, ese lugar está entero y sano como el resto.

Así es como una costumbre vence a otra: no hay conflicto, ni contención, ni persuasión. Asegúrenle a la nueva idea una introducción de peso, y ella logrará todo lo demás por sí misma. Se alimentará y crecerá; aumentará y se multiplicará; seguirá su curso por sí misma; desembocará en esa corriente de pensamiento automático, inconsciente e involuntario del hombre que forma su carácter. ¡He aquí un hombre nuevo! Tenéis que nacer de nuevo, se nos dice; y nosotros decimos, con un sentido de conocimiento superior de las leyes de la Naturaleza: ¿Cómo puede un hombre nacer de nuevo? ¿Puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Eso sería un milagro, y nos hemos convencido de que los milagros no ocurren.

La conversión no es un milagro. Y ahora, por fin, el milagro de la conversión se aclara a nuestro embotado entendimiento. Percibimos que la conversión, por repentina que sea, no es un milagro en absoluto —usando la palabra milagro para describir lo que ocurre en oposición a la ley natural. Por el contrario, descubrimos que todo hombre lleva en su sustancia física el evangelio de la renovación perpetua, o siempre posible; y descubrimos cómo, desde el principio, la Naturaleza estaba preparada con su respuesta a la demanda de la Gracia. ¿Es posible la conversión? preguntamos; y la respuesta es, que es, por así decirlo, una función para la cual existe una provisión latente en nuestra constitución física, para ser llamada por el toque de una idea potente. Verdaderamente Su mandamiento es muy amplio [Sal 119:96], y se hace más amplio día a día con cada nueva revelación de la Ciencia.

Muchas conversiones a lo largo de la vida. Un hombre puede, y la mayoría de los hombres lo hacen, experimentar este proceso de renovación muchas veces en su vida; cada vez que se  introduce una idea lo suficientemente fuerte como para desviar sus pensamientos (como decimos más correctamente) de todo lo anterior, el hombre se convierte en una nueva criatura; cuando está «enamorado», por ejemplo; cuando las fascinaciones del arte o de la naturaleza se apoderan de él; un acceso de responsabilidad puede provocar una conversión repentina y completa: —

Apenas el aliento abandonó el cuerpo de su padre cuando su salvajismo, mortificado en él,

pareció morir también; sí, en ese mismo momento, La consideración, como un ángel vino

Y azotó al ofensivo Adán fuera de él; Dejando su cuerpo como un paraíso

Para envolver y contener espíritus celestiales.

He aquí una imagen —psicológicamente verdadera, en cualquier caso; Shakespeare no se equivoca en psicología— de una conversión absoluta inmediata. La conversión puede ser a peor, por desgracia, y no a mejor, y el valor de la conversión debe depender de la valía intrínseca de la idea por cuya instrumentalidad se produce. El punto que vale la pena asegurar es que el hombre lleva en su estructura física las condiciones de la renovación; condiciones, hasta donde podemos concebir, siempre en funcionamiento, siempre listas para ser puestas en vigor.

La «conversión» no es contraria a la ley natural. Por lo tanto, la

«conversión» en el sentido bíblico, en el sentido en que los promotores de este plan dependen de su eficacia, aunque es un milagro de la gracia divina en la medida en que es una señal y un prodigio, no es un milagro en el sentido popular de lo que está fuera y se opone a la actuación de la «ley natural».

La conversión está enteramente dentro del esquema divino de las cosas, incluso si elegimos limitar nuestra visión de ese esquema a los «pocos, débiles y tenues» destellos que la Ciencia es todavía capaz de arrojar sobre los misterios del ser. Pero, ¿eso es todo? Ah, no; esto no es más que el tenue vestíbulo de la Naturaleza al templo de la gracia; sin embargo, aquí no nos concierne decir una palabra sobre cuán «grande es el misterio de la piedad»; de la protección del Padre, la salvación y la morada del Hijo, la santificación del Espíritu; tampoco necesitamos hablar de la «maldad espiritual en las alturas». El objetivo de este pequeño ensayo es examinar la afirmación de que lo que llamamos conversión es contrario a la ley natural; y lo hacemos con vistas, no sólo al plan del general Booth, sino a todos los esfuerzos de ayuda.

La esperanza muestra un caso cada vez más fuerte para la regeneración de los viciosos. No sólo ya no tenemos que sentirnos oprimidos por el temor de una herencia de propensiones invencibles al mal, sino que la fuerza del hábito de toda la vida puede ser vencida por el poder de una idea, nuevos hábitos de pensamiento pueden establecerse en el instante, y éstos pueden ser fomentados y alentados hasta que ese hábito que equivale diez naturalezas sea el hábito de la nueva vida, y los pensamientos que, por así decirlo, se piensan a sí mismos durante todo el día sean pensamientos de pureza y bondad.

LA LEY A FAVOR DE NOSOTROS: «LA POTENCIA DE UNA IDEA»

«¿No tiene un judío ojos? ¿No tiene un judío manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones?»

Condiciones de la potencia de una idea. En la renovación del hombre, el agente exterior es siempre una idea, de tal potencia que la mente la capta con avidez y, por consiguiente, produce una impresión en la sustancia nerviosa del cerebro. La potencia de una idea depende del hecho de que sea complementaria de algún deseo o afecto dentro del hombre. El hombre desea conocimiento, por ejemplo, y poder, y estima, y amor, y compañía; también tiene dentro de sí capacidades para el amor, la estima, la gratitud, la reverencia, la bondad. Tiene un afán no reconocido por tener un objeto en el que emplear el bien que hay en él.

La aptitud de las ideas incluidas en el cristianismo. La idea que apela fuertemente a cualquiera de sus deseos y afectos primarios debe encontrar necesariamente una respuesta. Tal idea y tal capacidad están hechas la una para la otra; separadas, carecen de sentido como las dos partes de una articulación de rótula; juntas, son una unión, eficaz de mil maneras. Pero, por ejemplo, ¿el hombre que está completamente depravado no tiene capacidad de gratitud? Sí, la tiene; la depravación es una enfermedad, una condición mórbida; por debajo está el hombre, capaz de recuperarse. Este apenas es el lugar para considerarlas, pero piense por un momento en la idoneidad de las ideas que se resumen en el pensamiento de Cristo para ser presentadas a la pobre alma degradada: la ayuda divina y la compasión por su cuerpo descuidado; el amor divino alcanzando su soledad; el perdón divino en lugar de la vergüenza de su pecado; la estima divina en vez de su desprecio de sí mismo; la bondad divina y la belleza para llamar a la pasión del amor y la lealtad que hay en él; la Historia de la Cruz, la elevación, a la que tal vez ningún alma humana sea capaz de resistirse si se hace convenientemente. Una vez recibida la idea divina, la vida divina se imparte también, crece, es fomentada y atesorada por el Espíritu Santo.

. El hombre es una nueva criatura, con otros objetivos y otros pensamientos, y una vida fuera de sí mismo. Las cosas viejas han pasado y todas se han hecho nuevas; el ser físico encarna, por así decirlo, la nueva vida del espíritu.

Bien podemos creer, en efecto, que la «conversión» es tan propia de la constitución física y espiritual del hombre, que es inevitable para todos nosotros si sólo se introducen adecuadamente en el alma las ideas resumidas en Cristo.

La cuestión gira entonces, no sobre la posibilidad de convertir a los más depravados, ni sobre la potencia de las ideas que han de ser presentadas, sino totalmente sobre el poder de poner estas ideas de modo que un hombre reconozca y se apodere de la plenitud de Cristo como el complemento necesario al vacío del que es consciente.

LOS HÁBITOS DE LA BUENA VIDA.

El tratamiento curativo necesario. Con el hombre convertido, la obra no está lista. Estos pecadores en exceso no sólo son pecadores, sino que están enfermos; se han establecido condiciones mórbidas en el cerebro, y cada uno de ellos necesita tratamiento individual, como cualquier otro enfermo, para la enfermedad que se cura lentamente. Durante un mes, tres meses, seis meses, no servirá dejar solo a uno de ellos. El tratamiento curativo es una condición absoluta para el éxito, y aquí es donde se invita a la cooperación humana en lo que es principalmente y en última instancia la obra de Dios. Hay lugares en el cerebro donde los malos pensamientos han seguido su curso; y estos lugares doloridos deben tener tiempo, tiempo bendito, para sanar. Es decir, todo el tráfico de los viejos pensamientos debe ser absolutamente detenido a cualquier costo.

Piense en el Ejército de Vigilancia que debe estar siempre alerta para apartar los ojos de los pacientes de la contemplación del mal; porque, una sola sugerencia, de bebida, de inmundicia, y, presto, los viejos pensamientos se desbocan, y el trabajo de curación debe comenzar de nuevo. No hay manera de mantener fuera lo viejo, sino administrando los pensamientos de la nueva vida atentamente, uno por uno, a medida que se necesitan, y pueden tomarse; ofreciéndolos con atractiva frescura, con reconfortante aptitud, hasta que por fin el período de ansiosa enfermería ha terminado, los hábitos de la buena vida se han establecido, y el paciente es capaz de valerse por sí mismo y trabajar por su propia carne. No se trata de un trabajo que deba emprenderse al por mayor. El cuidado espiritual de una multitud enferma, incluso físicamente, de pecado, no es cosa ligera. Y si no se emprende sistemáticamente y no se lleva a cabo con eficacia, todo el plan fracasará necesariamente. ¿Quién es suficiente para estas cosas? Tal vez nadie; pero el seguimiento de un gran cuerpo de enfermeras entrenadas para ministrar a las mentes enfermas, y con la experiencia y el método propios de una vocación profesional, es sin duda una calificación adecuada para la tarea hercúlea.

LA FACILIDAD DE LA DISCIPLINA.

¡Cuán fácilmente podemos entender cómo, en los días en que los monarcas eran más despóticos que ahora, unos y otros se refugiaban en un convento por la facilidad de hacer la voluntad de otro en lugar de la propia! ¿No es esta la atracción de la vida conventual hoy en día, y no es esta la razón por la cual la idea del Ejército de Salvación es poderosamente atractiva para algunos de nosotros que sabemos, sin embargo, que nosotros (individualmente) debemos estar equivocados al abandonar nuestra propia función de ordenar y actuar nuestras propias vidas?

El alivio de la inclusión en una organización fuerte. Pero para estos, fuertes de impulso y débiles de voluntad, que no tienen ningún poder para hacer el bien que desean vaga y débilmente, ¡oh, la facilidad de ser incluidos en una organización fuerte y benéfica, de tener sus idas y venidas, su hacer y tener, ordenados para ellos! Se nos recuerda que organización y regimentación hacen un héroe de Tommy Atkins. Y todos ellos tienen en sí mismos lo que hay que tener para ser héroes, porque la inquietud, la rebelión, una vez dominadas, se regocijarán más que ningún otro en la facilidad de hacer simplemente lo que se les ordena. He aquí un gran secreto de poder, tratar a éstos, «caducados» y restaurados, como niños; porque ¿cuál es el objeto de la disciplina familiar, de esa obediencia que ha sido descrita como el deber entero de un niño? ¿No es facilitar el camino del niño, mientras la voluntad es débil y la conciencia inmadura, introduciéndolo en los hábitos de la buena vida, donde es tan fácil ir por el buen camino como para una locomotora circular por sus vías? Precisamente este alivio actual de la responsabilidad, este intervalo para el desarrollo, exigen estos pobres niños de mayor crecimiento para sus necesidades; y cualquier posibilidad existente de ordenar y disciplinar a esta multitud mixta debe parecernos necesariamente una adaptación superior de la «oferta» a la «demanda».

El trabajo y el aire fresco son agentes poderosos. La gracia salvadora del trabajo y el poder curativo del aire fresco, una vez más, deben hacer su parte en la restauración de los «sumergidos». Pero no nos corresponde a nosotros examinar los métodos propuestos por el general Booth, ni adumbrar sus posibilidades de éxito. Nuestra preocupación son únicamente los niños. La actitud que los niños adopten en adelante hacia toda obra buena puede depender mucho de la medida en que los principios subyacentes les sean aclarados en un caso típico. Cualquiera que sea la representación, que los niños tengan la seguridad de que la obra es la obra de Dios, que debe ser realizada con la fuerza de Dios, de acuerdo con las leyes de Dios, que es nuestra parte familiarizarnos con las leyes que vamos a trabajar, y que, habiendo hecho todo, esperamos la inspiración de la vida divina, así como el agricultor diligente espera el sol y la lluvia.

Capítulo XVI. Disciplina: un pensamiento para los padres

La disciplina no es castigo. «¿Qué papel desempeña la disciplina en su sistema educativo?» Deberíamos aclamar la pregunta como manifestación de un grado de interés alentador si no estuviéramos completamente seguros de que nuestro  interlocutor utiliza la disciplina como un eufemismo de castigo. Esa convicción le pone a uno en actitud de protesta. En primer lugar, no tenemos ningún sistema educativo. Sostenemos que las grandes cosas, como la naturaleza, la vida, la educación, están

«encorsetadas,  encerradas,  confinadas»,  en  la  medida  en  que

están sistematizadas. Tenemos un método de educación, es cierto, pero el método no es más que un camino hacia un fin, y es libre, flexible, adaptable como la naturaleza misma. El método tiene algunas leyes generales según las cuales los detalles se conforman a sí mismos, como uno conforma naturalmente su comportamiento a la ley reconocida de que el fuego quema. El sistema, por el contrario, tiene infinidad de reglas e instrucciones sobre lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. En la educación, el método sigue humildemente a la Naturaleza, se mantiene al margen y le concede el juego limpio.

Un método no es un sistema.

El Sistema guía a la Naturaleza, la ayuda, la complementa, se apresura a emprender las mismas tareas de las cuales la Naturaleza ha sido dueña desde que el mundo ha existido. ¿Dotó la Naturaleza a cada cosita joven, niño o gatito, de una maravillosa capacidad para el juego inventivo? «No, pero», dice Sistema, «yo puedo ayudar aquí; inventaré juegos para el niño y ayudaré en sus juegos, y haré más uso de este poder suyo de lo que la Naturaleza sin ayuda sabe hacer». Así, doña Sistema enseña al niño a jugar, y él lo disfruta; pero, por desgracia, en él no hay juego, no hay iniciativa, cuando se le deja solo; y así sucesivamente, a lo largo de todas las líneas. El sistema es quisquilloso y celoso y produce enormes resultados… ¡en el maestro!

Una pasividad sabia. El método persigue una ‘pasividad sabia’. Uno observa al profesor y apenas se da cuenta de que está haciendo algo. Los niños toman la iniciativa, pero, de alguna manera, el resultado está en ellos y no en el profesor. Se desarrollan, se convierten cada día más en personas, con:

«La razón firme, una templada voluntad, Resistencia, previsión, fuerza y habilidad».

Tales como éstos son los frutos dorados que maduran bajo los ojos del padre, que es sabio para discriminar entre el papel de la Naturaleza y el del educador, que sigue con simpatía y obediencia el ejemplo de la gran madre.

«Oh, entonces usted no tiene disciplina. Ya creía que no lo tuviera. Me atrevería a decir que estaría muy bien dejar a los niños solos y hacerlos felices. Los niños siempre son buenos cuando son felices,

¿no es así?» No tan rápido, querido lector. Aquel que quiera seguir  a un gran líder debe esforzarse por sí mismo, Ohne hast ohne Rast [sin prisa, sin descanso]; y la guía divina que llamamos Naturaleza es infinitamente bendita en el seguimiento, pero el camino es empinado y difícil de encontrar, y este trabajo cuesta arriba no debe confundirse en absoluto con pasear tranquilamente por caminos de nuestra propia invención.

El padre que quiera educar a sus hijos, en el sentido amplio de la palabra, debe proponerse un pensamiento elevado y una vida humilde; el pensamiento más elevado posible para la mente humana y la vida más sencilla y directa.

Este pensamiento de la disciplina, por ejemplo, es una de las grandes ideas globales que deben informar y dirigir la vida, en lugar de ser recogidas en una regla, fácil de recordar y fácil de aplicar, de vez en cuando. Si Tommy es maldadoso, azótalo y envíalo a la cama, es un tipo de regla fácil de recordar y de tener a mano, y es el tipo de cosas que muchas personas entienden por disciplina. Ahora bien, no diríamos que el castigo no debe usarse nunca, todo lo contrario. Tampoco diríamos que nunca se debe tomar medicina. Pero el castigo, como la medicina, es una casualidad que sólo ocurre ocasionalmente en el peor de los casos, y tanto el castigo como la medicina se reducen al mínimo en la medida en que aseguramos condiciones saludables de cuerpo y mente. No estamos ansiosos por establecer preceptos para el castigo. El Sr. Herbert Spencer tal vez no haya dicho la última palabra, pero nos ha dado una regla bastante conveniente para seguir adelante.

Castigado por las consecuencias.

Un niño debe ser castigado por las consecuencias naturales de su delito. Llevar a cabo esta sugerencia al pie de la letra significaría con bastante frecuencia lesiones duraderas, incluso mortales, para el niño, tanto corporales como mentales. No se puede dejar que el niño indolente sea castigado por ignorancia, o que el niño voluntarioso y aventurero fractura una de sus extremidades; pero, en la medida en que se ha permitido que los castigos sean necesarios, la naturaleza de la infracción da una pista para un castigo adecuado. El niño que no come su avena se queda sin su ciruela. Esto es, de todos modos, un castigo de la misma suerte, tal vez la aproximación más cercana a las  consecuencias naturales que es aconsejable intentar.

Los niños disfrutan un tanto de los castigos. Pero los padres deben afrontar el hecho de que los niños disfrutan un tanto de los castigos. En ellos encuentran las oportunidades, tan frecuentes en los libros de cuentos y tan raras en la vida real, de demostrar su valentía. El niño castigado suele disfrutar enormemente, porque se respeta intensamente a sí mismo.

Heroísmo en soportar castigos.

Hay algo de heroísmo en el hecho de soportar un castigo que  es muy apto para eliminar cualquier sentimiento de contrición por la ofensa; y el pequeño valiente, que toma su castigo con un aire, no es de ninguna manera un joven delincuente malo y endurecido, sino un economista de oportunidades, que aprovecha lo mejor que tiene a mano para su propia educación real. La angustia de su madre, la desaprobación de su padre, son asuntos muy diferentes, y no conllevan un sentido compensatorio de dureza. Reflexiones como éstas nos llevan a ahorrar la vara, no en absoluto por exceso de sensibilidad hacia el sufrimiento físico del niño, ya que debemos hacerle soportar la dureza si queremos hacer de él un hombre, sino puramente porque no es fácil encontrar un castigo que no frustre sus propios fines.

La maldad seguida de su propio castigo. El palmetazo ligero e inteligente con que la madre visita al niño pequeño cuando se porta mal, es a menudo eficaz y educativo. Cambia la corriente de pensamientos del bebé, y ya no desea tirarle del pelo a su hermana. Pero, ¿el palmetazo no debería ser el último recurso cuando no queda otro modo de cambiar sus pensamientos? Con el niño mayor, una teoría del castigo se basa menos en la necesidad de cambiar los pensamientos del culpable que en la esperanza de formar una nueva asociación de ideas, es decir, de ciertas penas y castigos inevitablemente asociados a ciertas formas de maldad. Esto, lo sabemos demasiado bien, es una enseñanza de la vida, y no debe pasarse por alto en la educación. La experiencia de cada uno de nosotros demuestra que toda infracción de la ley, de pensamiento o de hecho, va acompañada de sus propias penas, inmediatas o remotas, y el niño que no es educado para saber que «lo debido sigue a lo hecho», es enviado a su primera campaña sin instrucción ni entrenamiento, como un recluta en bruto.

Nuestro  argumento  es  doble:  (a),  que  la  necesidad  de  castigo  se

puede prevenir en la mayoría de los casos; y (b), que el miedo al castigo casi nunca es un motivo tan fuerte como el placer de la fechoría en cuestión.

El  castigo  no  es  reformador.  Si  el  castigo  fuera  necesariamente

reformador, y capaz de curarnos a todos de aquellos ‘pecados que tenemos en mente’, vaya, el mundo sería un mundo muy bueno; porque ningún tipo de pecado escapa a su castigo actual. El hecho no es que el castigo sea innecesario o inútil, sino que es inadecuado y apenas alcanza nuestro objetivo, que no es la visitación por la ofensa, sino la corrección de esa falta de carácter de la cual la ofensa es el resultado. Jimmy dice mentiras y lo castigamos; y al hacerlo marcamos nuestro sentido de la ofensa; pero, probablemente, ningún castigo podría ser inventado lo suficientemente drástico como para curar a Jimmy de decir mentiras en el futuro; y esto es lo que se pretende. No, debemos mirar más profundamente; debemos descubrir qué punto débil en el carácter, qué falso hábito de pensamiento, lleva a Jimmy a decir mentiras, y debemos tratar este falso hábito de la única manera posible, formando el hábito contrario de pensamiento verdadero, que hará crecer a Jimmy como un verdadero hombre. «Creo que nunca he dicho una mentira desde entonces», dijo una señora, describiendo la única conversación en la que su padre la curó de mentir, cuando era niña, estableciendo una línea de pensamiento completamente nueva.

Los buenos hábitos son los mejores maestros de escuela. No son meras rachas de castigos ocasionales, sino la vigilancia y el esfuerzo incesantes que se dedican a formar y preservar los hábitos de la buena vida, lo que entendemos por disciplina; y, desde este punto de vista, nunca hubo tales disciplinarios como los padres que trabajan en las líneas que indicamos. Todo hábito de cortesía, consideración, orden, pulcritud, puntualidad, veracidad, es en sí mismo un maestro de escuela, y ordena la vida con la diligencia más infalible.

Un hábito es tan fácil de formar y tan fuerte para obligar. Hay

pocos padres que no trabajarían diligentemente si por cada mes de trabajo pudieran dotar a uno de sus hijos con una gran suma de dinero. Pero, en un mes, un padre puede empezar a formar un hábito en su hijo de tal valor que el dinero es una bagatela en comparación. A menudo hemos insistido en que el gran descubrimiento que la ciencia moderna ha aportado a la ayuda del educador es que cada hábito de la vida establece, por así decirlo, un registro material en los tejidos cerebrales. Todos sabemos que pensamos como estamos acostumbrados a pensar y actuamos como estamos acostumbrados a actuar. Desde que el hombre comenzó a darse cuenta de los caminos de su propia mente, esta ley del hábito ha sido materia de conocimiento común, y ha sido más o menos aplicada por los padres y otros entrenadores de niños. El niño bien educado siempre ha sido un niño cuidadosamente entrenado en los buenos hábitos. Pero sólo en nuestros días ha sido posible establecer leyes definidas para la formación de hábitos. Hasta ahora, la madre que deseaba formar a sus hijos en tal o cual buen hábito se encontraba con el obstáculo de un cierto sentido de la casualidad.

Siempre diciéndole. «Estoy segura de que siempre le estoy diciendo», que mantenga sus cajones ordenados, o que levante la cabeza y hable amablemente, o que sea rápida y cuidadosa con  un recado, dice la pobre madre, con lágrimas en los ojos; y, de hecho, esto de «decirle siempre» a él o a ella es un proceso agotador  para  la  madre;  aburrido,  porque  es  inútil.  Sigue

«diciéndoselo» para liberar su propia alma, pues hace tiempo

que ha dejado de esperar resultado alguno: y ya sabemos lo funesto que es el trabajo sin esperanza.

Pero, tal vez, ni siquiera su madre sabe lo indeciblemente triste que es para el niño este «hablar» constante, que no produce nada. Al principio se muestra inquieto e impaciente ante el repiqueteo de las palabras ociosas; luego soporta lo inevitable, y al final apenas se da cuenta de que se está diciendo algo. En cuanto a cualquier impresión en su carácter, cualquier hábito realmente formado, todo este trabajo es sin resultado; el niño hace la cosa cuando no puede evitarlo, y evade tan a menudo como puede. Y la pobre madre decepcionada dice: ‘Estoy segura de que he intentado tanto como cualquier madre educar a mis hijos en buenos hábitos, pero he fracasado’. Sin embargo, no está del todo desanimada. Los niños no tienen los hábitos que ella deseaba inculcarles, pero crecen con un corazón cálido, un buen carácter, jóvenes brillantes, en ningún caso niños de los que avergonzarse. De todos modos, la sensación de fracaso de la madre es una señal en la cual se debe confiar.

Nuestros fracasos en la vida se deben, tal vez, en su mayor parte,

a los defectos de nuestras cualidades; y, por lo tanto, no basta  con enviar a los niños al mundo sólo con la herencia de carácter que reciben de sus padres.

Algunos  consejos  prácticos.  Permítanme  ofrecer  algunos

consejos prácticos definidos a un padre que desee abordar seriamente un mal hábito. Primero: recordemos que este mal hábito ha dejado su huella en el cerebro. Segundo: Sólo hay una manera de borrar ese registro; el cese absoluto del hábito durante un espacio de tiempo considerable, digamos unas seis u ocho semanas. Tercero: Durante este intervalo, de una forma u otra se están produciendo un nuevo crecimiento, nuevas conexiones celulares, y el asiento físico del mal está experimentando una curación natural. Cuarto: Pero la única manera de asegurar esta pausa es introducir algún hábito nuevo tan atractivo para el niño como lo es el hábito equivocado que usted se propone curar.

. Quinto: Como el mal hábito generalmente surge del defecto de alguna cualidad en el niño, no debería ser difícil para el padre que conoce el carácter de su hijo introducir el buen hábito contrario. Sexto: Tómese un momento de feliz confianza entre padre e hijo; presente, mediante un cuento o un ejemplo, la idea estimulante; obtenga la voluntad del niño. Séptimo: No le diga que haga algo nuevo, sino que tranquila y alegremente procure que lo haga en todas las ocasiones posibles, durante semanas si es necesario, estimulando todo el tiempo la nueva idea, hasta que se apodere de la imaginación del niño. Octavo: Esté muy atenta a cualquier recurrencia del mal hábito. Noveno: Si la antigua falta vuelve a ocurrir, no la perdones. Deje que el castigo, principalmente el sentimiento de su alejamiento, se sienta intensamente. Dejemos que el niño sienta la vergüenza no sólo  de haber hecho mal, sino de haber hecho mal cuando era perfectamente  fácil  evitar  el  mal  y  hacer  el  bien.  Sobre  todo, “velad en oración» y enseñe a su hijo a depender de la ayuda divina en esta guerra del espíritu; pero, también, la absoluta necesidad del propio esfuerzo.

Una  niña  curiosa.  Susie  es  una  niña  curiosa.  Su  madre  se sorprende, y no siempre se alegra, de que la pequeña doncella esté constantemente haciendo viajes de descubrimiento, de los que los sirvientes se hablan entre sí como husmeando y curioseando. ¿Está su madre hablando con un visitante o con la niñera? He aquí, Susie está a su lado, surgida de nadie sabe dónde. ¿Se está leyendo una carta confidencial en voz alta? Susie está al alcance del oído. ¿Cree la madre que ha guardado cierto libro donde los niños no pueden encontrarlo? Susie se ofrece voluntaria para sacarlo. ¿Le cuenta a su marido que la cocinera ha pedido un permiso de dos días? Susie salta, con todos los entresijos del caso. «Realmente no sé qué hacer con la niña. Es difícil poner el pie en el suelo y decir que no debería saber esto o aquello o lo otro.

Cada cosa en sí misma es bastante inofensiva; pero es un poco angustiante tener una niña que siempre está buscando información chismosa. Sí, es tedioso, pero no es motivo de desesperación, ni de pensar mal de Susie, y menos aún de  aceptar lo inevitable.

El defecto de su cualidad. Al considerar esta tediosa curiosidad como un defecto de su cualidad, la madre busca esa cualidad y, he aquí, Susie se restablece. Lo que aqueja a la niña es un deseo desmesurado de conocimiento, que se ha desbordado y se ha permitido gastar en objetos indignos. Cuando llegue el momento adecuado, introduzca a Susie en algún estudio encantador, de la Naturaleza, por ejemplo, que empleará todas sus inclinaciones curiosas. Una vez que la nueva idea se ha apoderado de la niña, debería seguir una pequeña charla sobre la indignidad de llenar los pensamientos con asuntos insignificantes de modo que nada realmente interesante pueda entrar. Durante semanas, procure que la mente de Susie esté demasiado llena de grandes asuntos como para prestar atención a los pequeños; y, una vez que se haya frenado el hábito inquisitivo, anime a la mente activa de la niña para que realice un trabajo progresivo y definido en cosas que valgan la pena. La indigna curiosidad de Susie pronto dejará de ser una prueba para sus padres.

Capítulo XVII. Sensaciones y sentimientos: sensaciones educables por los padres

Sentido común. Los niños cuyos padres tienen poco conocimiento teórico de los valores de los diversos alimentos a menudo son nutridos adecuadamente; sus padres confían en lo que ellos llaman sentido común; y el resultado es, en conjunto, mejor que si la consideración científica se diera a la dieta familiar. Pero este sentido común suele tener como base la opinión científica, aunque el dato científico se olvide, y cuando la opinión científica se ha convertido en la base del hábito, tiene más valor y funciona de un modo más sencillo que cuando todavía está en la fase de experimentación. De la misma manera, es bueno contar con el conocimiento de las funciones de la naturaleza humana de tal forma en que las experimentemos inconscientemente y que ni siquiera  caigamos en cuenta en que poseemos dichos conocimientos. Pero si no tenemos ese “capital flotante” de conocimiento, debemos estudiar el tema, aunque tengamos que incluir experimentos. La mayoría de la gente supone que las sensaciones, los sentimientos y las emociones de un niño son asuntos que encuentran su sitio solos. De hecho, solemos utilizar los tres términos indistintamente, sin atribuirles ideas muy claras. Pero cubren, en conjunto, un campo educativo muy importante; y aunque el sentido común, es decir, los juicios formados a partir del conocimiento heredado, a menudo nos ayuda a actuar sabiamente sin saber por qué, probablemente actuaremos más sabiamente si actuamos razonablemente.

Origen de las sensaciones. Consideremos, en primer lugar, el tema de las sensaciones. Hablamos de sensaciones de frío, de calor y de dolor, y estamos en lo cierto. También hablamos de sensaciones de miedo y sensaciones de placer, y comúnmente  nos equivocamos. Las sensaciones tienen su origen en impresiones recibidas por los diversos órganos de los sentidos – ojo, lengua, fosas nasales, oído y la superficie de la piel externa- y son transmitidas por los nervios sensoriales, algunos a la médula espinal y otros a la región inferior del cerebro. De muchas sensaciones no sabemos nada; cuando nos damos cuenta de nuestras sensaciones, es porque se envían comunicaciones por fibras nerviosas, que actúan como hilos telegráficos, desde el sensorio hasta el cerebro pensante; y esto ocurre cuando prestamos nuestra atención a cualquiera de los multitudinarios mensajes transportados por los nervios sensoriales. La fisiología de los sentidos es un tema demasiado complicado para tratarlo aquí, pero es profundamente interesante, y tal vez no exista mejor introducción que el pequeño libro del Profesor Clifford, “Ver y Pensar” (Macmillan). Ahora bien, los sentidos son las “Cinco Puertas del Conocimiento”, por citar el título de un librito que muchos de nosotros hemos utilizado en nuestros primeros años; y una persona inteligente debe ser consciente de las sensaciones que recibe y capaz de formar valoraciones sobre ellas.

Las  sensaciones  deben  tratarse  como  de  Interés  Objetivo.

Todos reconocemos que el entrenamiento de los sentidos es una parte importante de la educación. Es necesario hacer una advertencia: desde el principio, las sensaciones del niño deben tratarse como cuestiones objetivas y no subjetivas. La mermelada,  por  ejemplo,  es  interesante,  no  porque  sea

«agradable» -un hecho sobre el que no hay que insistir en absoluto-, sino porque en ella se pueden discernir diferentes sabores y el efecto modificador del aceite segregado en la corteza de la naranja. Tendremos ocasión de hablar más de este tema más adelante; pero un elemento útil de la educación es hacer que el interés del niño se centre en los objetos que producen sus sensaciones y no en él mismo como receptor de esas sensaciones.

Objeto: Lecciones de Desfavor. El propósito de las llamadas “lecciones sobre objetos” es ayudar al niño, mediante el examen cuidadoso de un objeto dado, a descubrir todo lo que pueda sobre él a través del uso de sus diversos sentidos. Se introduce información general sobre el objeto, que sólo se incorpora porque se han ejercitado los sentidos del niño y se ha despertado su interés. Las lecciones sobre objetos están un poco en desventaja en este momento, por dos razones. En primer lugar, se presentan a los niños fragmentos pauperrimos que tienen poco del carácter del objeto en su lugar, y son propensos a transmitir ideas inadecuadas, si no erróneas. En segundo lugar, las lecciones sobre objetos se utilizan comúnmente como un medio para presentar a los niños palabras difíciles, como opaco y translúcido, que nunca llegan a formar parte de su pensamiento vivo hasta que las recogen por sí mismos incidentalmente cuando las necesitan. Pero el abuso de este tipo de enseñanza no debe hacernos pasar por alto su uso. Ningún niño puede crecer sin una enseñanza objetiva diaria, ya sea casual o con un propósito fijo; y cuanto más completa sea, más inteligente y observador llegará a ser. Es singular cuán pocas personas son capaces de desarrollar una curiosidad inteligente por los objetos más atractivos, excepto cuando su interés es estimulado desde fuera.

La lección-objeto de un bebé. El bebé es un maestro maravilloso en esto de las lecciones-objeto. Sin duda, su único alumno es él mismo, pero su progreso es asombroso. Al principio no ve ninguna diferencia entre el dibujo de una vaca y el animal vivo; grande y pequeño, lejos y cerca, duro y blando, caliente y frío, son todos iguales para él; desea sostener la luna en su pichi, sentarse en el estanque, meter el dedo en la vela, no porque sea una personita tonta, sino  porque ignora profundamente la naturaleza de los contenidos de este mundo ininteligible.

Pero ¡cómo trabaja! Golpea su cuchara para probar si produce sonido; la chupa para probar su sabor; la tantea por todas partes y sin duda descubre si es dura o blanda, caliente o fría, áspera o lisa; la mira con la larga mirada de la infancia, para aprender su aspecto; es una vieja amiga y un objeto de deseo cuando la vuelve a ver, porque ha descubierto que hay mucha alegría en una cuchara. Esto continúa con gran diligencia durante un par de años, al cabo de los cuales el bebé ha adquirido suficiente conocimiento del mundo como para comportarse de forma muy digna y racional.

La enseñanza de la naturaleza. Esto es lo que sucede bajo la enseñanza de la naturaleza; y durante los primeros cinco o seis años de su vida, todo, especialmente todo lo que está en movimiento, es objeto de curiosidad inteligente para el niño– la calle o el campo son un panorama de deleite, el perro del pastor, el carro del panadero, el hombre con la carretilla, están llenos de vivo interés. Tiene mil preguntas que hacer, quiere saberlo todo; tiene, de hecho, un apetito desmesurado por el conocimiento. Pronto curamos todo eso: le ocupamos con libros en lugar de cosas; evocamos otros deseos en lugar del deseo de saber; y conseguimos criar al hombre inobservante (y a la mujer más inobservante) que no discierne ninguna diferencia entre un olmo, un álamo y un tilo, y se pierde  mucho de la alegría de vivir. Por cierto, ¿por qué el bebé no ejercita con propósito su órgano del olfato? Arruga una naricita graciosa cuando aprende a estornudar sobre una flor, pero se vuelve un mero truco; pues no hace experimentos de forma natural como para saber si las cosas tienen olores, mientras que cada uno de sus otros sentidos le proporciona una gran alegría. No cabe duda de que la pequeña nariz es, involuntariamente, muy activa; pero ¿puede ser su inercia en esta materia un defecto hereditario? Puede ser que todos nos permitamos andar con las fosas nasales obtusas. Si es así, este es un asunto para la atención de las madres, que deberían educar a sus hijos no sólo para recibir, que es involuntario y vago, sino para percibir olores desde el principio.

Educación de los sentidos. Dos puntos reclaman nuestra atención en la educación de los sentidos; debemos ayudar al niño a educarse a sí mismo según las pautas de la Naturaleza, y debemos tener cuidado de no suplantar y desplazar a la Naturaleza y sus métodos con lo que llamamos educación. Las lecciones objetivas deben ser incidentales; y aquí es donde la familia disfruta de una gran ventaja sobre la escuela. Es casi imposible que la escuela imparta más que lecciones fijas; pero este tipo de enseñanza en la familia coincide con la aparición del objeto. El niño que encuentra ese maravilloso y bello objeto, un nido de avispa cartonera, atado a una rama de alerce, recibe su lección sobre el objeto fuera de la vista de su padre o de su madre. El color gris, la forma redonda y simétrica, la disposición en forma de copa y bola, la textura de papel, el tamaño y la suavidad comparativos, el olor o la falta de olor, la extrema ligereza, el hecho de que no esté frío al tacto… Éstos y otros cincuenta detalles los descubre el niño sin ayuda, o sin más que una palabra, aquí y allá, para dirigir su observación. No se encuentra un nido de avispas todos los días, pero se puede sacar mucho de cualquier objeto común, y cuanto más común mejor, que cae naturalmente bajo la observación del niño, un trozo de pan, un trozo de carbón, una esponja.

Ventajas de la enseñanza en el hogar. En primer lugar, es

innecesario en la familia dar un examen exhaustivo a cada objeto; una cualidad puede ser discutida en esto, otra cualidad en aquello. Comemos nuestro pan con leche, y notamos que el pan es absorbente; y revisamos nuestra experiencia para descubrir otras cosas que sabemos que también son absorbentes; y hacemos lo que podemos para comparar estas cosas en cuanto a si son menos absorbentes o más absorbentes que el pan. Esto es sumamente importante: la persona no observadora afirma que un objeto es ligero, y considera que ha afirmado un hecho último: la persona observadora hace la misma afirmación, pero tiene en su mente una escala relativa, y su juicio tiene más valor porque compara, en silencio, con una serie de sustancias a las que esto es relativamente ligero.

Términos positivos y comparativos. Es importante que los niños aprendan a reconocer que alto, dulce, amargo, largo, corto, agradable, etc., etc., son términos comparativos; mientras que cuadrado, redondo, negro, blanco, son términos positivos, cuya aplicación no se ve afectada por la comparación con otros objetos.

[Los  términos  comparativos  son  relativos;  los  positivos,

absolutos].

Uso indiscriminado de epítetos. El cuidado en esta materia contribuye a un mayor desarrollo moral, así como intelectual: la mitad de las disensiones en el mundo surgen de un uso indiscriminado de epítetos. ¿Dirías que tu pan (en la cena) era ligero o pesado? El niño probablemente respondería: «Más bien ligero». «Sí, sólo podemos decir que una cosa es ligera comparándola con otras; ¿con qué es ligero el pan comparado?»

«Con una piedra, un trozo de carbón, de queso, de mantequilla

del mismo tamaño». Pero, ¿es pesado comparado con qué?’ ‘Con un trozo de bizcocho, de esponja, de corcho, de piedra pómez’, etcétera. ¿Cuánto crees que pesa?» “¿Una onza?” “¿Una onza y media?” “Probaremos después de cenar; será mejor que tomes otro trozo y lo guardes”, y el pesaje después de cenar es una operación deliciosa. Merece la pena cultivar el poder de juzgar el peso. El otro día oímos hablar de un caballero al que le pidieron en un bazar que adivinara el peso de un pastel monstruoso; lo pesó y dijo que pesaba dieciocho libras y catorce onzas, y así fue exactamente. Caeteris paribus «Siendo el resto de las cosas iguales», uno siente más respeto por el hombre que hizo este juicio exacto que por la persona vaga que sugirió que el pastel podría pesar diez libras.

Juicio sobre el peso. Cartas, paquetes de libros, una manzana,

una naranja, un tuétano vegetal, cincuenta cosas en el curso del día, dan oportunidades para este tipo de enseñanza de objetos; es decir, la práctica de forzar juicios en cuanto al peso relativo y absoluto de los objetos por la irresistencia, es decir, su oposición a nuestra fuerza muscular, percibida por nuestro sentido del tacto. Poco a poco, los niños aprenden a observar que el peso relativo de los objetos depende de su densidad relativa, y se les enseña que tenemos un patrón de peso.

Juicio sobre el tamaño. Del mismo modo, hay que enseñar a los niños a medir los objetos a ojo. ¿Qué altura tiene ese candelabro?

¿Qué longitud y anchura tiene el marco del cuadro? y así sucesivamente, verificando sus afirmaciones. ¿Cuál es la circunferencia de ese cuenco, de la esfera del reloj, de ese parterre? ¿Cuánto miden Fulano y Mengano? ¿Cuántas manos miden los caballos de sus conocidos? Divide un trozo de madera o una hoja de papel en mitades, tercios o cuartos a ojo; coloca un bastón en ángulo recto con otro; detecta si un cuadro, una cortina, etc., cuelga fuera de la perpendicular. Este tipo de práctica asegurará a los niños lo que se llama un ojo correcto o verdadero.

Discriminación de Sonidos. Un oído rápido y verdadero es otra posesión que no viene por naturaleza, o en todo caso, si lo llega, con demasiada frecuencia se pierde. ¿Cuántos sonidos puedes distinguir en un silencio repentino al aire libre? Nómbrelos en orden de menos a más agudos. Que se distingan las notas de los pájaros, tanto las de llamada como las de canto; los cuatro o cinco sonidos distintos que se escuchan en el fluir de un arroyo. Cultivar la precisión al distinguir pasos y voces; en discernir, con los ojos cerrados, la dirección de  donde procede un sonido, en qué dirección se mueven unos pasos. Distinguir los vehículos que pasan por sus sonidos; como camión, carruaje común, carruaje de caza. La música es, sin duda, el medio por excelencia para este tipo de cultura del oído. ‘Child Pianist’ de la Sra. Curwen pone en manos de los padres trabajos cuidadosamente graduados de este tipo; y, si un niño nunca llega a ser intérprete, haber adquirido un oído cultivado y correcto no es una parte pequeña de una educación musical.

Discriminación de olores. No damos suficiente importancia a la discriminación de olores, ya sea como protección de la salud o como fuente de placer.

La mitad de las personas que conocemos tienen fosas nasales que no registran ninguna diferencia entre la atmósfera de una habitación grande y llamada “aireada”, cuyas ventanas se abren al menos una hora, y de la habitación en la que se dispone una corriente de aire en intervalos frecuentes de tiempo o de la habitación que nunca se abre y, sin embargo, la salud depende en gran medida de una percepción delicada de la pureza de la atmósfera. Los olores que provocan la difteria o la fiebre tifoidea son perceptibles, por leves que sean, y una nariz entrenada para detectar las partículas malolientes más leves en la comida, la ropa o la vivienda es para quien la posee una protección contra las enfermedades.

Entonces,        los       olores entran más     fácilmente      que      otras percepciones sensoriales en aquellas…

‘sensaciones dulces,

Se siente en la sangre y se siente a lo largo del corazón

que añaden tanto a la suma de nuestra felicidad, porque se unen fácilmente con nuestras alegrías puramente incorpóreas por vínculos de asociación. “Nunca huelo la quina sin que me recuerde…”–, es el tipo de cosas que oímos y decimos continuamente, pero no nos molestamos en darnos cuenta de  que debemos una doble alegría al olor de la quina (o puede ser,

¡ay!, una pena reflejada): la alegría de las agradables influencias que nos rodean cuando arrancamos la flor, y la alegría posiblemente más personal de ese otro momento con el que la asociamos. Cada nuevo olor percibido es una fuente, si no de advertencia, de satisfacción o interés recurrente. Conocemos  muy pocos de los olores que ofrece la primavera. Sólo esta primavera la escritora aprendió dos olores peculiarmente deliciosos y completamente nuevos para ella: el de las ramitas tiernas de alerce, que tienen el mismo tipo y grado de fragancia que la flor de la filadelfo, y el agradable aroma almizclado de un seto de boj. Se debe enseñar a los niños a cerrar los ojos, por ejemplo, cuando entran en el salón y descubren por la nariz qué flores olorosas hay presentes; deberíamos distinguir los olores del jardín que desprende una lluvia:

‘Las casas y las habitaciones están llenas de perfumes, los estantes están llenos de perfumes,

Respiro la fragancia, la reconozco y me agrada.

* * *

‘La atmósfera no es un perfume, no tiene sabor a destilación, es inodoro,

Lo es para mi boca para siempre, estoy enamorada de él.

* * *

“El olor de las hojas verdes y de las hojas secas, de la orilla, de las rocas marinas de color oscuro y del heno en el granero”.

El poeta americano tal vez haya hecho más que ningún otro por expresar el placer que se encuentra en los olores. Esta es una dirección en la que aún queda mucho por hacer; Aún no hemos llegado ni siquiera a una escala de olores, de sonido y de color.

Discriminación del sabor. también en este caso, el sabor ofrece un amplio abanico de posibilidades para una delicada discriminación. A primera vista, parece difícil cultivar el sentido del gusto sin convertir al niño en un goloso, pero lo cierto es que los sabores fuertes que excitan el paladar destruyen el poder de percepción. El niño pequeño que vive a base de alimentos lácteos tiene, probablemente, más placer en el sabor que el comensal que está familiarizado con las confecciones de un cordon bleu. Al mismo tiempo, uno preferiría que el sabor fuera una fuente de interés más que de placer sensorial para los niños: es mejor que intenten discernir un sabor con los ojos cerrados que permitirles pensar o decir que las cosas son “agradables” o “desagradables”. Hay que reprimir este tipo de fastidiosidad. No es bueno obligar a un niño a comer lo que no le gusta, ya que eso sólo haría que siempre le disgustara ese plato en particular; pero hacerle sentir que demuestra falta de autocontrol y hombría, cuando expresa disgusto por la comida sana, es probable que tenga un efecto duradero.

Gimnasia sensorial. Apenas hemos tocado el tipo de lecciones objetivas, apelando ahora a un sentido y ahora a otro, que deberían surgir incidentalmente todos los días en la familia. Tendemos a considerar a un indio americano como una persona bastante inculta; es, por el contrario, muy educado en la medida en que es capaz de discriminar las impresiones sensoriales y actuar sobre ellas, de una manera que resulta desconcertante para el europeo estudioso de los libros. Sería bueno que los padres educaran a sus hijos, al menos durante los primeros seis años de su vida, siguiendo el modelo de los pieles rojas. Además de los pocos puntos que hemos mencionado, debería poder discriminar colores y matices de color; grados relativos de calor en lana, madera, hierro, mármol, hielo; debería aprender el uso del termómetro; debería discriminar los objetos según sus grados de dureza; debe tener un ojo cultivado y un tacto para la textura; De hecho, debería ser capaz de obtener tanta información sobre un objeto en unos pocos minutos de estudio en cuanto a su forma, color, textura, tamaño, peso, cualidades, partes, características, como podría aprender de muchas páginas de un libro impreso. Abordamos el tema por la vía de los sentidos del niño más que por la de los objetos a estudiar, porque justo ahora tenemos a la vista los ejercicios de prueba ocasionales, cuyo propósito es dar una cultura completa a los diversos sentidos. El conocimiento de la naturaleza y de los objetos naturales es otra cosa y debe abordarse de una manera ligeramente diferente. Un niño que está observando un escarabajo no aplica conscientemente sus diversos sentidos al escarabajo, sino que deja que el escarabajo tome la iniciativa, lo que el niño sigue con reverencia; pero el niño que tiene el hábito de hacer gimnasia sensorial diariamente aprenderá mucho más sobre el escarabajo que sobre el que no está tan entrenado.

Juegos sensoriales. las lecciones objetivas definidas se diferencian de estos ejercicios incidentales en que un objeto es agotado por cada uno de los sentidos por turno, y cada átomo de información que puede proporcionar se extrae de él.

Un buen plan es convertir este tipo de lección en un juego. Pase su objeto —un trozo de pan, por ejemplo— y deje que cada niño cuente algún hecho que descubra al tacto; otra ronda, por el olfato; de nuevo, gusto; y otra vez, por la vista. Los niños son muy ingeniosos en este tipo de juego, y les brinda oportunidades de darles palabras nuevas, tan friables, elásticas, cuando realmente piden que se les ayude a expresar en una palabra algún descubrimiento que han hecho. Los niños aprenden así a pensar con exactitud, a distinguir entre lo deleznable y lo quebradizo; y cualquier información común que se les ofrezca en el curso de estos ejercicios será posesión para siempre. Un buen juego del tipo de lección objetiva, adecuado para una fiesta de cumpleaños, es tener cien objetos dispuestos sobre una mesa, sin que los niños lo sepan; luego lleve al pequeño grupo a la habitación, déles tres minutos para mirar alrededor de la mesa; después, cuando hayan salido de la habitación, que escriban o digan en un rincón los nombres de todos los objetos que recuerden. Algunos niños fácilmente alcanzarán los cincuenta o los sesenta.

Sin duda, el mejor y más feliz ejercicio de los sentidos surge de una amorosa familiaridad con el mundo de la naturaleza, pero los tipos de ejercicios que hemos indicado agudizan las percepciones y los niños los disfrutan mucho. El gran punto que debe tenerse presente es que no se debe permitir que las sensaciones ministren indebidamente la conciencia subjetiva del niño.

Capítulo XVIII. Sensaciones y sentimientos: sentimientos educables por los padres

Estas formas, en una larga ausencia, no han sido para mí como un paisaje a los ojos de un ciego; con frecuencia en espacios aislados y entre el ruido de pueblos y ciudades, me han traído en horas lasas sensaciones dulces, sentidas en la sangre y aun pasadas del corazón hasta la misma mente, con un tranquilo alivio; sentimientos de placer olvidado, quizá tales

como tener influjo no liviano

en la vida mejor de un hombre bueno, sus pequeños, sin nombre, y olvidados actos de amor y de bondad.

  1. WORDSWORTH, Tintern Abbey.

Sensaciones reflejadas. La percepción, la, por así decirlo, garra científica de un gran poeta, se encuentra entre esas “más cosas” en el cielo y en la tierra que nuestra filosofía ha soñado: Wordsworth nos dice que, tras el paso de los años, esas bellas formas de la Abadía de Tinturn, las ruinas de una exquisita iglesia a lo largo del río Wye en Gales, le produjeron sensaciones. Ahora bien, somos propensos a pensar que las sensaciones sólo pueden ser inmediatas, percibidas en el instante en que el objeto está presente a los sentidos; pero el poeta tiene, como de costumbre, toda la razón: podemos tener, por así decirlo, sensaciones reflejadas, así como las que son inmediatas; porque una sensación consciente depende del reconocimiento de una impresión en los centros sensoriales, y este reconocimiento puede ser evocado, no sólo por una sensación inmediata, sino por una asociación que recuerda la imagen una vez grabada permanentemente por la sensación original. Wordsworth tiene una razón exquisita cuando habla del disfrute repetido de las sensaciones dulces.

En habitaciones solitarias y en medio del bullicio de pueblos y ciudades, algún toque repentino de las cuerdas de la asociación le ha traído la alegría tranquilizadora de un cuadro, formas con toda la gracia de la simetría, la armonía, la venerable antigüedad, en el marco siempre fresco y gracioso de un hermoso paisaje. El ojo de su mente se alegra infinitamente; el oído de su mente, que ya no es consciente del estruendo de las ciudades, escucha el acorde que toca el Wye en su fluir, y las notas de los pájaros y el mugido del ganado y las notas más agudas del mundo de los insectos. De nuevo percibe el olor de la reina de los prados, toca el frescor de la hierba; y todas estas son sensaciones tan absolutas como cuando fueron transmitidas por primera vez a su conciencia por los órganos sensoriales.

Recuerdos al aire libre deben ser almacenados. Tenemos en estas pocas líneas un volumen de razones por las que debemos llenar en los niños el almacén de la memoria con muchas imágenes al aire libre, capaces de proporcionarles sensaciones reflejas de extremo deleite. Nuestro cuidado constante debe ser asegurar que ellos miren, y escuchen, toquen y huelan; y la manera de hacerlo es mediante una acción simpática de nuestra parte: lo que nosotros miramos, ellos lo mirarán; los olores que nosotros percibimos, ellos también los percibirán. El otro día oímos hablar de una niña que viajaba por Italia con sus padres en los tiempos de los dignos carruajes familiares. Los padres de la niña eran concienzudos, y el tiempo era precioso, y no debía malgastarse de ningún modo en la mera ociosidad del viaje; así que la institutriz y la niña tenían el cupé para ellas solas, y en él llevaban toda la parafernalia de la escuela; y la niña hacía sus cuentas, aprendía geografía, probablemente los condados de Inglaterra, y todo lo demás, con la menor pérdida de tiempo posible en la ociosa curiosidad de cómo serían los “faire londes” por los que pasaba. Una historia como ésta demuestra que estamos avanzando, pero que aún estamos lejos de reconocer plenamente que nuestro papel en la educación de los niños debe estar cuidadosamente subordinado al que desempeña la propia naturaleza.

Los Recuerdos del Deleite una Fuente de Bienestar Físico y de Restauración Mental. Para continuar nuestro estudio de este asombrosamente exacto, así como exquisitamente bello, registro psicológico: el poeta continúa diciéndonos que estas dulces sensaciones “se sienten en la sangre y se sienten a lo largo del corazón”, una afirmación curiosamente fiel a los hechos; porque una sensación placentera provoca la relajación de las infinitesimales fibras nerviosas enredadas alrededor de los capilares; la sangre fluye libremente, el corazón late más rápido, la sensación de bienestar aumenta; La sangre fluye libremente, el corazón late más deprisa, aumenta la sensación de bienestar, sobrevienen la alegría y el regocijo, y la oscuridad del día aburrido y el bullicio de la ciudad ajetreada dejan de existir para nosotros; es decir, los recuerdos del deleite son, por así decirlo, un elixir de vida, capaz, cuando se presentan, de devolvernos en cualquier momento a una condición de bienestar físico.

Pero ni siquiera esto es todo.  Wordsworth habla de estos recuerdos como “pasando a mi mente más pura con tranquila restauración” – más pura, porque menos corpórea, menos afectada por las condiciones físicas, pero al mismo tiempo tan íntimamente relacionada con el cerebro físico, que la condición de uno debe gobernar al otro. La mente y el cerebro, tal vez, han estado igualmente fatigados por la insistente recurrencia de alguna línea de pensamiento; cuando, de repente, destella en la “mente más pura” la cognición de imágenes de deleite, presentadas como consecuencia de un toque a algún manantial de asociación: la corriente de pensamiento se desvía hacia nuevos y deliciosos canales; y el cansancio y la fatiga del cerebro dan lugar a la “restauración tranquila”.

Si las meras sensaciones son capaces de hacer tanto por nuestra felicidad, nuestro refresco mental y nuestro bienestar físico, tanto en el momento de su recepción como por un número indefinido de veces después, se deduce que no es una pequeña parte de nuestro trabajo como educadores preservar la agudeza de las percepciones de los niños, y almacenar sus recuerdos con imágenes de deleite.

Sensaciones y sentimientos distinguidos. El poeta prosigue la investigación y hace una distinción clara; no sólo recupera “sensaciones dulces”, sino también “sentimientos de placer no recordado”. Muy pocas personas son capaces de discriminar entre las sensaciones y los sentimientos producidos por una imagen recuperada por algún tren de asociación. La psicología de Wordsworth no sólo es delicadamente agradable, sino muy justa, y la distinción que establece es importante para el educador.

La verdad es que “los sentimientos” están pasados de moda en la actualidad: El Hombre de los Sentimientos es una persona sin importancia; si todavía existe, se mantiene en la sombra, consciente, por una cierta rapidez de percepción que le es propia, de que cualquier pequeña eflorescencia propia de su carácter sería rápidamente reducida a pulpa por algún portador de un mazo. El Hombre de Sentimientos debe agradecerse a sí mismo por esto; permitió que sus sentimientos se volvieran fantásticos; su dulce sensibilidad se escapó con él; quiso decir pathos y habló bathos; se convirtió en un tipo exagerado, y, en autopreservación, la Sociedad siempre corta el miembro ofensivo, así que El Hombre de Sentimientos ya no existe.

Los Sentimientos deben ser objetivos, no subjetivos. No es ésta la única carga que “los sentimientos” tienen que sostener. Mientras los sentimientos permanezcan objetivos, son, como  la flor al melocotón, la última perfección de un carácter hermoso; pero cuando se vuelven subjetivos, cuando cada sentimiento se refiere al ego, tenemos, como en el caso de las sensaciones, condiciones mórbidas establecidas; la persona comienza siendo “demasiado sensible”, sobreviene la histeria, tal vez la melancolía, una vida completamente estropeada. George Eliot tiene una bella figura que ilustra muy bien esta condición subjetiva de los sentimientos. Ella nos dice que un amigo filósofo le había señalado que mientras que la

superficie de un espejo o de una placa de acero está cubierta de diminutos arañazos que van en todas direcciones, si se sostiene una vela encendida en la superficie estos arañazos aleatorios parecen organizarse e irradiar desde la llama central; lo mismo ocurre con la persona a cuyos sentimientos se les ha permitido servir a su conciencia egoísta: todas las cosas en el cielo y en la tierra son “sentidas” en la medida en que afectan a su propia personalidad.

Qué  son  y  qué  no  son  los  sentimientos.  ¿Qué  son  los sentimientos? Tal vez se expresen mejor en la frase de Coleridge de “una vaga apetencia de la mente”; y podemos hacer algo para aclarar nuestros pensamientos mediante un examen negativo. Los sentimientos no son sensaciones, porque no tienen conexión necesaria con los sentidos; deben distinguirse de los dos grandes afectos (de amor y justicia) porque no se ejercen activamente sobre ningún objeto; son distintos de los deseos porque no exigen gratificación; y son distinguibles de las operaciones intelectuales que llamamos pensamiento, porque mientras el pensamiento procede de una idea, es activo y llega a un resultado, los sentimientos llegan de percepciones, son pasivos y no definitivamente progresivos.

Todo  sentimiento  tiene  su  positivo  y  su  negativo.  Todo sentimiento tiene su positivo y su negativo, y éstos en grados casi infinitamente variables: placer, disgusto; aprecio, depreciación; anticipación, presentimiento; admiración, desprecio; seguridad, indecisión; timidez, complacencia; y así sucesivamente, a través de muchos matices más delicados de sentimiento que son nombrables, y aún más, tan delicados que el lenguaje es un instrumento demasiado tosco para su expresión.

Los sentimientos no morales o inmorales. Se observará que todos estos sentimientos tienen ciertas condiciones en común; ninguno es claramente moral o inmoral; no han llegado a la  etapa del pensamiento definido; existen vagamente en lo que parecería ser una región intelectual semiconsciente.

¿Por qué, entonces, tenemos que preocuparnos por esta parte poco conocida de esa terra incognita que llamamos naturaleza humana? Este “por qué” es la pregunta del filósofo en prosa; nuestro poeta ve más allá. En uno de los pasajes más exquisitamente discriminatorios en todo el campo de la poesía, habla de sentimientos de placer olvidados como si tuvieran una influencia no leve o trivial en la vida de un hombre bueno, como las fuentes de “pequeños actos olvidados de bondad y amor”.

Conexión entre los sentimientos y los actos olvidados.

Incluso el sentimiento de “placer olvidado” – porque es posible que el resorte de la asociación sea tocado tan ligeramente que uno recupere el sentimiento de placer anterior sin recuperar la sensación, o la imagen que produjo la sensación, sino sólo el vago sentimiento del placer, como cuando uno oye la palabra “Lohengrin” y no espera, El sentimiento de placer olvidado, intangible, indefinido, como es, produce ese resplandor del corazón que calienta a un buen hombre a “actos de bondad y de amor”, tan pequeños, tan sin nombre y tan olvidados como los sentimientos de los que surgen.

Estos actos insignificantes son la mejor porción de la vida de un hombre de bien. A pesar de su insignificancia, el poeta no duda en calificar estos actos insignificantes como la “mejor porción de la vida de un hombre de bien”. Pero es sólo del corazón del hombre de bien de donde salen estos buenos actos, porque, como hemos dicho, los sentimientos no son en sí mismos morales; actúan sobre lo que está ahí, y el punto que se nos presenta es que la influencia de los sentimientos es, al mismo tiempo, poderosa e indirecta.

¿Por qué el recuerdo de la Abadía de Tintern haría que un buen hombre hiciera alguna pequeña cosa amable? Sólo podemos dar la respuesta definitiva de que “Dios nos ha hecho así”, que un sentimiento de placer, incluso no recordado, impulsa al hombre bueno a dar del buen tesoro de su corazón en bondad y en amor.

No tenemos más que pensar en el resultado de los sentimientos en el polo negativo para convencernos de la agradable exactitud de la psicología del poeta. Supongamos que no estamos exactamente disgustados, sino disgustados, apagados, sin ningún sentimiento de placer: preguntémonos si, en esta condición de nuestros sentimientos, estamos impulsados a cualquier efusión de amor y bondad hacia nuestros vecinos.

La percepción del carácter, uno de nuestros sentimientos más finos. He aquí otro aspecto de los sentimientos, de gran importancia para quienes nos ocupamos de la educación de los niños. No me gusta usted, doctor Fell, la razón no puedo decirla, es un sentimiento que todos conocemos muy bien, y es, de hecho, esa percepción intuitiva del carácter -uno de nuestros mejores sentimientos y mejor guía en la vida- que es demasiado propenso a ser sacado de nosotros por el constante esfuerzo de someter nuestra sensibilidad a lo explícito y definitivo. Uno se pregunta por qué la gente se queja de amigos infieles, sirvientes indignos    de confianza y afectos decepcionados. Si los sentimientos se mantuvieran en su verdad y sencillez, no cabe duda de que nos proporcionarían a cada uno de nosotros una piedra de toque del carácter de las personas con las que entramos en contacto, que nos evitaría, por un lado, exigir demasiado y, por otro, sufrir decepciones.

Al educar los sentimientos   modificamos el carácter. Pero nuestros sentimientos, como nuestros pensamientos, dependen de lo que somos; sentimos en todas las cosas según nuestra naturaleza, y lo que hay que destacar es que nuestros sentimientos son educables, y que al educar los sentimientos modificamos el carácter. Un peligro acuciante en nuestros días es que la delicada tarea de educar se cambie por la mucho más sencilla de embotar los sentimientos. Este es el resultado casi inevitable de un sistema en el que la formación se da en masa; pero no el resultado necesario, porque el tono de sentimiento de un director o directora se transmite casi con certeza, más o menos, a toda una escuela. Sin embargo, tal vez, el perfecto florecimiento de los sentimientos sólo pueda preservarse bajo una cultura individual bastante juiciosa, y, por lo tanto, ¡depende necesariamente de los padres!

El Sexto Sentido del Tacto. El instrumento a emplear en este cultivo es siempre el mismo el bendito sexto sentido del Tacto. Es posible suscitar el sentimiento que se desea con una mirada, un gesto; disiparlo por completo con la grosería de una palabra hablada. Nuestro silencio, nuestra simpatía, nuestra percepción, dan lugar y juego a los sentimientos adecuados, y, del mismo modo, desalientan y hacen que se escabullan avergonzados los sentimientos que no deberían tener lugar.

Pero tengamos cuidado con las palabras. Usemos nuestros ojos y nuestra imaginación al tratar con los jóvenes; veamos lo que están sintiendo y ayudémosles con el flujo de nuestro sentimiento receptivo. Pero las palabras, incluso las palabras de alabanza y ternura, tocan esta delicada manifestación de la naturaleza como con un dedo caliente, y ¡he aquí! desaparece. Consideremos cuidadosamente qué sentimientos deseamos estimular y qué sentimientos deseamos reprimir en nuestros hijos, y luego, una vez decididos, no digamos nada. Todos conocemos la sensación de encogimiento como ese lugar doloroso, en el que los niños reciben alguna palabra bien intencionada de una persona sin tacto para hablar.

Un sentimiento se comunica por simpatía. El sentido del tacto espiritual es nuestra única guía en esta región de los sentimientos, pero sólo con esto podemos sintonizar los espíritus de los niños a grandes cuestiones, creyendo que son capaces de todas las cosas grandes. Deseamos que reverencien. Ahora bien, la reverencia es un sentimiento antes de convertirse en pensamiento o acto, y es un sentimiento comunicable, pero comunicable, como la luz de una antorcha, sólo por contacto. El sentimiento de reverencia llena nuestras propias almas cuando vemos un pájaro en su nido, un anciano a la puerta de su cabaña, una iglesia en la que se han centrado las aspiraciones de un pueblo durante muchas épocas; sentimos, y los niños sienten nuestro sentimiento, y ellos sienten también; un sentimiento se comunica por simpatía, pero tal vez de ninguna otra manera

El innoble hábito del desprecio es, en primer lugar, un sentimiento. Es bastante fácil poner a los niños en esa otra actitud de sentimiento suscitada por la aptitud y la bondad de la cosa considerada, y todos sabemos que es fácil apreciar o depreciar la misma cosa. Estos dos sentimientos por sí solos ilustran la importancia de la delicada cultura que tenemos a la vista, pues entre las notas menores del carácter ninguna tiende más a diferenciar a las personas que ésta de percibir la causa de satisfacción en un objeto o una persona, o de percibir la causa de insatisfacción en el mismo objeto o persona.

Las personas se diferencian por sus facultades de apreciación o depreciación. Un hábito apreciativo de los sentimientos es causa de una tranquila alegría para su poseedor, y de tranquilidad y satisfacción para las personas relacionadas con él. Un hábito despreciativo, por el contrario, aunque proporciona un poco de excitación placentera, porque sirve a la vanidad del ego (me disgusta esta persona o esta cosa, por lo tanto, sé más o soy mejor que otros), perturba la tranquilidad y pone a la persona fuera de armonía consigo misma y su entorno; ninguna alegría estable proviene de la depreciación. Pero incluso en el trato con los sentimientos de clase debemos recordar que el tacto, la simpatía y el sentimiento comunicable son nuestros únicos instrumentos; los sentimientos no son pensamientos que se puedan razonar; no son morales ni inmorales para desafiar nuestra alabanza o nuestra culpa; no podemos ser demasiado reservados en nuestro trato con ellos en los niños, ni demasiado vigilantes, conscientes de que la menor inadvertencia puede magullar algún tierno capullo del sentimiento.

Cierto peligro en la persuasión. Este es el riesgo que conlleva el hábito de la persiflage y las bromas en las conversaciones familiares; un poco es totalmente bueno y un poco entero, pero este tipo de juego debe utilizarse con mucho tacto, especialmente por parte de los mayores. Los niños se entienden tan bien entre sí que hay mucho menos riesgo de herir los sentimientos del escolar atormentador que del mayor más considerado.

Tratar  con  los  sentimientos  de  los  jóvenes  es  una  tarea delicada. Sólo hay un caso en el que los sentimientos no pueden jugar libremente, y es cuando reflejan la conciencia del ego. Lo que comúnmente se denomina sentimientos sensibles, es decir,  la susceptibilidad hacia uno mismo y sobre uno mismo, la prontitud para percibir la negligencia o el desaire, la condena o la aprobación, aunque pertenecen a un carácter fino y delicado, son en sí mismos de un orden menos digno y requieren una dirección muy cuidadosa para que no se establezcan  condiciones mórbidas. Ignorar sabiamente es un arte, y a la muchacha que ansía saber qué pensabas de ella cuando dijo esto o hizo lo otro, no es necesario decirle brutalmente que no pensabas en ella en absoluto; le basta con percibir que tu mirada está fija en algo impersonal tanto para ella como para ti; capta la indirecta y mira hacia otro lado, y no se dice nada que pueda causarle dolor. Parece ser una ley inmutable que nuestros sentimientos, como nuestras sensaciones, deben encontrar su ocupación en las cosas externas; en el momento en que se vuelven sobre sí mismos, se produce el daño.

La tarea de tratar con las susceptibilidades de los jóvenes es una de las más delicadas que nos corresponde a los mayores, ya seamos padres o amigos. La simpatía indiscriminada es muy peligrosa, y la brusquedad en la percepción es muy perjudicial; estamos entre Escila y Caribdis, y debemos necesariamente caminar con humildad y cautela en esta delicada tarea de tratar con los sentimientos de los niños y los jóvenes. Nuestra única salvaguardia es abrigar en nosotros “el alma suave, mansa y tierna”, sensible al toque de Dios, y capaz de tratar de manera suave, mansa y tierna a los niños, seres de molde fino y delicado como son.

Capítulo XIX. «¿Qué es la verdad?» Discriminación moral exigida por los padres

Como nación estamos perdiendo y ganando en veracidad. Se dice que los ingleses ya no nos caracterizamos por ser un pueblo que habla la verdad. Esta es una acusación alarmante, y sin embargo no podemos pasarla por alto. Posiblemente nos encontremos en una etapa de la civilización que no tiende a producir el fino coraje de la veracidad absoluta. Quien no tiene miedo no suele tener falsedad en él; y una nación educada en las heroicas acciones de guerra se atreve a ser sincera. Pero vivimos en tiempos de paz; ya no estamos llamados a defender la verdad de nuestra palabra con la fuerza de nuestra mano. Hablamos con muy poco sentido de la responsabilidad, porque nadie nos pide cuentas; y, en la medida en que somos personas que hablan la verdad, lo hacemos por pura verdad de corazón y rectitud de vida. Es decir, es posible que, como nación, estemos perdiendo el hábito de la verdad para el que la infancia de la nación fue entrenada, aunque los métodos hayan sido rudos y violentos; pero estamos creciendo, y la verdad que hay entre nosotros es quizás de una calidad más alta que la veracidad más general de días anteriores. Ahora, la verdad es ciertamente la flor blanca de una vida intachable, y no el mero resultado del hábito de no tener miedo. El trabajo que tenemos ante nosotros es educar a nuestros hijos en esta forma superior de la verdad. Ya no tratamos esta o aquella mentira o engaño en particular como una dolencia local, para la cual sólo tenemos que aplicar la loción o el apósito adecuados; la tratamos como sintomática, como denotando un defecto radical de carácter que nos proponemos corregir.

La opinión sin conocimiento, dice Darwin, no tiene ningún valor, y para tratar la tendencia a la falsedad que los niños muestran a menudo, uno debe tener una gran cantidad de conocimientos de un tipo especial. Tratar a un niño desde cero, colocarlo bajo un microscopio moral, registrar nuestras observaciones y formular opiniones basadas en ese niño, y en tantos otros como podamos enfocar, es, quizá, un trabajo público útil e importante. Pero es un trabajo para el experto capacitado, más que para el padre o el maestro ocupado.

El niño es un ser humano, tal vez en su mejor momento. Aportar sentido común infundado y buenas intenciones no es suficiente para este arte tan delicado del estudio del niño. No podemos darnos el lujo de descartar la sabiduría del pasado y comenzar de nuevo con el esfuerzo de recopilar y sistematizar, con la esperanza de lograr en nuestro corto lapso de tiempo tanto y más de lo que los siglos nos han brindado. Porque, en efecto, el niño es un ser humano, inmaduro, pero, sin embargo, tal vez un ser humano en su mejor momento. ¿Quién de nosotros tiene tales dones de ver, saber, comprender, imaginar; tales capacidades de amar, de dar, de creer como el niño en medio de nosotros? No tenemos mayor elogio para los más sabios y los mejores entre nosotros, que el hecho de que sean en sus intereses y amores, frescos y agudos como niños pequeños.

En el asunto de la mentira: Dos teorías. En este asunto de la mentira, por ejemplo, es probable que el sentido común sin ayuda parta de una de dos tesis: o el niño nace veraz y hay que mantenerlo así; o el niño nace mentiroso y hay que curarlo de ello. En estos días, la opinión popular se inclina fuertemente por la primera teoría; y como sólo percibimos aquello en lo que creemos, la tendencia es, tal vez, a dar por sentada la absoluta veracidad y honorabilidad de los niños. Si quieres que los niños sean verdaderos, debes, por supuesto, tratarlos como si lo fueran y creer que lo son. Pero, de todos modos, la sabiduría no puede hacer de avestruz. En la generación pasada, la gente aceptaba que sus hijos nacieran falsos, ¿y qué más probable para que lo fueran que esta conclusión previsible? Es posible que parte de la falta de veracidad en nuestros días se deba a la enseñanza dogmática en la que se educaron nuestros antepasados.

[«La gente aceptaba a sus hijos como nacidos falsos» y su desconfianza se convirtió en una profecía autocumplida].

Un niño nace sin virtud ni vicio. La sabiduría de los siglos, es decir, la filosofía, y la ciencia actual, especialmente la fisiología, y más particularmente lo que podemos llamar psicofisiología, nos muestran que ambas posiciones son erróneas, y que todas las teorías basadas en una u otra posición, o en cualquier punto intermedio entre las dos, tienen que ser necesariamente erróneas también. Un niño no nace ni veraz ni falso. Cuando viene al mundo carece absolutamente de virtud o vicio. Tiene tendencias, ciertamente, pero éstas no son más virtuosas o viciosas que el color de sus ojos. Incluso el hijo de un mentiroso no nace necesariamente mentiroso, porque estamos seguros de que las tendencias adquiridas no se transmiten. Pero hay que decir lo siguiente. El hijo nacido de una familia que de generación en generación ha estado en una posición de súbdito puede tener menos predisposición a la veracidad que el hijo de una familia que ha pertenecido durante generaciones a la clase dominante. Como en el mundo natural todas las sustancias deben ser reducidas a sus elementos antes de que puedan ser tratadas químicamente, así en el mundo moral, si queremos tratar una ofensa, lo mejor es rastrearla hasta aquella propiedad elemental de la naturaleza humana de la que es el resultado probable.

La mentira no es elemental, sino secundaria y sintomática. Ahora bien, la mentira, incluso en sus peores formas, no es en absoluto elemental. La ambición es elemental, la avaricia, la vanidad, la gratitud, el amor y el odio. Pero la mentira surge de causas secundarias. El tratamiento es tanto más difícil. Ya no se trata de: el niño ha mentido, castígalo; sino, ¿dónde está el punto débil de su carácter, o cuál es el defecto de su educación, que ha inducido este hábito de mentir, si es que es un hábito? ¿Cómo debemos, no castigar la mentira, sino tratar el defecto del que es síntoma? Desde este punto de vista, consideremos la interesantísima clasificación de las mentiras que nos presenta un pedagogo americano. [El profesor G. Stanley Hall, en un artículo aparecido en el American Journal of Psychology, enero de 1891. Los títulos proceden de la clasificación del profesor Stanley Hall].

  1. Pseudofobia —Tratamiento. Janet piensa que puede haber echado un vistazo a la pizarra de Mary y haber visto la respuesta a su suma. Una comparación de las dos pizarras muestra que no lo ha hecho, y que Janet, en el esfuerzo por salvarse de una mentira, en realidad ha dicho una. Este tipo de conciencia mórbida es un ojo de argus para otras formas de pecado. Conocí a una niña enferma de catorce años que era terriblemente infeliz porque no era capaz de arrodillarse en la cama cuando rezaba sus oraciones. ¿Era éste el «pecado imperdonable»? preguntó aterrorizada. Estoy de acuerdo con el escritor en cuestión, en cuanto a la frecuente ocurrencia de esta forma de angustia, y también en atribuirla, no a causas morales sino físicas. También diría que es más común en las niñas que en los niños, y en los niños educados en casa que en los educados en la escuela. Los intereses saludables, la vida al aire libre, los trabajos manuales absorbentes y placenteros, la ocupación general con las cosas más que con los pensamientos, y evitar cualquier palabra o insinuación que pueda conducir a la autoconciencia o al hábito de la introspección, probablemente harán mucho para llevar al joven afligido a través de una etapa difícil de la vida.
  1. La mentira heroica. La mentira heroica es, por excelencia, la mentira del colegial, y tiene su origen, no en ningún amor por la mentira, sino en una falta de equilibrio moral; es decir, se ha dejado que el muchacho forme su propio código ético.

«¿Quién  derramó  la  tinta?»,  le  preguntan  al  pequeño  Tom Brown. «Yo», responde, porque Jack Spender, el verdadero culpable, es su héroe particular en ese momento. La fidelidad a un amigo es una virtud mucho más elevada a los ojos de Tom que la mera veracidad estéril. ¿Y cómo va a saber Tom, si no le han enseñado, que es ilícito apreciar una virtud a expensas de otra? Teniendo en cuenta la poca enseñanza clara, definida y autorizada que reciben los niños sobre cuestiones éticas, lo sorprendente es que la mayoría de las personas sí elaboren algún tipo de código moral, o código de honor, para sí mismas.

  1. Verdad para los amigos, mentiras para los enemigos. Una mentira de este tipo se diferencia de la mentira heroica principalmente en que no tiene por qué suponer ningún riesgo para el que la dice. Esta clase de mentiras, una vez más, apunta a la ignorancia moral que tardamos en reconocer en los niños porque confundimos inocencia con virtud. Es muy natural que un niño crea que la verdad es relativa y no absoluta, y que el hecho de que una mentira sea mentira o no depende de con quién se esté hablando. Los niños se encuentran en la posición del «Pilatos bromista». ¿Qué es la verdad? se preguntan inconscientemente.
  1. Mentiras inspiradas por el egoísmo. Esta es una forma de mentir para la cual el tratamiento superficial es bastante inútil. La mentira y el vicio del que es instrumento están tan relacionados que no pueden separarse. El profesor Stanley Hall señala muy bien que la escuela es un campo fértil para este tipo de mentiras. Pero es el egoísmo y no la mentira lo que hay que combatir. Cúrese el primero, y el segundo desaparecerá, sin tener más ocasión. ¿Cómo? Es una pregunta difícil. Nada sino un fuerte impulso al heroísmo del altruismo, iniciado y sostenido por la gracia de Dios, librará al muchacho o a la muchacha del vicio del egoísmo, del cual la mentira es la sirvienta. Pero no desesperemos; cada niño y niña está abierto a tal impulso y es capaz de un esfuerzo heroico. La oración y la paciencia, y la vigilancia de las oportunidades para transmitir la idea estimulante – estos no serán en vano. Cada niño y niña es un posible héroe. No hay peor infidelidad que la que renuncia a la esperanza de enmendar cualquier defecto de carácter, por malo que sea, en una criatura joven. De todos modos, felices aquellos padres que no han permitido que el egoísmo y la virtud (ya sea en forma de veracidad, o bajo algún otro nombre) entren en conflicto mano a mano. Es fácil orientar las tendencias de un niño; es angustiosamente difícil modificar el carácter de un hombre.
  1. Engaños de la imaginación y del juego —debidos a una imaginación no alimentada— lecciones sobre contar la verdad. Un día me crucé con la pequeña Muriel en el parque; la niña no miraba; su acompañante me era desconocida. Yo estaba ocupada con mi acompañante, y creí que Muriel no se había fijado en mí. La niña fue a casa y le dijo a su madre que yo la había besado y le había hecho varias preguntas sobre la salud de la familia. ¿Cuál podía ser el motivo de la niña? No tenía ninguno. Su activa imaginación ensayó el pequeño diálogo que habría tenido lugar de la manera más natural; y esto era tan real para ella que oscurecía el hecho. Para Muriel, la realidad, la verdad, era lo que imaginaba que había ocurrido. Probablemente no recordaba en absoluto los hechos reales. Este tipo de falta de veracidad verbal es excesivamente común en los niños imaginativos, y exige una atención y un tratamiento rápidos; pero no en la línea que un padre precipitado y justo podría inclinarse a adoptar. Aquí no hay motivo para la indignación moral. La culpa es de los padres y no del niño. Lo más probable es que la voraz imaginación del niño no reciba a diario el alimento adecuado: cuentos de hadas en los primeros años, romances más tarde. Debemos creer que los niños vienen arrastrando nubes de gloria desde el lugar donde todas las cosas son posibles, donde cualquier cosa deliciosa puede suceder. Debemos creer que nuestras miserables limitaciones de tiempo y espacio y las leyes de la materia les irritan inconcebiblemente, aprisionan el alma libre como un pájaro salvaje en una jaula. Si nos negamos a dar al niño salidas en los reinos de la fantasía, donde todo es posible, el delicado Ariel de su imaginación seguirá trabajando dentro de nuestros estrechos límites en nuestras pobres tareas, y cada pedacito de nuestra estrecha vida es reproducida con mil variaciones, aptas para ser más vívidas e interesantes que los pobres hechos, por lo tanto, más probable que permanezcan con el niño como los hechos que producirá cuando se le pida que diga la verdad. ¿Cuál es el remedio? Dar al niño libre entrada y abundante vida alegre en el reino de la fantasía. Que pueda poblar cada cañada de hadas, cada isla de Crusoes. Que regale a cada pájaro y bestia intereses humanos, que compartirá cuando la querida hada madrina llegue con una presentación. Alegrémonos y regocijémonos de que todo sea posible para los niños, reconociendo, en esta condición suya, su aptitud para recibir y creer y comprender, como, ¡ay! nosotros no podemos hacer, las cosas del reino de Dios. La edad de la fe es un gran tiempo de siembra, sin duda diseñado, en el esquema Divino de las cosas, especialmente para que los padres puedan hacer que sus hijos se sientan en casa en las cosas del Espíritu antes de que el contacto con el mundo las haya materializado.

Al mismo tiempo, cuanto más imaginativo es el niño, más esencial es que los límites del reino de lo imaginario estén claramente definidos, y que se insista en la veracidad exacta en todo lo que concierne al mundo más estrecho donde viven los adultos. Es simplemente una cuestión de educación cuidadosa; lecciones diarias de declaraciones exactas, sin horror ni justa indignación por los errores, sino un cálido y cariñoso estímulo para el niño que da un largo mensaje con bastante precisión, que dice exactamente lo que dijo la señorita Brown y nada más, exactamente lo que pasó en la fiesta de Harry sin ningún adorno. Cada día da lugar a una docena de pequeñas lecciones por lo menos, y, gradualmente, la belleza más severa de la verdad amanecerá en el niño cuya alma ya está poseída por la gracia de la ficción.

  1. Pseudomanía. Tenemos poco que decir a este respecto, salvo aconsejar a los padres que vigilen el lugar donde se vierte el agua. No hay duda de que la condición es patológica, y exige un tratamiento curativo en lugar de castigo. Pero creemos que es una condición que nunca debe ser establecida. La muchacha que ha sido capaz de ganar estima por lo que realmente es y realmente hace, no se siente tentada a «posar», y el muchacho que ha encontrado plena salida para sus energías, físicas y mentales, no tiene parte de sí mismo para gastar en «charlatanería». Este es uno de los casos que muestran lo importante que es para los padres familiarizarse con esa delicada frontera de la naturaleza humana que toca lo material y lo espiritual. Cómo interactúan el pensamiento espiritual y el cerebro material; cómo el cerebro y los nervios son interdependientes; cómo el aire fresco y los alimentos sanos afectan la condición de la sangre que nutre los nervios; cómo los nervios, una vez más, pueden ejercer un dominio tiránico sobre todo lo que incluimos bajo «salud corporal»; estos son asuntos que debe conocer el padre que quiere evitar la posibilidad de que la degradación descrita como Pseudomanía se instale en alguno de sus hijos.

Signos de Pseudomanía. Es bueno que aquellos que tienen que ver con los jóvenes deben estar familiarizados con uno o dos signos marcados de esta condición mentalmente enfermo, como, la mirada furtiva de debajo de los párpados, entrecerrados para ver cómo se está tomando todo, el recital de flujo, acompañado de una mirada preocupada ligeramente ausente, lo que denota que el orador está en el acto de inventar los hechos que relata.

No es necesario extenderse sobre paliativos, mentiras de terror, o una o dos clases más de mentiras que parecen ser de ocurrencia frecuente, como mentiras de exhibición (jactancia), mentiras de descuido (inexactitud), y, lo peor de todo, mentiras de malicia (falso testimonio).

Hay que educar a los niños en la veracidad. Sin embargo, es bueno recomendar el tema a la atención de los padres; porque, aunque un niño pueda tener más aptitudes que otro, ni la veracidad ni las tablas de multiplicar vienen por naturaleza. El niño que parece ser perfectamente veraz lo es porque ha sido cuidadosamente educado en la veracidad, aunque sea de forma indirecta e inconsciente. Es más importante cultivar el hábito de la verdad que ocuparse del accidente de la mentira.

La enseñanza moral debe ser tan sencilla, directa y definida como la enseñanza que apela al intelecto; presentada con sanciones religiosas, avivada por impulsos religiosos, pero sin limitarse a las prohibiciones de la ley ni a las penas que alcanzan al transgresor.

Capítulo XX. Demostrar el por qué: padres son los responsables de los exámenes competitivos

Nos hemos estado preguntando, ¿por qué?

Nos hemos estado preguntando, ¿por qué? como la lavandera [especie de ave, en ingles wagtail, cuya cola siempre está en movimiento] del señor Ward Fowler, durante mucho tiempo. Preguntamos, ¿por qué? sobre la ropa interior de lino, y he aquí que está desechada. Preguntamos, ¿por qué? sobre innumerables enaguas, y se van. Nos preguntamos, ¿por qué? sobre alfombras y sillones y todo tipo de vida lujosa; y probablemente el año 1910 verá de estas cosas sólo los restos. Es bueno que sigamos con este ¿por qué? práctico en lugar de un tipo de problema como «¿Por qué la lavandera mueve la cola?». Este último produce conjeturas vanas y el falso conocimiento que envanece. Pero si ¿por qué? nos lleva a [la respuesta]: «Porque no deberíamos; Entonces hagamos lo que debemos.» Esta forma de ¿por qué? es como un atizador que aviva un fuego que se apaga.

Tom va a la escuela para conseguir un buen lugar en clase. ¿Por qué envían a Tom Jones a la escuela? Para que pueda recibir educación, por supuesto, dicen sus padres. Y Tom es despedido con la ferviente esperanza de ocupar un buen lugar. Pero nunca una palabra sobre los placeres del aprendizaje, o de los gloriosos mundos de la Naturaleza y del pensamiento para los cuales sus estudios escolares probablemente resultarán un ábrete sésamo.

«Ten cuidado de ser un buen chico y conseguir un buen lugar en tu clase», le dicen a Tom al despedirlo; y su pequeña alma se acelera con un propósito. No decepcionará a su padre y su madre estará orgullosa de él. Será el mejor chico de su clase. Vaya, será el mejor chico de toda la escuela y recibirá premios y cosas, ¡y eso será muy divertido! Tommy no dice nada de esto, pero su madre lo ve en sus ojos y bendice al varonil muchachito. Entonces Tommy va a la escuela, un niño feliz, cargado con las esperanzas de su padre y las bendiciones de su madre.

Tom aprueba sus «exámenes». Poco a poco llega un informe cuya principal alegría es que Tommy ha ganado seis puestos; Se ganan más plazas, premios, removimientos, poco a poco becas. Antes de cumplir los doce años, Tommy puede ganarse la totalidad de su futura educación gracias a su habilidad en esa industria de los jóvenes, conocida popularmente como exámenes. Ahora apunta a un juego más amplio; «exámenes» todavía, pero «exámenes» llenos de posibilidades, «exámenes» que lo guiarán a lo largo de su carrera universitaria. Su éxito es bastante seguro, porque se entra en el truco de los «exámenes» como  en  el  de  otros  oficios.  Felicitan a sus padres, Tom es más o menos un héroe ante sus propios ojos y ante los de sus compañeros. ¡Exámenes para siempre! ¡Hurra, hurra! Nunca hubo manera más fácil para que un joven se distinguiera; es decir, si sus padres lo han enviado al mundo bendecido con alguna herencia de cerebro. Para el niño que no es tan bendecido… bueno, puede ir a las Colonias y eso lo convertirá en un hombre.

Las chicas también. Las chicas ocupan un cercano segundo lugar. El «Junior», el «Senior», el «Superior», el «Intermedio», el «B.A.» y todo lo que se quiera, marcan épocas en la vida de la mayoría de las jóvenes. Mejor, dices, que no tener ninguna época. Sin lugar a dudas, sí. Pero el hecho de que un examen exitoso de un tipo u otro sea el objetivo por el cual la mayoría de nuestros jóvenes están trabajando con prisa febril y con ansiedad indebida, es algo que posiblemente requiera el escrutinio del «¿por qué?» investigador.

En primer lugar, la gente rara vez logra más allá de sus propios objetivos.  Su objetivo  es  un  pase,  no  el  conocimiento;

«estudian para pasar y no para saber; pasan y no lo saben», dice el Sr. Ruskin; y la mayoría de los que conocemos al “candidato” admitiremos que hay algo de verdad en el epigrama. Hay, sin duda, personas que pasan y que también saben, pero, aun así, cabe preguntarse si pasar es la forma más directa, sencilla, natural y eficaz de adquirir conocimiento, o si las personas que pasan y saben son no esas mentes agudas y originales que sacarían sangre de una piedra; o al menos, savia del aserrín.

La tendencia a la rutina. Nuevamente, excepto por el sutil poder de resistencia que posee la mente humana, que asegura que la mayoría de las personas que pasan por un examen salen como entraron, absolutamente imparciales hacia cualquier búsqueda intelectual, sea cual sea, excepto por esto, la tendencia de la rutina es poner en peligro esa individualidad que es el incomparablemente precioso derecho de nacimiento de cada uno de nosotros. El hecho mismo de un examen público obliga a que todos los que se presentan a él deben estudiar en la misma línea.

No hay elección en cuanto al tema o forma de estudios. Se insistirá en que no existe ninguna limitación necesaria a los estudios fuera del programa de examen, ni restricción alguna en cuanto a la dirección del estudio, incluso en el programa de estudios; pero esto es un error.

Cualesquiera  que  sean  los  exámenes  públicos  que  realice  una escuela determinada, todo el impulso de los alumnos y del personal insta al gran problema. En cuanto a la forma de estudio, ésta se rige por el estilo de las preguntas planteadas en una determinada materia; y lo seco como el polvo gana porque es más fácil y más justo calificar hechos definidos que meras ebulliciones de fantasía o genio. De modo que la mayoría de los niños y niñas que van a la escuela no tienen absolutamente ninguna elección en cuanto a la materia o la forma de sus estudios, ni lo tienen muchos de los que trabajan en casa. Tan grande es la conveniencia de un programa de estudios fijo que los padres y los maestros están igualmente felices de aprovecharlo.

Tiranía de los exámenes competitivos apoyados por los padres. Parece, entonces, que el niño está sometido al maestro de escuela, y el maestro de escuela al examinador, y los padres no hacen más que consentir.

¿Se sorprenderían los padres si se encontraran en este asunto un poco como el hombre que había hablado en prosa toda su vida sin saberlo? La tiranía de los concursos la apoyan en su mayor parte los padres. No lo decimos del todo. Los profesores hacen su parte valientemente; pero, en primer lugar, los profesores que no cuentan con el apoyo de los padres no tienen poder alguno en la materia; no pudieron presentar ni un solo candidato más allá de sus propios hijos e hijas; En segundo lugar, no dudamos en decir que todo el sistema se impone a los profesores (aunque, tal vez, de ningún modo contra su voluntad) ciertas desagradables cualidades de la naturaleza humana manifestadas en los padres. La ignorancia, la ociosidad, la vanidad, la avaricia, no llevan un sonido agradable; y si nosotros, que creemos en los padres, tenemos la temeridad de sugerir tales sombras al padre que disfruta del éxito de su hijo, añadiríamos que el resto de nosotros que no somos padres tenemos aún más culpa; que es terriblemente difícil ir en contra de la corriente del momento; y que «el daño se produce por falta de pensamiento».

El mal está en la competencia. La ignorancia es excusable, pero la ignorancia deliberada es culpable, y ha llegado el momento de que el padre reflexivo se examine a sí mismo y vea si es o no su deber oponerse al sistema de exámenes competitivos. Observemos, el mal está en la competición, no  en el examen. Si es cierto el viejo axioma de que la mente no puede saber nada más que lo que puede producir en forma de respuesta a una pregunta formulada por la mente misma; es relativamente cierto que el conocimiento transmitido desde fuera debe necesariamente ser probado desde fuera. Probablemente, el trabajo en un plan de estudios determinado, evaluado mediante un examen final, es la condición para un conocimiento definitivo y un progreso constante. Lo único que defendemos es que el examen no sea competitivo.

Examen necesario, pero debe incluir a toda la escuela.

Se insistirá en que es injusto clasificar esos exámenes públicos como locales de las universidades (que han hecho muchísimo para elevar el nivel de la educación de la clase media, especialmente entre las niñas, y de los que no depende ni el premio ni el lugar) como exámenes competitivos. Es cierto que rara vez son competitivos en el sentido de alguna recompensa ajena al candidato afortunado; pero, afortunadamente, no nos hemos alejado tanto de la justicia original como para que la distinción sea su propia recompensa. El alumno está dispuesto a trabajar, y con razón, por el honor de un pase que lo distingue entre la élite de su escuela. Las propias escuelas compiten (con+petere = buscar con) sobre cuál enviará el mayor número de candidatos y obtendrá el mayor número de honores, becas y otras cosas. Estas distinciones están bien anunciadas, y el padre que busca una escuela para su hijo está muy dispuesto a enviarlo a donde las posibilidades de distinción sean mayores. Otra cosa son los exámenes que incluyen a toda la escuela, y en los que cada niño tiene su lugar en la lista, superior o inferior, aunque también apelan al principio de emulación, pero no lo hacen en exceso, punto que hay que señalar.

Los deseos primarios. Pero ¿por qué debería cuestionarse un incentivo tan útil para trabajar como un concurso? Hay ciertos hechos que pueden atribuirse a todo ser humano que no sea, como dice la gente del campo, «faltón». Todo el mundo quiere seguir adelante; cualquier lugar que ocupemos apuntamos al siguiente por encima de él. Todo el mundo quiere hacerse rico o, al menos, más rico; ya sea que la riqueza que elija adquirir sea dinero o autógrafos. Todo el mundo quiere la sociedad de sus semejantes; si no lo hace, lo llamamos misántropo y decimos, para usar otra frase popular y reveladora: «No está del todo bien». Todos queremos sobresalir, hacerlo mejor que los demás, ya sea en un partido de tenis o en un examen.  Todos queremos saberlo, aunque algunos de nosotros nos contentamos con conocer los asuntos de nuestros vecinos, mientras que otros desearían saber acerca de las estrellas en sus rumbos. Todos nosotros, desde el sargento con sus galones hasta el oficial al mando muy condecorado, queremos que la gente piense bien de nosotros. Ahora bien, los diversos deseos de poder, de riqueza, de sociedad, de superación, de conocimiento, de estima, son resortes primarios de acción en todo ser humano. Toca cualquiera de ellos, salvaje o sabio, y no podrás dejar de responder. El moujik ruso asedia al viajero que pasa con preguntas sobre las tierras que ha visto, porque quiere saber. El niño pequeño juega con sus canicas porque quiere conseguir. La lechera se pone un nuevo lazo porque quiere ser admirada, única forma de estima a la que está despierta. Tom conduce cuando los niños juegan a los caballos porque quiere gobernar. Maud tiene fiebre por su examen porque quiere sobresalir y «aprobar» es el sello distintivo de la excelencia, es decir, de aquellos que sobresalen.

Ni virtuoso ni vicioso. Ahora bien, estos deseos no son ni virtuosos ni viciosos. Son comunes a todos y necesarios para todos, y parecen desempeñar para nuestro ser espiritual el mismo papel que los apetitos desempeñan para nuestra existencia material; es decir, nos estimulan al esfuerzo constante que es condición del progreso y al mismo tiempo condición de salud. Sabemos cómo se estanca esa alma que piensa que nada merece el esfuerzo.

Estimulan al esfuerzo. Es un pobrecito el que se contenta con ser derrotado por todos lados. No discutimos el principio de emulación más que el de la respiración. Lo uno es tan natural y necesario como lo otro, y tan poco digno de ser llevado ante un tribunal moral. Pero corresponde al educador reconocer que un niño no viene al mundo con un arpa de una sola cuerda; y que el juego perpetuo de este acorde a lo largo de todos los años de la adolescencia es un mal, no porque la emulación sea un principio vicioso, sino porque el equilibrio del carácter se destruye por la estimulación constante de este deseo a expensas de los demás.

La curiosidad es tan activa como la emulación. Igualmente fuerte, igualmente natural, igualmente seguro de despertar una conmoción receptiva en el alma joven, es el principio divinamente implantado de la curiosidad. El niño quiere saber; quiere saber sin cesar, desesperadamente; hace todo tipo de preguntas sobre todo lo que encuentra, molesta a sus mayores y superiores, y le dicen que no se preocupe, que sea un buen chico y no haga preguntas. Pero esto sólo a veces. En su mayor parte, nos esforzamos por responder las preguntas de Tommy en la medida de nuestras posibilidades, y nos sentimos tristemente avergonzados de que tan pronto nos dejemos atónitos por su insaciable curiosidad sobre los objetos y fenómenos naturales. Tommy tiene su recompensa.

Alcance del conocimiento de un niño. La hazaña educativa más sorprendente lograda entre nosotros es la cantidad de conocimientos, sobre todo lo que está dentro de su alcance, que Tommy ha adquirido al final de su sexto año. «Él sabe tanto como yo sobre» esto, aquello y lo otro, dice su padre asombrado y admirado. Llévalo a la playa y en una semana te contará todo sobre la pesca de arrastre y de caballa, las costumbres de los pescadores y todo lo que su mente inquisitiva puede descubrir  sin ayuda. Le contaría todo sobre la arena, las conchas, las mareas y las olas, pero, pobrecito, necesita ayuda para este tipo de conocimiento, y no hay nadie que se la dé. Sin embargo, descubre todo lo que puede sobre todo lo que ve y oye, y acumula una sorprendente cantidad de conocimiento exacto sobre las cosas y sus propiedades.

Por qué el colegial ya no tiene curiosidad. Cuando Tommy va a la escuela, sus padres se sienten aliviados de las molestias de su incesante «¿por qué?» Probablemente están tan contentos de  que los dejen libres que no se les ocurre preguntarse: ¿Por qué Tommy ya no se pregunta por qué? Hasta este período la Naturaleza ha estado activa. Se le ha permitido estimular uno de sus deseos más apropiado para ministrar su crecimiento mental, del mismo modo que, si se le dejara, le daría ese apetito abundante que debería promover su crecimiento físico.

Ella lo tiene todo a su manera. El deseo de conocimiento es el resorte de acción más operativo en la infancia de Tommy. Pero él va a la escuela. El conocimiento es un puro deleite para Tommy. Dejemos que sus lecciones se acerquen a él según las líneas de su naturaleza —no según las líneas apropiadas para ciertos temas de instrucción— y el niño no tendrá otra opción. No puede evitar aprender y amar aprender, «porque es su naturaleza hacerlo».

Sin embargo, esto de presentarle conocimientos a Tommy según su naturaleza es una tarea difícil y delicada. No todos los maestros, como tampoco todos los padres, están dispuestos a darle a Tommy lo que quiere en esta cuestión de conocimientos necesarios. Entonces, supongamos que una vez surgió un pedagogo a quien se le descubrió un camino nuevo y más fácil. La mañana había visto al pobre hombre muy desconcertado por las preguntas de los muchachos que querían saber. ¿Cómo podía un hombre que por su parte había hecho bastante bien con nuevos estudios, mantenerse al día con estas entusiastas inteligencias? En una visión nocturna, Cognitus le revela que hay otra manera más fácil. El deseo de conocimiento no es el único deseo activo en el seno joven.

Todo niño quiere sobresalir. Por mucho que quiera saber, quiere sobresalir, hacerlo mejor que el resto. «Cada uno de ellos quiere ser el primero de una forma u otra: el primero en los juegos, si no en la clase».

Ahora bien, Cognitus era un filósofo; él sabía que, por regla general, sólo un deseo a la vez está supremamente activo en el pecho de un niño o de un hombre. Encienda su emulación, y todos deben hacer lo mismo de la misma manera para ver quién puede hacerlo mejor. Los chicos ya no querrán saberlo; obtendrán la parte que les corresponde de aprendizaje de manera regular y realmente se llevarán mejor que si los moviera el inquieto espíritu de investigación. ¡Eureka! Un descubrimiento; honor y renombre para los maestros y los alumnos (sin necesidad de bastones ni imposiciones, ya que la emulación es la mejor de todas las disciplinas) y un trabajo constante y tranquilo, sin ninguna de las fatigantes excursiones a nuevos campos a los que conduce el ansia de conocimiento. «Qué contentos estarán también los padres», dice Cognitus, porque sabe que el amor paternal, de vez en cuando, busca un poco de sustento en la vanidad paterna, que el niño que hace bien es querido.

La emulación es un resorte más fácil de trabajar que la curiosidad. Es más, quién sabe si el clarividente Cognitus contempló, como en una visión, las becas y premios en dinero que deberían ayudar a llenar el bolsillo de Paternus, o deberían, de alguna manera, disminuir su drenaje. Aquí, en verdad, hay un camino mejor, por el cual Paternus y Cognitus bien pueden consentir en caminar juntos. Todos están felices, todos contentos, nadie se preocupa, se ha aprendido mucho.

¿Qué tendrías más? Sólo una cosa, honorable Cognitus: ese intenso deseo de conocimiento, ese mismo incesante «¿por qué?» con el que Tommy fue a la escuela, y que debería haberlo mantenido curioso sobre todas las cosas buenas, grandes y sabias a lo largo de los años que le fueron concedidos para sentar las bases de su carácter, los años de su juventud.

Pero el Niño ya no Quiere Saber. No podemos señalar a Cognitus, y estamos bastante seguros de que llegó por un consenso de opinión y gracias a una urgencia considerable por parte de los padres. Nadie tiene la culpa de una situación que supone un enorme avance con respecto a mucho de lo que había antes. Sólo que el conocimiento avanza y ya es hora de que reconsideremos nuestros principios educativos y reformulemos nuestros métodos. Es absolutamente necesario deshacernos del sistema de exámenes competitivos si no queremos quedar reducidos a la terrible mediocridad que vemos, en China, por ejemplo, que ha sufrido un imperio dominado por los exámenes.

Un imperio plagado de exámenes. Probablemente el mundo nunca ha visto un cuerpo de educadores más excelente que el que actualmente dirigen nuestras escuelas, tanto de niños como de niñas. Pero la originalidad, la excelente iniciativa de estos hombres y mujeres tan capaces está prácticamente perdida. Las escuelas están plagadas de exámenes y los directores no pueden tachar nuevas líneas importantes. Comencemos nuestros esfuerzos creyendo unos en otros, padres en maestros y maestros en padres. Tanto los padres como los maestros tienen un único deseo: el avance del niño según las líneas del carácter. Ambos gimen por igual bajo las limitaciones del sistema actual. Tengamos valor, y la acción unida y concertada derrocará a este gigante que hemos creado.

Capítulo XXI. Un esquema de teoría educativa propuesta a los padres

Cada clase social debe tener su ideal. Una de las discriminatorias declaraciones del señor Matthew Arnold puede ayudarnos en el esfuerzo por definir de nuevo el alcance y los métodos de la educación. En «A French Eton» (página 61) dice: «La educación de cada clase en la sociedad tiene, o debería tener, su ideal, determinado por las necesidades de esa clase y por su destino. Se puede imaginar que la sociedad fuera tan uniforme que una sola educación sea adecuada para todos sus miembros; No tenemos una sociedad de ese tipo, ni ningún país europeo la tiene. … Mirando la sociedad inglesa en este momento, se puede decir que el ideal que debe seguir la educación de cada una de sus clases, el objetivo que la educación de cada una de ellas debe esforzarse especialmente por alcanzar, es diferente».

Esta  observación,  a  la  que  sólo  podemos  dar  un  dudoso asentimiento, nos ayuda, sin embargo, a definir nuestra posición. En este asunto de la diferenciación de clases creemos que tenemos bases científicas para una línea propia. Los Padres (¿por qué no habríamos de tener Padres tanto en educación como en teología?) desarrollaron, en su mayor parte, su pensamiento educativo con una vista inmediata a los hijos de los pobres.

Los niños pobres necesitan un vocabulario. Como los niños con los que tuvo que tratar tenían un vocabulario limitado y una capacidad de observación no entrenada, Pestalozzi les enseñó a ver y luego a decir: «Veo un agujero en la alfombra. Veo un pequeño agujero en la alfombra. Veo un pequeño agujero redondo en la alfombra. Veo un pequeño agujero redondo con un borde negro en la alfombra», y así sucesivamente; y tal entrenamiento puede ser bueno para esos niños. ¿Pero cuál es el caso de los niños con los que tenemos que tratar? Hoy creemos, sobre bases científicas, en la doctrina de la herencia, y ciertamente en este asunto la experiencia respalda nuestra fe.

No así los hijos de padres educados. Punch ha entendido el estado del caso. «Ven a ver el puf-puf, querida.» «¿Te refieres a la locomotora, abuela?» De hecho, el niño de cuatro o cinco años tiene un vocabulario más amplio y exacto en el uso cotidiano que el que emplean sus mayores y superiores, y constantemente va ampliando este vocabulario con sorprendente rapidez; ergo, darle un vocabulario a un niño de esta clase no es parte de la educación directa. Una vez más, sabemos que nada escapa al atento escrutinio de las personas pequeñas. No son sus poderes perceptivos lo que tenemos que entrenar, sino el hábito de la observación metódica y el registro preciso.

Generaciones  de  trabajo  físico  no  tienden  a  fomentar  la imaginación. ¡Puede ser bueno, entonces, que los niños de las clases trabajadoras reciban iniciación en juegos, que los lleven a través de pequeñas obras dramáticas hasta que, tal vez, al final sean capaces de inventar esos pequeños dramas por sí mismos!

Esto es cierto en el caso de la imaginación. Pero los niños de las clases cultas seguramente corren el peligro de vivir demasiado en el reino de la fantasía. Una sola frase en una lección o charla, el más mínimo esbozo de un personaje histórico, y jugarán con ello durante una semana, inventando un sinfín de incidentes. Ellos, como Tennyson cuando era niño, continuarán durante semanas seguidas una historia del asedio y defensa de un castillo (representado por un montículo, con palos como guarnición); y un niño absorto en estos intereses más amplios siente una sensible pérdida de dignidad cuando bate sus alas como una paloma o salta como un cordero, aunque, sin duda, hará estas cosas con placer por el maestro que ama. La imaginación está hambrienta de alimento, no anhela cultura, en los hijos de padres educados, y para ellos la educación no necesita preocuparse directamente del desarrollo de las facultades imaginativas. Luego, en lo que respecta a la capacidad de razonamiento del niño, la mayoría de los padres han tenido experiencias de este tipo.

Tommy tiene cinco años. Su madre tuvo ocasión de hablar con él sobre el Cable Atlántico y dijo que no sabía cómo estaba aislado; A la mañana siguiente, Tommy comentó que había estado pensando en ello y que tal vez el agua en sí misma fuera un aislante. Lejos de necesitar desarrollar la capacidad de razonamiento de sus hijos, la mayoría de los padres dicen:

«Oh, que los dioses nos concediesen el don» para responder al eterno «por qué» del niño inteligente.

El desarrollo de facultades importantes para los niños ignorantes y deficientes. En una palabra, desarrollar las llamadas facultades del niño es la principal labor de la educación cuando se trata de niños ignorantes o deficientes en otros aspectos; pero los hijos de padres educados nunca son ignorantes en este sentido. Se despiertan al mundo ávidos de conocimiento y con facultades agudas; por lo tanto, el principio de herencia nos lleva a reformular nuestra idea del oficio de la educación y a reconocer que el hijo de padres inteligentes nace con una herencia de facultades que se desarrollan por sí mismas.

Pero no para los hijos de padres educados. Así, la educación se divide naturalmente en educación para los hijos de padres alfabetizados y educación para los hijos de padres iletrados. De hecho, esta cuestión de clase, que todos deseamos eludir en la vida común, entra prácticamente en vigor en la educación. Es necesario individualizar y decir, esta parte de la educación es la más importante para este niño, o esta clase, pero puede quedar relegada a un lugar inferior para otro niño u otra clase.

El educador debe formar hábitos. Si la ciencia limita nuestro campo de trabajo en lo que respecta al desarrollo de las llamadas facultades, lo amplía en igual medida en lo que respecta al hábito. Aquí no tenemos ninguna nueva doctrina que proclamar. «Una costumbre vence a otra», dijo Thomas à Kempis, y eso es todo lo que tenemos que decir; sólo que los fisiólogos nos han dejado clara la razón de ser de esta ley del hábito. Sabemos que formar en sus hijos hábitos correctos de pensamiento y conducta es el principal deber de los padres, y que esto puede hacerse con cada niño de manera definitiva y dentro de límites de tiempo determinados. Pero esta cuestión ya ha sido abordada y no necesitamos más que recordar a los padres lo que ya saben.

Se debe nutrir con ideas. Creemos que el siguiente deber de los padres es nutrir a un niño diariamente con ideas amorosas, correctas y nobles. El niño, una vez recibida la Idea, la asimilará a su manera y la incorporará a la trama de su vida; y una sola frase de labios de su madre puede darle una inclinación que lo convertirá, o puede tender a convertirlo, en pintor o poeta, estadista o filántropo. El objeto de las lecciones debe ser principalmente doble: educar al niño en ciertos hábitos mentales, como atención, precisión, prontitud, etc., y nutrirlo con ideas que puedan dar frutos en su vida.

Nuestros principales objetivos. Hay otros principios educativos que tenemos en cuenta y elaboramos, pero por el momento vale la pena que concentremos nuestro pensamiento en el hecho de que uno de nuestros objetivos es acentuar la importancia de la educación bajo los dos títulos de la formación de hábitos y la presentación de ideas; y, como corolario, reconocer que el desarrollo de las facultades no es un objetivo supremo para las clases cultas, porque es un trabajo que se ha hecho para sus hijos en una generación anterior.

Reconocemos los principios materiales y espirituales de la naturaleza humana. Pero ¿cómo funciona todo esto? ¿Es práctico? ¿Es la cuestión de hoy? Debe ser necesariamente práctico porque otorga el más pleno reconocimiento a los dos principios de la naturaleza humana, el material y el espiritual. Estamos dispuestos a conceder todo lo que el biólogo más avanzado nos pediría. ¿Dice: «El pensamiento es sólo un modo

de movimiento»? Si es así, no nos desanimamos. Sabemos que noventa y nueve de cada cien pensamientos que pasan por nuestra mente son involuntarios, resultado inevitable de aquellas modificaciones del tejido cerebral que el hábito ha producido. El hombre malo tiene pensamientos malos, el hombre magnánimo, pensamientos grandes, porque todos pensamos como estamos acostumbrados a pensar, y la Fisiología nos muestra por qué. Por otra parte, reconocemos que mayor es el espíritu dentro de nosotros que la materia sobre la cual gobierna. Todo hábito tiene su principio. El comienzo es la idea que surge con agitación y se apodera de nosotros.

Reconocemos al Educador Supremo. La idea es el poder motriz de la vida, y es porque reconocemos la potencia espiritual de la idea que podemos inclinarnos con reverencia ante el hecho de que Dios el Espíritu Santo es Él mismo el Educador Supremo, tratando con cada uno de nosotros por separado en las cosas que llamamos sagradas y en las que llamamos seculares. Nos abrimos al impacto espiritual de las ideas, ya sea que sean transmitidas por la página impresa, la voz humana o que nos lleguen sin señal visible.

Los estudios se valoran porque presentan ideas fructíferas. Pero las ideas pueden ser malas o buenas; y elegir entre las ideas que se presentan es, como nos han enseñado, el único trabajo responsable de un ser humano. Es el poder de elección que le daríamos a nuestros hijos. Nos preguntamos: «¿Hay alguna idea fructífera detrás de tal o cual estudio en el que participan los niños?» Nos despojamos de la noción de que desarrollar las facultades es lo principal; y un «tema» que no surge de algún gran pensamiento de la vida lo solemos rechazar por no ser nutritivo ni fructífero; mientras que, por lo general, pero no invariablemente, retenemos aquellos estudios que ejercitan hábitos de pensamiento claro y ordenado. Tenemos una gimnasia de la mente cuyo objeto es ejercitar lo que llamamos facultades así como entrenar el hábito del pensamiento claro y ordenado. Las matemáticas, la gramática, la lógica, etc., no son puramente disciplinarias; suponemos que desarrollan músculo intelectual.

De ninguna manera rechazamos los elementos básicos de la educación, en el sentido escolar, pero los apreciamos aún más por el registro de hábitos intelectuales que dejan en el tejido cerebral que por su valor distintivo en el desarrollo de ciertas

«facultades».

Conocimiento de la Naturaleza. Así, nuestro primer pensamiento con respecto al conocimiento de la Naturaleza es que el niño debe tener un conocimiento personal vivo de las cosas que ve. Nos preocupa más que sepa distinguir entre bistorta y persicaria, vellosilla y diente de león, y dónde encontrar esto y aquello, y cómo se ve, vivo y creciendo, que hablar de epíginos e hipóginos. Todo esto está bien en su lugar, pero debería llegar bastante tarde, después de que el niño haya visto y estudiado el ser vivo en crecimiento in situ y haya copiado el color y el gesto lo mejor que pueda.

Lecciones objetivas. Lo mismo va para las lecciones objetivas; no estamos ansiosos por desarrollar su capacidad de observación sobre pequeños fragmentos de cada cosa, que describirá como opacos, quebradizos, maleables, etc. Preferiríamos no menguar de este modo su curiosidad; más bien deberíamos dejarlo receptivo y respetuoso para una de esas oportunidades de hacer preguntas y conversar con sus padres sobre la esclusa del río, la segadora, el campo arado, que ofrecen verdadera semilla a la mente de un niño, y no le hagas una personita mojigata capaz de contarlo todo.

Confiamos mucho en los buenos libros. Una vez más, sabemos que hay un almacén de pensamientos donde podemos encontrar todas las grandes ideas que han movido al mundo. Estamos ansiosos sobre todo por darle al niño la llave de este almacén. Se dice que la educación actual no produce gente lectora. Estamos decididos a que a los niños les gusten los libros, por eso no nos interponemos entre el libro y el niño.

Le leemos sus Cuentos de Tanglewood, y cuando es un poco mayor, su Plutarco, sin tratar de diluirlo o diluirlo, sino dejando que la mente del niño se ocupe del asunto como pueda.

No reconocemos la ‘Naturaleza Infantil’. Nos esforzamos en que toda nuestra enseñanza y tratamiento de los niños esté en línea con la naturaleza, su naturaleza y la nuestra, porque no reconocemos lo que se llama ‘Naturaleza Infantil’. Nosotros creemos que los niños son seres humanos en su mejor y más dulce forma, pero también en su forma más débil y menos sabia. Tenemos cuidado de no diluir la vida para ellos, sino de presentarles las porciones en las cantidades que puedan recibir fácilmente.

Somos Tenaces con la Individualidad: consideramos la Proporción. En una palabra, somos muy tenaces con la dignidad y la individualidad de nuestros hijos. Reconocemos un crecimiento constante y regular sin etapa de transición. Esta enseñanza está al día, pero es tan antigua como el sentido común. Nuestra afirmación es que nuestro sentido común descansa sobre una base de Fisiología, que mostramos una razón para todo lo que hacemos y que reconocemos «la ciencia de la proporción de las cosas»; ponemos lo primero por delante, no tomamos demasiado sobre nosotros mismos, sino que dejamos tiempo y espacio para las obras de la Naturaleza y de un Poder superior a la Naturaleza misma.

Creemos que los niños tienen derecho al conocimiento. Hay otro principio que ofrece mucha orientación y estímulo. No estamos ansiosos por discutir con Kant que la mente posee cierto conocimiento a priori; ni con Hume que tenga ideas innatas. La proposición más satisfactoria parece ser que la mente tiene, por así decirlo, adaptaciones prensiles [un anhelo ávido] a cada departamento del conocimiento universal. Encontramos que los niños captan con avidez todo conocimiento que se les presenta adecuadamente y, por lo tanto, sostenemos que se les debe un plan de estudios amplio y generoso.

Capítulo XXII. Un catecismo de teoría educativa

El carácter es un logro. Ya que la filosofía que subyace a cualquier esquema educativo o social es realmente la parte vital de dicho esquema, cabe exponer, aunque sea en forma exigua, algunos fragmentos del pensamiento sobre el cual fundamos nuestra enseñanza. Creemos:

Que la disposición, el intelecto, el genio, vienen prácticamente por naturaleza.

Que el carácter es un logro, el único logro práctico posible para nosotros y para nuestros hijos.

Que todo verdadero progreso, en la familia, en el individuo o en la nación, sigue la pauta del carácter.

Que, por lo tanto, dirigir y ayudar en la evolución del carácter es la función principal de la educación.

Pero tal vez sentaremos mejor las bases presentando un poco de la enseñanza de la Unión en forma categórica:

Carácter y Disposición.

Origen de la Conducta. ¿Qué es el carácter? Lo resultante o el residuo de la conducta.

Es decir, un hombre es lo que él mismo se ha hecho ser por medio de los pensamientos que se ha permitido tener, las palabras que ha dicho, las obras que ha hecho.

¿Cómo se origina la conducta en sí?

Comúnmente, por medio de nuestros modos habituales de pensamiento. Pensamos como acostumbramos pensar y, por lo tanto, obramos como acostumbramos obrar.

Nuevamente, ¿cuál es el origen de estos hábitos de pensamiento y acción?

Comúnmente, por una disposición heredada. El hombre que es generoso, obstinado, irascible, devoto, lo es, en general,  porque esa cepa de carácter corre en su familia.

Medios para modificar la disposición. ¿Existe alguna forma de modificar las disposiciones heredadas?

Sí; el matrimonio para la raza; la educación para el individuo.

Historia de vida de un hábito.

¿Cómo se puede corregir un mal hábito que tiene su origen en una disposición heredada?

Por el buen hábito contrario: como ha dicho Tomás à Kempis,

«Una costumbre vence a otra».

Génesis de un hábito. Trace el génesis de un hábito.

Todo acto procede de un pensamiento. Cada pensamiento modifica en alguna manera la estructura material del cerebro; es decir, la sustancia nerviosa del cerebro se forma a la manera de los pensamientos que pensamos; el hábito de  actuar surge del hábito de pensar. La persona que piensa, «Oh, así está bien»; «Oh, no importa», forma un hábito de trabajo descuidado e imperfecto.

Corrección del mal hábito. ¿Cómo se puede corregir dicho hábito?

Introduciendo la línea de pensamiento contraria, que conducirá a la acción contraria. «Esto debe hacerse bien porque…»

¿Es suficiente pensar tal pensamiento una vez?

No, el estímulo de la nueva idea debe aplicarse hasta que llegue, por así decirlo, a su hogar en el cerebro y surja involuntariamente.

Pensamiento involuntario.

¿A qué se refiere con pensamiento involuntario?

El cerebro trabaja incesantemente, siempre está pensando, o mejor dicho, siempre está siendo accionado por el pensamiento, como las teclas de un instrumento por los dedos del que las toca.

¿Está consciente la persona de todos los pensamientos que elabora el cerebro?

No; sólo de aquellos que son nuevos y «notables». La vieja y familiar «forma de pensar» late en el cerebro sin la conciencia del pensador.

La conducta depende de la cerebración inconsciente. ¿Qué nombre se le da a este pensamiento inconsciente?

Cerebración inconsciente (o involuntaria).

¿Por qué es importante para el educador?

Porque la mayoría de nuestras acciones surgen de pensamientos de los que no somos conscientes o, en todo caso, que son involuntarios.

¿Hay alguna forma de alterar la tendencia de la cerebración inconsciente?

Sí, desviándola a un nuevo cauce.

La «cerebración inconsciente» del niño codicioso se alimenta con pasteles y dulces: ¿cómo se puede corregir esto?

Al introducir una nueva idea, el placer de dar placer con estas cosas buenas, por ejemplo.

Resortes de acción.

¿Es el niño codicioso capaz de recibir tal nueva idea? Seguramente; porque la benevolencia, el deseo de beneficiar a los demás, es uno de esos resortes de acción en todo ser  humano que sólo necesita ser tocado para hacerlos actuar.

Provea un ejemplo de este hecho.

Benevolencia. Mungo Park, muriendo de sed, hambre y cansancio en un desierto africano, se encontró en los alrededores de una tribu caníbal. Se dio por perdido, pero una mujer de la tribu lo encontró, se compadeció de él, le trajo leche, lo escondió y lo alimentó hasta que se restableció y pudo valerse por sí mismo.

¿Existen otros resortes de acción que puedan ser tocados e impacten a cada ser humano?

Sí, como el deseo de conocimiento, de sociedad, de distinción, de riqueza; de amistad, gratitud y muchos más. De hecho, no es posible incitar a un ser humano a ningún tipo de conducta buena y noble sin tocar un resorte sensible.

Entonces, ¿cómo pueden los seres humanos actuar mal?

Malevolencia. Porque los buenos sentimientos tienen sus opuestos malos sentimientos, resortes que también esperan un toque. La malevolencia se opone a la benevolencia. Es fácil imaginar que la inestable mujer salvaje podría haber sido de las primeras en devorar al hombre que ella albergaba, si alguien de su tribu le hubiera dado un impulso a los resortes de odio dentro de ella.

Ante estos impulsos internos, ¿cuál es el deber del educador? Familiarizarse con los resortes de la acción en un ser humano, y tocarlos con tanta sabiduría, ternura y moderación que el niño sea inconscientemente conducido a los hábitos de la buena vida.

Hábitos de la buena vida

Hábitos de las personas «bien educadas». Nombre algunos de estos hábitos.

Diligencia, reverencia, mansedumbre, veracidad, prontitud, pulcritud, cortesía; de hecho, las virtudes y las gracias que pertenecen a las personas que han sido «bien educadas».

¿Es suficiente estimular un resorte de acción una vez, digamos, la curiosidad o el deseo de conocimiento, para asegurar un hábito?

No; el estímulo debe repetirse y la acción sobre éste debe asegurarse una y otra vez antes de que se forme un hábito.

¿Qué error común comete la gente acerca de la formación de hábitos?

Permiten lapsos; enseñan a un niño a «cerrar la puerta tras él» veinte veces, y le permiten dejarla abierta la vigésimo primera.

¿Con qué resultado?

Que el trabajo tiene que hacerse de nuevo, porque se ha perturbado el crecimiento del tejido cerebral correspondiente al nuevo hábito (la formación de conexiones celulares). El resultado parecería ser muy similar a cuando se altera el proceso de formación de la carne que cierra una herida.

Se debe dar tiempo a la formación del hábito. ¿Entonces el educador debe  «temporizarse»  en  la  formación  de  hábitos?

¿Cuánto tiempo se puede tardar en curar un mal hábito y formar el hábito contrario bueno?

Tal vez sean suficientes un mes o seis semanas de cuidadoso tratamiento incesante.

Pero tal tratamiento requiere una cantidad imposible de cuidado y vigilancia por parte del educador.

Sí; pero no más de lo que se da para curar algunas enfermedades corporales, por ejemplo, el sarampión o la escarlatina.

¿Entonces los pensamientos y las acciones de un ser humano pueden regularse mecánicamente, por así decirlo, estableciendo las corrientes nerviosas correctas en el cerebro?

Esto es cierto sólo en la medida en que es cierto decir que las teclas de un piano producen música.

Los pensamientos siguen en secuencia. Pero los pensamientos, que pueden ser representados por los dedos del que toca el instrumento, ¿no siguen su curso también sin la conciencia del pensador?

Sí;  no  meras  cavilaciones  vagas  e  inconsecuentes,  sino pensamientos que se suceden unos a otros con una secuencia más o menos lógica, según la capacitación previa del pensador.

¿Puedes proveer una ilustración de esto?

Se sabe que los matemáticos piensan en problemas abstrusos mientras duermen; el bardo improvisa, los autores «recitan» sin premeditación, sin ninguna intención deliberada de escribir tal o cual cosa. Los pensamientos se suceden según el hábito de pensamiento previamente establecido en el cerebro del pensador.

Hacia nuevos desarrollos. ¿Es que los pensamientos dan vueltas y vueltas a un tema como un caballo en un molino?

No; el caballo está más bien tirando de un carruaje por el mismo camino principal, pero hacia un desarrollo siempre nuevo del paisaje.

El pensamiento inicial. En este sentido, ¿lo importante es cómo comenzar para pensar sobre cualquier tema?

Precisamente; el pensamiento o sugerencia inicial toca, por decirlo así, el resorte que pone en movimiento una sucesión o tren posiblemente interminable de ideas; pensamientos que son, por así decirlo, elaborados en el cerebro casi sin la conciencia del pensador.

¿Son estos pensamientos, o ideas sucesivas, aleatorios, o conducen a alguna conclusión?

Constituyen la conclusión lógica que debe seguir a la idea inicial.

¿Entonces la facultad de razonamiento puede ponerse a trabajar involuntariamente?

Sí; el único énfasis de esta facultad es, aparentemente, sacar la conclusión racional de cualquier idea que se le presente.

Constituye conclusiones lógicas. ¿Pero seguramente esta facultad de llegar a conclusiones lógicas racionales casi inconscientemente es el resultado de la educación, muy probablemente de generaciones de cultura?

Existe  en  mayor  o  menor  grado  según  sea  disciplinado  y ejercitado; pero de ninguna manera es el resultado de la educación tal como se entiende comúnmente la palabra: observe la siguiente anécdota:

«Cuando el Capitán Head viajaba a través de las Pampas de América del Sur, su guía un día lo detuvo repentinamente y, apuntando alto en el aire, gritó: “¡Un león!” Sorprendido por tal exclamación, acompañada de tal acto, levantó los ojos, y con dificultad percibió, a una altura inconmensurable, una bandada de cóndores volando en círculos en un lugar determinado. Debajo de este lugar, lejos de la vista de él mismo o del guía, yacía el cadáver de un caballo, y sobre este cadáver estaba, como bien sabía el guía, un león, a quien los cóndores miraban con envidia desde su aireada altura. La vista de los pájaros era para él lo que la vista del león habría sido para el viajero, una certeza total de su existencia. Aquí había un acto de pensamiento que no le costó al pensador, que era tan fácil para él como mirar hacia arriba, pero que de nosotros, que no estamos acostumbrados al tema, requeriría muchos pasos y algo de trabajo».

La «razón» actúa sin ningún esfuerzo volitivo. ¿Entonces lo que se llama razón es innato en el ser humano?

Sí, es innato, y es ejercido sin ningún esfuerzo volitivo por todos, pero gana en poder y precisión en la medida en que se cultiva.

No es una guía infalible de conducta. Si la razón, especialmente la razón entrenada, llega a la conclusión correcta sin ningún esfuerzo volitivo por parte del pensador,

¿es prácticamente una guía infalible para la conducta?

Por lo contrario, la razón se compromete a seguir una sugerencia solamente hasta su conclusión lógica. Gran parte de la historia de las persecuciones religiosas y de las disputas familiares e internacionales gira en torno a la confusión que existe en la mayoría de las mentes entre lo que es lógicamente inevitable y lo que es moralmente correcto.

Pero, de acuerdo con esta doctrina, ¿puede demostrarse que cualquier teoría es lógicamente inevitable?

Precisamente; una vez recibida la idea inicial, la dificultad no consiste en demostrar que es sostenible, sino en impedir que la mente demuestre que lo es.

¿Puede ilustrar este punto?

El niño que se permite tener celos de su hermano casi se ve sorprendido por la avalancha de pruebas convincentes que se precipitan sobre él de que hace bien en enfadarse. Comenzando con un simple vislumbre de sospecha por la mañana, el pequeño Caín se encuentra por la noche en posesión de pruebas irrefutables de que su hermano es injustamente preferido a él: y,

«Todo parece infectado que vislumbra el infectado, Como todo parece amarillo para el ojo ictérico».

¿Pero suponiendo que es verdad que el niño tiene motivos para los celos?

Dada la idea de partida, y su razón, es igualmente capaz de probar una certeza lógica, tanto si es verdadera como si no lo es.

¿Hay alguna prueba histórica de esta sorprendente teoría?

Confusión en cuanto al derecho lógico y moral. Quizás todo fracaso en la conducta, en los individuos y en las naciones, se debe a la confusión que existe entre lo que es lógicamente correcto, como lo ha establecido la razón, y lo moralmente correcto, como lo ha establecido el derecho externo.

¿Se reconoce tal distinción en la biblia?

Claramente sí; los transgresores en la biblia son los que hacen lo que bien les parece, es decir, aquello que aprueba su razón. El pensamiento moderno considera, por lo contrario, que todos los hombres están justificados en hacer lo que les parece bien, actuando «en conformidad con su entendimiento», «obedeciendo los dictados de su razón».

¿Por ejemplo?

Una madre cuyo trato cruel había causado la muerte de su hijo fue exonerada moralmente hace algún tiempo en un tribunal de justicia porque actuó «por un sentido erróneo del deber».

Error por sentido erróneo del deber. ¿Pero no es posible errar por un sentido erróneo del deber?

No sólo posible, sino inevitable, si un hombre acepta su «propia razón» como su legislador y juez. Tomemos un caso de prueba, el caso del delito superlativo que se ha cometido sobre la tierra. No cabe duda de que las personas que causaron la muerte de nuestro Señor y Salvador Jesucristo actuaron bajo un sentido erróneo del deber. «Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca», dijeron, muy razonablemente, esos líderes patrióticos de los judíos; y persiguieron implacablemente hasta la muerte a este Hombre cuya ascendencia sobre la gente común y cuyas afirmaciones susurradas de realeza estaban llenas de elementos de peligro para la raza subyugada. «No saben lo que hacen», dijo Él, quien es la Verdad.

A los niños se les debe enseñar el conocimiento propio.

Todo esto puede ser de importancia para los filósofos; pero

¿qué tiene que ver con la crianza de los hijos?

Un niño debe saber lo que es como ser humano. Ya es hora de que volvamos a la enseñanza de Sócrates. «Conócete a ti mismo», exhortó el sabio, a tiempo y fuera de tiempo; y nos irá bien cuando entendamos que familiarizar a un niño consigo mismo, lo que es como ser humano, es una gran parte de la educación.

Es difícil ver por qué; ¿no es cierto que viene mucho daño de la introspección morbosa?

La introspección es morbosa o enfermiza cuando la persona imagina que todo lo que encuentra en su interior es propio de él como individuo. Saber lo que es común a todos los hombres es una buena cura para la contemplación propia malsana.

¿Cómo funciona?

Este conocimiento es una salvaguarda. Reconocer las limitaciones de la razón es una salvaguardia en todos los deberes y relaciones de la vida. El hombre que sabe que la lealtad es su primer deber en toda relación, y que si admite pensamientos dudosos, de mala gana y desagradables, no puede ser leal, porque una vez se admiten tales pensamientos,se mostrarán      ser       correctos                    y          llenarán                        todo    el         campo del pensamiento;                   ciertamente    está     en        guardia                        y          escribe

«prohibido     el         ingreso»         a          toda    clase    de        imaginaciones desconfiadas.

¿Debería afectar esa regla de vida a la relación Suprema? Ciertamente;             si         un        hombre            no        permite           que      inicie   una conjetura desconfiada acerca de su padre y madre, su hijo y su esposa, ¿lo hará de Aquel que es más que ellos, y más que todos, el «Señor de su corazón»? «La lealtad prohíbe» es la respuesta      a          cada    cuestionamiento        de        Su                    verdad            que                        se inmiscuya.

Contra la «duda honesta». ¿Pero cuando otros a quienes uno debe reverenciar, lo cuestionan y le hablan de su «duda honesta»?

Conoces la historia de su duda, y puedes tomarla por lo que valga: su origen en la sugerencia, que, una vez admitida, debe necesariamente llegar a una conclusión lógica hasta el amargo final. «Tened cuidado de no caer en tentación», dijo aquel que no necesitaba que nadie le dijera, porque sabía lo que había en los hombres.

El hombre como agente libre.

Si el hombre es la criatura de aquellos hábitos que forma cuidadosamente o los que permite por negligencia, si sus propios pensamientos son involuntarios y sus conclusiones inevitables, deja de ser un agente libre. Mejor sería conceder de inmediato que «el pensamiento es un modo de movimiento» y dejar de considerar al hombre como un ser espiritual capaz de regularse a sí mismo. ¿No es este el caso?

Difícilmente es posible conceder un campo demasiado amplio a la investigación biológica, si tenemos bien en cuenta el hecho de que el hombre es un ser espiritual cuyos órganos materiales actúan en obediencia a ideas no materiales; que, por ejemplo, como escribe la mano, así piensa el cerebro, obedeciendo a ideas estimulantes.

Las ideas como el sustento de la vida. ¿Es la idea de origen propio?

Probablemente no; parecería que, así como la vida material se sustenta en su alimento apropiado desde el exterior, así la vida inmaterial se sustenta en su alimento: ideas transmitidas espiritualmente.

¿Se pueden usar las palabras «idea» y «sugerencia» como términos sinónimos?

Sólo en la medida en que las ideas transmitan sugerencias a realizarse en actos.

¿Qué papel juega el hombre mismo en la ingesta de este alimento inmaterial?

Es como si uno estuviera en el umbral para admitir o rechazar las viandas que deben sustentar a la familia.

La volición en la recepción de las ideas. ¿Es este libre albedrío en la recepción o rechazo de las ideas el límite de la responsabilidad del hombre en la conducta de su vida?

Probablemente lo sea; porque una idea, una vez recibida, debe seguir su curso, a menos que sea reemplazada por otra idea, en cuya recepción se ejercita nuevamente la volición.

Origen de las ideas.

¿Cómo se originan las ideas?

Parecen ser emanaciones espirituales de seres espirituales; así, un hombre transmite a otro la idea que es una verdadera parte de sí mismo.

Cómo se transmiten las ideas. ¿Es necesaria la intervención de una presencia corporal para la transmisión de una idea?

De ninguna manera; las ideas pueden transmitirse a través de imágenes o páginas impresas; los objetos naturales transmiten ideas, pero tal vez siempre se pueda remontar la idea inicial en este caso siempre a otra mente.

El educador supremo. ¿Entonces el sustento espiritual de las ideas se deriva directa o indirectamente de otros seres humanos?

No; y he aquí el gran reconocimiento que el educador está llamado a hacer. Dios, el Espíritu Santo, Él mismo es el supremo educador de la humanidad.

¿Cómo?

Él abre el oído del hombre mañana tras mañana, para oír la mayor cantidad que el hombre es capaz de oír.

En las cosas naturales y espirituales. ¿Las ideas sugeridas por el Espíritu Santo se circunscriben al ámbito de la vida religiosa?

No; Coleridge, hablando de Colón y del descubrimiento de América, atribuye el origen de los grandes inventos y descubrimientos al hecho de que «ciertas ideas del mundo natural son presentadas a mentes ya preparadas para  recibirlas de un poder superior a la naturaleza misma».

¿Hay alguna enseñanza en la biblia que apoye este punto de vista?

Sí, mucha. Isaías, por ejemplo, dice que el labrador sabe cómo llevar a cabo las sucesivas operaciones de labranza, «porque su Dios lo instruye y le enseña».

¿Son para el bien todas las ideas que tienen un origen puramente espiritual?

Desgraciadamente, no; es la triste experiencia de la humanidad que las ideas del mal también se transmiten espiritualmente.

¿Cuál es el deber del hombre?

Elegir el bien y rechazar el mal.

Esta visión esclarece la doctrina cristiana. ¿Esta doctrina de las ideas como alimento espiritual necesario para sustentar la vida inmaterial esclarece las doctrinas de la religión cristiana?

Sí; el pan de vida, el agua de vida, la palabra por la cual vive el hombre, la «comida que comer, que vosotros no sabéis», y mucho más, dejan de ser expresiones figurativas, excepto que debemos usar las mismas palabras para nombrar el sustento corpóreo e incorpóreo del hombre. Entendemos, además, cómo las ideas emanadas de nuestro Señor y Salvador, que son de Su esencia, son el alimento y bebida espiritual de Su pueblo creyente. Ya no consideramos que sea un «dicho duro», ni un dicho oscuro, que nuestro ser espiritual debe alimentarse de Él, así como nuestro cuerpo de el pan.

Cooperación divina en la educación. ¿Qué alcance práctico tiene para el educador esta doctrina de las ideas?

Sabe que le corresponde poner ante el niño el alimento diario de las ideas; que dé al niño la justa idea inicial en todo estudio, y respetando cada relación y deber de la vida; sobre todo, reconoce la cooperación divina en la dirección, enseñanza y formación del niño.

Las funciones de la educación.

¿Cómo resumiría las funciones de la educación?

La educación es una disciplina, es decir, la disciplina de los buenos hábitos en que se forma al niño. La educación es una vida que se nutre de ideas; y la educación es una atmósfera, es decir, el niño respira la atmósfera que emana de sus padres; el de las ideas que gobiernan sus propias vidas.

El papel de las lecciones en la educación. ¿Qué papel juegan las lecciones y el trabajo general del aula en la educación así entendida?

Deben brindar oportunidad para la disciplina de muchos buenos hábitos, y deben transmitir al niño tales ideas iniciales de interés en sus diversos estudios como para hacer de la búsqueda del conocimiento sobre esos temas un objetivo en la vida y un deleite para él.

Un currículo. ¿Tiene un niño alguna aptitud natural para el conocimiento?

Sí; parecería que tiene una afinidad natural por todo conocimiento, y tiene derecho a un generoso currículo de estudios.

¿Qué deber recae sobre los padres y otras personas que consideran la educación tan seriamente como una palanca por medio de la cual se puede elevar el carácter, casi indefinidamente?

Quizá les incumba hacer esfuerzos con esmero para promover todos los medios utilizados para difundir las opiniones que sostienen; creyendo que hay tal «progreso en carácter y virtud» posible para la raza humana redimida como aún no se ha realizado o incluso imaginado. «La educación es una atmósfera, una disciplina, una vida».

Capítulo XXIII. Desde dónde y hacia dónde: una pregunta para los padres. Desde dónde.

Avances de la Unión Educativa Nacional de Padres, Parents National Education Union (en adelante, PNEU). «La Unión continúa», escribe un observador, «sin soplos ni alborotos, por su propia fuerza inherente»; y está progresando singularmente rápido. Al presente, miles de hijos de padres pensantes y educados están siendo educados, más o menos consciente y definitivamente, en conformidad con los lineamientos de la Unión. Los padres que leen el Parents’ Review u otra literatura de la Sociedad, los padres que pertenecen a nuestras diversas sucursales, o nuestras otras agencias, los padres que son influenciados por estos padres se están volviendo multitudinarios; y todos tienen una nota en común: el ardor de las personas que elaboran ideas inspiradoras.

Su importancia. Es casi imposible sobrestimar la fuerza de esta liga de padres educados. Cuando pensamos en el papel que algún día desempeñarán los niños criados bajo estas influencias en la dirección y el gobierno de la nación, nos solemniza el sentido de una gran responsabilidad, y nos corresponde a nosotros mismos formularnos, una vez más, las dos querellas penetrantes por las cuales cada movimiento debe ser juzgado de vez en cuando: ¿De dónde? y ¿adónde?

¿De dónde? El hombre que está satisfecho con su morada no tiene deseos de moverse, y el mero hecho de un «movimiento» es una declaración de que no estamos satisfechos, y que definitivamente estamos en nuestro camino hacia otros fines distintos a los que son comúnmente aceptados. En un solo aspecto nos aventuramos audazmente a recordarlo.

El legado del pasado. Nuestros abuelos y abuelas criaron hombres y mujeres sumamente estupendos, incluso nuestros padres y madres; y los sabios y ancianos entre nosotros, aunque miran con gran simpatía, tienen un sentimiento tácito de que los hombres y las mujeres fueron hechos en base a las viejas líneas de un sello que nos resultará difícil mejorar. Esto no fue un mero resultado casual, ni salió del libro de ortografía o de los catecismos de Pinnock que hace mucho tiempo hemos relegado al limbo que se merecen.

Los niños como personas responsables. La enseñanza de los viejos tiempos era tan mala como podía ser, la capacitación era un trabajo al azar, abordando tanto la fisiología como la psicología imprudentemente; pero nuestros abuelos y abuelas tenían un principio salvador que, durante las últimas dos o  tres décadas, nos hemos esforzado por perder con un  propósito fijo. Ellos, de la generación anterior, reconocían a los niños como seres razonables, personas de mente y conciencia como ellos, pero que necesitaban su guía y control, ya que no tenían conocimiento ni experiencia. Vean los extraños libros antiguos para niños que nos han llegado; ante todo, éstos se dirigían a los niños como personas razonables, inteligentes y responsables (¡terriblemente responsables!). Esto representa correctamente la nota de la vida hogareña en la última generación. Tan pronto como el bebé se daba cuenta de su entorno entonces era ya una persona moral e intelectualmente responsable. Ahora bien, uno de los secretos del poder al tratar con nuestros semejantes se encuentra en comprender que la naturaleza humana hace lo que se espera que haga y es lo que se espera que sea; no estamos diciendo lo que se cree que haga y sea, con la fe afectuosa y tonta que la señora Hardcastle depositó en su querido Tony Lumpkin. La expectativa toca otra cuerda, la cuerda de «soy, puedo, debo» que debe resonar en cada pecho humano, porque «es nuestra naturaleza». Los hombres y mujeres capaces y confiables que todos conocemos fueron criados con base en este principio.

No estamos seguros en la actualidad. ¿Pero en la actualidad? Ahora muchos niños en muchos hogares todavía se crían según las normas antiguas, pero no con la certeza inquebrantable de los viejos tiempos, hay otros pensamientos en el aire. Un bebé es una ostra enorme (dice un eminente psicólogo) cuya función es alimentarse, dormir y crecer. Incluso el profesor Sully, en su libro sumamente encantador, se ve dividido. Los niños lo han conquistado, lo han convencido sin lugar a dudas de que son como nosotros, solo que más. Pero luego es un evolucionista y se siente obligado a acomodar al niño a los principios de la evolución. Por lo tanto, se supone que la personita atraviesa mil etapas de desarrollo moral e intelectual, llevándolo desde la condición de salvaje o simio a la de ser humano inteligente y culto. Si los niños no se acomodan agradablemente a esta teoría, bueno, eso es culpa de ellos, y el profesor Sully es demasiado amante de los niños como para no contarnos a los niños tal como son, con pequeños interludios de la teoría sobre la que deberían evolucionar. Ahora bien, no tengo absolutamente ninguna teoría que proponer y estoy, sobre bases científicas, dispuesta a aceptar las teorías de los psicólogos evolutivos. Pero los hechos son demasiado fuertes para mí.

Labor intelectual del primer año del niño. Cuando consideramos la enorme labor intelectual por la que pasa el bebé durante su primer año para acomodarse a las condiciones de un nuevo mundo, para aprender a discernir entre lo lejano y lo cercano, lo sólido y lo plano, lo grande y lo pequeño, y mil cualidades más y las limitaciones de este desconcertante mundo, bueno, no nos sorprende que John Stuart Mill esté bien avanzado en su griego a los cinco años; que Arnold a los tres años conozca a todos los reyes y reinas de Inglaterra por sus retratos; o que un bebé musical tenga un amplio repertorio de los clásicos musicales.

Inteligencia de los niños. Estaba enfatizando una vez el hecho de que todos los niños pueden aprender a hablar dos idiomas a la vez con la misma facilidad, cuando un señor presente dijo que tenía un hijo que era misionero en Bagdad, casado con una dama alemana, y su hijo pequeño de tres expresó todo lo que tenía que decir con la misma fluidez en tres idiomas: alemán, inglés y árabe, utilizando cada uno de ellos al hablar con las personas con el idioma que les correspondía a ellos. «Nana, ¿a quién ama más Dios, a las niñas o a los niños?» dijo una niña meditativa de cuatro años. «Oh, niñas, sin duda» dijo Nana, con un afable deseo de complacer. «Entonces, si Dios ama más a las niñas pequeñas, ¿por qué Dios mismo no fue una niña pequeña?» ¿Quién de nosotros, llegado a las últimas etapas de la evolución, habría dado con un argumento más concluyente? Si la misma niña hubiera preguntado en otra ocasión, mirando a los mirlos con las cerezas: «Nana, si las abejas hacen miel, ¿los pájaros hacen mermelada?», de ninguna manera sería una pregunta tonta, y solo prueba que nosotros, las personas mayores, somos aburridos y no apreciamos los misterios de la naturaleza como que las abejas producen la miel.

Niños altamente dotados pero ignorantes. Así es como encontramos a los niños, con la inteligencia más aguda, la lógica más profunda, los poderes de observación más alerta, las sensibilidades morales más vivas, el amor y la fe y la esperanza más abundantes; de hecho, en todos los puntos como somos, sólo que mucho más; pero absolutamente ignorantes del mundo y sus pertenencias, de nosotros y nuestros caminos, y, sobre todo, de cómo controlar y dirigir y manifestar las infinitas posibilidades con las que nacen.

Feliz y bueno, o bueno y feliz. Nuestra concepción de un niño rige nuestras relaciones con él. Pour s’amuser es la regla de la vida infantil apropiada para la teoría de la «ostra», y la mayoría de nuestros libros para niños y muchas de nuestras teorías sobre la educación infantil se basan en esta regla.

«¡Oh! es tan feliz», decimos, y estamos contentos, creyendo que si es feliz será bueno; y lo es en gran medida; pero en los viejos tiempos la teoría era, si eres bueno serás feliz; y este es un principio que toca la nota clave del empeño, y se mantiene vigente, no sólo durante la «etapa de evolución» infantil, sino durante toda la vida, aquí y en el más allá. El niño que ha aprendido a «empeñarse» (como dice el Libro de Oración) ha aprendido a vivir.

Nuestra concepción del niño es antigua; nuestra concepción de la educación es nueva. Si nuestra concepción del dónde en cuanto al niño a partir de

«Un Ser, respirando aliento pensativo, Un viajero entre la vida y la muerte»,

es antigua, siendo la concepción de nuestros abuelos, entonces nuestra concepción de los fines y métodos de la educación es nueva, sólo posible en las últimas décadas del siglo pasado; porque descansa un pie sobre los últimos  avances en la ciencia de la biología, y el otro sobre el poderoso secreto de estos últimos días, que la materia es el agente completamente servicial del espíritu, y que el espíritu forma, moldea, es señor absoluto sobre la materia, tan capaz de afectar las circunvoluciones materiales del cerebro como de influir en lo que solía llamarse el corazón.

Sabiendo que el cerebro es el asiento físico del hábito, y que tanto la conducta como el carácter son el resultado de los hábitos que permitimos: sabiendo también que una idea inspiradora inicia un nuevo hábito de pensamiento y, por lo tanto, un nuevo hábito de vida, percibimos que la gran obra de la educación es inspirar a los niños con ideas vitalizadoras en cuanto a las relaciones de la vida, los departamentos del conocimiento, los temas del pensamiento: y de prestar atención deliberada a la formación de esos hábitos de la buena vida que son el resultado de ideas vitalizadoras.

Cooperación Divina. En esta gran obra buscamos y ciertamente encontramos la cooperación del Espíritu Divino, a quien reconocemos, en un sentido bastante nuevo para el pensamiento moderno, como Supremo Educador de la humanidad en las cosas que han sido tildadas como seculares, y de igual forma completamente también en las que han sido tildadas como sagradas.

Dos labores educativas. Somos libres de dar toda nuestra fuerza a estas dos grandes labores educativas, de la inspiración de ideas y de la formación de hábitos, porque, salvo en el caso de niños con cierta deficiencia mental, no consideramos que el «desarrollo de las facultades» sea parte de nuestro trabajo en lo absoluto; viendo que las llamadas facultades de los niños ya son mucho más agudas que las nuestras.

Prueba para sistemas. También tenemos en nuestra posesión una prueba para los Sistemas que se traen a nuestra atención, y podemos comentar sobre su valor educativo. Por ejemplo, hace un tiempo atrás, las escuelas primarias de Londres realizaron una exposición de trabajos; y despertó un gran interés una exposición procedente de Nueva York que representaba el trabajo de una semana (sobre el pensamiento «herbartiano») en una escuela. Los niños trabajaron durante una semana en «una manzana». La modelaron con arcilla, la pintaron con pinceladas, cosieron el contorno en cartón, la pincharon, la colocaron en palos (la forma pentagonal del recipiente de la semilla). Los niños y niñas mayores modelaron un manzano e hicieron una pequeña escalera para subir al manzano y recoger las manzanas, y una carretilla para llevar las manzanas, y muchas más cosas del mismo tipo. Todo el mundo decía: «¡Qué bonito, ¡qué ingenioso, qué buena idea!» y se fue con la idea de que aquí, por fin, estaba la educación.

Pero preguntamos «¿Cuál fue la idea informadora?» La forma externa, el contenido interno de una manzana, asuntos que los niños ya conocían muy bien. ¿Qué hábitos mentales se adquirieron con el trabajo de esta semana? Ciertamente aprendieron a mirar la manzana, pero piensen con cuántas cosas podrían haberse familiarizado en ese tiempo. Probablemente los niños no estaban conscientemente aburridos porque el impulso del entusiasmo de los maestros los llevó adelante; pero, piénsenlo:

«Conejos calientes y conejos fríos, Conejos jóvenes y conejos viejos.

Conejos tiernos y conejos fuertes».

Sin duda, esos niños ya habían escuchado suficiente de manzanas de todos modos. Esta materia de «manzanas» es muy instructiva para nosotros porque enfatiza la tendencia en la mente humana de aceptar y regocijarse en cualquier sistema prolijo que produzca resultados inmediatos, en lugar de someter cada pequeña materia a la prueba de si promueve o no uno o ambos de nuestros grandes principios educativos.

Avanzar con la marea. ¿Adónde? Nuestro «de dónde» nos abre un «adónde» de posibilidades infinitamente encantadoras. Al ver que cada uno de nosotros está trabajando para el avance de la raza humana a través del niño individual que estamos educando, consideramos cuidadosamente en qué direcciones se le debe llevar e indicar, y procedemos con el propósito establecido y nos esforzamos por educar a nuestros hijos para que avancen con la marea. «¿No podéis distinguir las señales de los tiempos?» Se avecina un nuevo Renacimiento, de una importancia indeciblemente mayor que la anterior; y estamos criando a nuestros hijos para dirigir y guiar, y ayudar por  todos los medios en el progreso, progreso a pasos agigantados,  que  el  mundo  está  a  punto  de  hacer.  Pero «adónde» es una pregunta demasiado amplia para el cierre de un capítulo.

Capítulo XXIV. Desde dónde y hacia dónde. ¿hacia  dónde?

Evoluciones físicas y psíquicas. Los biólogos no dan lugar a que la gente pensante dude en seguir la gran bouleversement del pensamiento, resumido en el término evolución. Ya no pueden creer más que el hombre es el resultado de procesos, cuyo desarrollo ha durado edades; y lo que es más, y aún más curioso, que cada niño individual, desde el momento de su concepción hasta el de su nacimiento, aparece en su propia persona para marcar un número increíble de etapas de este proceso evolutivo. La realización de esta verdad ha causado una gran impresión en la mente de los hombres. Nos sentimos parte de un proceso y llamados, al mismo tiempo, a ayudar en el proceso, no exactamente para nosotros mismos, sino para cualquier parte del mundo sobre la que ejerza nuestra influencia; especialmente para los niños que son tan peculiarmente entregados a nosotros. Pero llega, como hemos visto, un punto en que debemos levantarnos y hacer nuestra protesta. La evolución física del hombre no admite ninguna duda; la evolución psíquica, en cambio, no es sólo algo no comprobado, sino que todo el peso de la evidencia existente parece ir en la escala opuesta.

La grandeza de los niños. La era del materialismo ha seguido su curso; reconocemos la materia como fuerza, pero como fuerza totalmente sujeta, y que es el espíritu de un hombre el que moldea y usa su sustancia material a su manera para sus propios fines. ¿Quién puede seguir el rastro del espíritu? Quizá sea ésta una de las preguntas esenciales sobre las que el hombre no ha podido todavía especular y concluir propósito alguno; pero cuando consideramos los poderes casi ilimitados de amar y confiar, de discriminar y aprehender, de percibir y de saber, que posee un niño, y los comparamos con las sensibilidades embotadas y la aprehensión más lenta del hombre o mujer adultos del mismo calibre, ciertamente no estamos inclinados a pensar que crecer de menos a más, y de pequeño a grande, es la condición de la vida espiritual:

es decir, de esa parte de nosotros que ama y adora, razona y piensa, aprende y aplica el conocimiento. Más bien parecería ser cierto de cada niño en su nivel, como del Niño divino y típico, que Él no le da el Espíritu por medida.

Sabiduría, el reconocimiento de las relaciones. Es curioso cómo la filosofía de la Biblia siempre se adelanta mucho a nuestro último pensamiento. «Crecía en sabiduría y en estatura», se nos dice. Ahora bien, ¿qué es la sabiduría, la filosofía? ¿No es el reconocimiento de relaciones? Primero, tenemos que entender las relaciones de tiempo, espacio y materia, la filosofía natural que compuso gran parte de la sabiduría de Salomón; luego, por grados lentos, y cada vez más, aprendemos esa filosofía moral que determina nuestras relaciones de amor, justicia y deber entre nosotros: más tarde, tal vez, investiguemos el tema profundo y desconcertante de las interrelaciones de nuestro propio ser compuesto, la filosofía mental. Y en todo esto y más allá de todo esto, aprehendemos, lenta y débilmente, la relación más alta de todas, la relación con Dios, que llamamos religión. En esta ciencia de las relaciones de las cosas consiste lo que llamamos sabiduría, y la sabiduría no nace en ningún hombre, aparentemente ni siquiera en el mismo Hijo del hombre.

La sabiduría aumenta; la inteligencia no. Creció en sabiduría, en la dulce aprehensión gradual de todas las relaciones de la vida: pero la facultad de aprehender, el espíritu fuerte, sutil, discernidor, cuya función es captar y comprender, apropiarse y usar de todas las relaciones que vinculan todas las cosas a todas las demás cosas; esto no le fue dado a Él por medida; ni, podemos creer con reverencia que se nos da de esa manera.

Diferencias en los hombres. Es bastante evidente que hay diferencias en los niveles de los hombres, en su estatura intelectual y moral; pero es bueno que nos demos cuenta de la naturaleza de estas diferencias, que son diferencias en especie y no en grado; y dependen de lo que llamamos de forma simplista las leyes de la herencia, que hacen que el hombre en sus diversos aspectos constituya ese ser concebiblemente perfecto que está en la posibilidad de la humanidad. Esto es algo muy diferente de la noción de una medida pequeña y débil de corazón e intelecto en el niño, para crecer gradualmente hacia el desarrollo espiritual robusto y noble que, según el evolucionista psíquico, debería distinguir al ser humano adulto.

La ignorancia no es impotencia. Estas son consideraciones bastante prácticas y sencillas para todo aquel a quien se le encomiende la crianza de un niño, y no deben dejarse de lado como principios abstractos, como que si su discusión sirviera de poco más que agudizar el ingenio de los escolásticos. De hecho, nosotros no nos percatamos de los niños, los subestimamos; en las palabras divinas, los «menospreciamos», con las mejores intenciones del mundo, porque confundimos la inmadurez de sus condiciones, y su absoluta ignorancia en cuanto a las relaciones de las cosas, con impotencia espiritual: mientras que la realidad más probablemente es que nunca es tan aguda la facultad intelectual, tan fuerte el sentido moral, tan penetrante la percepción espiritual, como en aquellos días de la niñez que consideramos con una sonrisa altanera,  aunque bondadosa.

Todas las posibilidades están presentes en un niño. Un niño es una persona en quien están presentes todas las posibilidades, presentes ahora en este mismo instante, que no deben ser expuestas después de múltiples años y esfuerzos por parte del educador; pero en verdad es más grande el dirigir y usar esta riqueza de poder espiritual que desarrollar las llamadas facultades del niño. Nunca se insistirá demasiado en que la educación de nuestros hijos dependerá, nolens volens, de la idea que nos formamos de ellos. Si los consideramos como instrumentos aptos y capaces para llevar a cabo el propósito divino en el progreso del mundo, nos esforzaremos por discernir las señales de los tiempos, de percibir en qué direcciones estamos siendo conducidos y prepararemos a los niños a llevar hacia adelante la obra mundial, dándoles ideas vitalizadoras, concernientes, en todo caso, a algunas secciones de ese trabajo.

Vivimos para el avance de la raza. Habiendo acordado con nosotros mismos que nosotros y los niños por igual vivimos para el avance de la raza, que nuestro trabajo es dirigido directamente a ellos y, a través de ellos, directamente a todos; y que están perfectamente preparados para recibir aquellas ideas que son para la inspiración de la vida, debemos entonces considerar a continuación en qué direcciones debemos tratar de establecer actividades espirituales en los niños.

Nuestro  «de  dónde»  en  la  potencia  del  niño,  nuestro «adónde» en el pensamiento del día. Hemos buscado establecer nuestro «de dónde» en la potencia del niño, buscaremos nuestro «adónde» en el pensamiento vivo del día, lo que probablemente indica las direcciones en las que avanza la raza. Encontramos que todos los hombres en todas partes están muy interesados en la ciencia, que el mundo espera y aguarda grandes descubrimientos; nosotros también esperamos y observamos, creyendo que, como dijo Coleridge hace mucho tiempo, las grandes ideas de la naturaleza son impartidas a las mentes ya preparadas para recibirlas de un poder superior a la naturaleza misma.

Todos los hombres están interesados en la ciencia. En una reunión anterior de la Asociación Británica, el presidente lamentó que el progreso de la ciencia estaba siendo prevenido en gran medida por el hecho de que ya no tenemos naturalistas de campo, personas que observan la naturaleza a profundidad tal como es. Una publicación literaria hizo un comentario lamentable al respecto. Todo está escrito en libros, decía esta publicación, así que ya no tenemos necesidad de ir a la naturaleza misma.

Ahora bien, el conocimiento de la naturaleza que obtenemos de los libros no es conocimiento real; el propósito de los libros es ayudar al joven estudiante a verificar hechos que ya ha visto por sí mismo.

Seamos, ante todo, amantes de la naturaleza; el conocimiento íntimo de cada objeto natural a su alcance es la primera y, posiblemente, la mejor parte de la educación de un niño. Para sí mismo, durante toda su vida, será consolado por

«El bálsamo a respirar, El silencio y la calma,

De cosas mudas e insensatas».

Niños entrenados para observar. Y para la ciencia, él está en condiciones de hacer justamente el trabajo que más se necesita; será un observador detallado y amoroso de la naturaleza de primera mano, almacenando hechos, y libre de toda codicia impaciente por las inferencias.

Una nueva idea del arte; las grandes ideas exigen gran arte. Mirando de nuevo al reino del arte, creemos discernir las señales de los tiempos. Algunos de nosotros comenzamos a aprender la lección que un profeta ha venido para dar a esta o a la última generación. Empezamos a comprender que la mera técnica, por perfecta que sea, ya sea en la interpretación de tintes color piel, de mármoles o de una composición musical de extrema dificultad, no es necesariamente arte mayor.

Comenzamos a caer en cuenta que el arte es grande sólo en la medida de la grandeza de la idea que expresa; mientras que nuestra expectativa de la ejecución, la técnica, es que sea adecuada a la idea inspiradora. Pero, ¿seguramente estos temas elevados no tienen nada que ver con la crianza de los niños? Sí, lo tienen; tienen todo que ver. En primer lugar, no permitiremos que ningún seudo arte se encuentre en la misma casa con nuestros hijos; luego someteremos nuestros propios gustos y opiniones superficiales a alguna prueba minuciosa como la que hemos indicado, sabiendo que los niños absorben los pensamientos que hay en nosotros, lo queramos o no; y, por último, inspiraremos a nuestros hijos con esas grandes ideas que crearán una demanda, de todos modos, por gran arte.

Los niños deben aprender a cuidar los libros. En la literatura tenemos en mente fines definidos, tanto para nuestros propios hijos como para el mundo a través de ellos. Deseamos que los niños crezcan para encontrar alegría y descanso en el gusto, el sabor de un libro. Por libro no nos referimos a cualquier material impreso encuadernado, sino una obra que posea ciertas cualidades literarias capaces de brindar al lector ese sensible deleite que pertenece a una palabra literaria adecuadamente dicha. Es un hecho triste que estemos perdiendo nuestro gozo en la forma literaria; tenemos tanta prisa por dejarnos instruir por los hechos o excitarnos por las teorías, que no tenemos tiempo para detenernos en la mera formulación de un pensamiento. Pero este es nuestro error, porque las palabras son poderosas tanto para deleitar como para inspirar. Si no fuéramos tan ciegos como los topos, hace mucho tiempo deberíamos haber descubierto una verdad muy plenamente indicada en la Biblia: que lo que se dijo una vez con perfecta aptitud nunca se puede decir de nuevo, y se convierte para siempre en un poder vivo en el mundo. Pero en la literatura, así como en el arte, requerimos más que la mera forma. Grandes ideas se ciernen sobre el caos de nuestro pensamiento; y aquel quien dirá lo que todos estamos pensando en silencio, será para nosotros como un maestro enviado por Dios.

Los niños deben ser nutridos con lo mejor. ¿Para los niños? Deben crecer con lo mejor. Nunca debe haber un período en sus vidas en el que se les permita leer o escuchar tonterías o lectura fácil. Nunca hay un momento en que sean desiguales a los pensamientos dignos, bien dichos; cuentos inspiradores, bien contados. Dejemos que las «Canciones de inocencia» de Blake representen su estándar en poesía; De Foe y Stevenson, en prosa; y formaremos una raza de lectores que exigirán literatura,

es decir, la expresión adecuada y hermosa de ideas inspiradoras e imágenes de la vida. Tal vez sería de gran ayuda en este esfuerzo tener un documento indicando algo así como que los regalos de libros a los niños no serán bienvenidos en tal o cual familia.

La solidaridad de la raza. Para citar un punto más: la idea expresada en las palabras «solidaridad de la raza» tiene un alcance que se extiende a todas las direcciones. Probablemente nunca antes nos habíamos sentido como ahora en absoluta relación con todos los hombres en todas partes; todo lo humano nos es precioso, el pasado nos pertenece como el presente, y nos detenemos con ternura ante las evidencias de la personalidad de hombres y mujeres que vivieron siglos atrás. Un poeta estadounidense expresa este sentimiento con intensidad occidental, pero no exagera cuando nos dice que él es el soldado herido en la batalla, él es el galeote, y él es el héroe que viene al rescate, que cada pulso humano es su pulso, cada caída es su caída, y toda victoria moral es su triunfo. La presente escritora recuerda el momento en que la convicción de la hermandad común de las mujeres se hizo evidente para ella de una manera que nunca olvidará. Se conducía de una estación a otra en Londres y vio a una mujer borracha cargada sobre una puerta. Supo por la conmoción del dolor y las lágrimas que la vista trajo que la mujer no estaba fuera de ella, sino que de alguna manera misteriosa era parte de ella, de sí misma. Esta era una percepción nueva para una chica, y una que nunca más se perdería de vista. Es probable que tales impactos de reconocimiento nos llegan a la mayoría de nosotros, y cuando llegan a aquellos del mundo que se asemejan a Gran Corazón, tenemos a nuestras Elizabeth Frys, nuestros Wilberforces, nuestras Florence Nightingales. Se han hecho obras de piedad a lo largo de todas las edades cristianas y, de hecho, dondequiera que el corazón humano ha tenido libre movimiento; pero sentir lástima por otro y ser consciente, aunque sea vagamente, de que ese otro está, en parte y en porción, indisolublemente ligado a nosotros, estas son dos cosas. Nos aventuramos a creer que este es el escenario que la educación de la humanidad, por dirección divina, ha alcanzado en nuestros días. En otros días, los hombres hacían el bien por amor de Dios, o para salvar sus propias almas; actuaron con rectitud, porque les incumbía ser justos en todos sus tratos; pero los motivos que nos mueven en nuestra relación mutua ahora son más íntimos, tiernos, indefinibles, apremiantes para el alma. No podemos predecir cuáles serán los problemas cuando hayamos comprendido esta nueva página en el Libro de la Vida, pero podemos esperar que el Reino de Dios venga sobre nosotros.

Los niños deben ser criados de manera que vivan para todos los hombres. Estudiando con reverencia estas señales de los tiempos, ¿qué indicaciones encontramos para guiarnos en la crianza de los hijos? Se debe permitir que la tierna simpatía del niño fluya en forma de ayuda y bondad hacia toda vida que le impacte en cualquier forma. Conocí a una niña de cinco años, que llegó de su paseo bajo una evidente nube de angustia. «¿Cuál es el problema, H–?» se le preguntó. Por unos minutos, todo lo que se pudo obtener de ella fue un breve

«Nada», con la reticencia de su familia; pero una caricia la derrumbó y, en una pasión de lástima, sollozó: «¡Un hombre pobre, sin hogar, sin comida, sin cama para acostarse!» Aún tan joven le había llegado la revelación de la vida común en la humanidad; ella era una persona con el mendigo y sufría con él. Los niños deben, por supuesto, ser protegidos del sufrimiento intenso, pero ¡ay de la madre o la niñera que proteja por endurecimiento sistemático el corazón del niño! La ayuda alivió a esta niña, y luego el dolor de la simpatía dejó de ser demasiado para ella.

Los niños no deberían oír hablar de «impostores». Cualquiera que sea nuestra propia opinión del mundo y de la naturaleza humana, tengamos cuidado de cómo exhalamos la palabra «impostor» en el oído de un niño, hasta que tenga la edad suficiente para comprender que, si el hombre es un impostor, eso lo haría el objeto de una compasión más profunda y de una ayuda más sabia, una ayuda cuyo objeto no es aliviar sino reformar.

Servir es avanzar. Nuevamente, los niños están tan dispuestos a la vanidad como a todas las demás malas disposiciones posibles en la naturaleza humana. Deben ser educados para dar y ayudar sin ninguna noción de que hacerlo es bondad de su parte. Es muy fácil mantenerlos en la actitud mental natural de un niño, que servir es una forma en que la persona que sirve avanza, porque, de hecho, no tiene el derecho absoluto a estar en posición de verter beneficios sobre otro. La gama de simpatía del niño debe ampliarse, su amor debe ir a lo lejos y a lo cercano, a los ricos y a los pobres; la angustia afuera y la angustia en casa deberían atraerlo por igual; y siempre debe dar algún tipo de ayuda a un costo real para sí mismo. Cuando tenga la edad suficiente, se le deben presentar las lecciones prácticas de los periódicos.

Sin consideraciones de conveniencia. Por ejemplo, él debe saber que las atrocidades en Armenia son la causa de verdaderos problemas del interior del ser humano en los hogares ingleses; que hay casos abstractos de bien y mal tanto para las naciones como para los individuos, las cuales no admiten consideraciones de conveniencia; que socorrer a nuestro prójimo en la angustia mortal es tal ocasión, y que el que ha caído en manos de ladrones es, por lo tanto, nuestro prójimo, ya sea como nación o como individuo. No criemos a nuestros hijos en casas de cristal, por temor a los estragos de la piedad en sus tiernos corazones.

Hágales saber de cualquier angustia que naturalmente vendría ante ellos, y permítales aligerar su propio dolor aliviando de alguna manera los sufrimientos por los que se afligen. Los niños no nos fueron dados con infinitas posibilidades de amor y piedad de manera que ahoguemos las fuentes de lástima y entrenarlos hacia la dureza del corazón; por lo contrario, nos toca preparar a estos pequeños ministros de la gracia para la revelación más grande y más completa del reino de los cielos que viene sobre nosotros.

Capítulo XXV. El gran reconocimiento que se requiere de los padres

Ruskin sobre el «libro abovedado». El Sr. Ruskin ha prestado un gran servicio al pensamiento moderno al interpretarnos el esquema armonioso y ennoblecedor de la educación y la filosofía registrado en una cuarta parte de lo que él denomina el «libro abovedado», es decir, la Capilla de los españoles adjunta a la Iglesia de Santa María Novella en Florencia.

Muchos de mis lectores probablemente han estudiado bajo la guía del Sr. Ruskin la esclarecedora enseñanza de los frescos que cubren el techo y las paredes; pero a todos les gustará que se les recuerde de las lecciones sobre las que han meditado, con reverencia y asombro. «La Venida del Espíritu Santo (á mano izquierda). La madona y los discípulos están reunidos en una habitación. Debajo de ellos los partos, los medos, los elamitas, etc., los oyen hablar en sus propias lenguas. Delante, tres perros, cuya significación simbólica es marcar la participación de los animales inferiores en la dulzura esparcida por la infusión del Espíritu de Cristo… Sobre este fresco y el otro que está enfrente se encuentran representados por la mano de Simón Memmi el poder educador del Espíritu de Dios y el poder redentor del Cristo de Dios en este mundo, tales como los comprendía entonces Florencia.

«Comenzaremos por el lado intelectual, debajo del cuadro del Espíritu Santo. En la punta del arco se encuentran las tres Virtudes Evangélicas. Sin ellas—dice Florencia—no podéis poseer ninguna ciencia. Sin Amor, Fe y Esperanza… no hay inteligencia. Debajo están colocadas las cuatro Virtudes Cardinales… templanza, prudencia, justicia, fortaleza. Debajo se encuentran los principales profetas y los apóstoles… Bajo la línea de los profetas, como poderes evocados por su voz, están alineadas las figuras simbólicas de las siete ciencias teológicas ó espirituales y de las siete ciencias geológicas o naturales.

A los pies de cada una de ellas se encuentra el maestro que mejor la enseñó al mundo».

Las siete ciencias naturales. Espero que el lector continúe estudiando la exposición del Sr. Ruskin del «Libro Abovedado» en Mañanas en Florencia: está maravillosamente lleno de enseñanzas y sugerencias. Nuestra preocupación inmediata concierne a las siete figuras simbólicas que representan las ciencias terrestres, y con la figura del maestro de cada una. Primero tenemos a Gramática, una agraciada figura enseñando a tres niños florentinos; y, debajo, Prisciano. A continuación, Retórica, fuerte, apacible y plácida; y debajo, la figura de Cicerón con un rostro bastante bello. A continuación, Lógica, con perfecta pose de figura y hermoso semblante; y debajo de ella, Aristóteles, con una intensa agudeza de búsqueda en sus ojos entrecerrados. A continuación, Música, con la cabeza inclinada escuchando absorta las notas dulces y solemnes que produce con su antiguo instrumento; y debajo, Tubal-caín, no Jubal, como el inventor de la armonía, quizás el registro más maravilloso que el arte ha producido del impacto de una gran idea sobre el alma de un hombre semi-civilizado. Le sigue la astronomía, con majestuoso ceño y la mano levantada, y debajo de ella, Zoroastro, sumamente hermoso: «Su tipo persa, puro, se halla endulzado por su cabellera sedosa». A continuación, Geometría, mirando hacia abajo, considerando algún problema práctico, con su escuadra de carpintero en la mano, y debajo de ella, Euclides. Y por último, la Aritmética, levantando dos dedos en el acto de calcular, y debajo de ella, Pitágoras, envuelto en la ciencia de los números.

«Los pensamientos de Dios son más amplios que las medidas de la mente del hombre».

Pero aquí tenemos una amplitud de mentes con un alcance de inteligencia tan profundo, su perspicacia tan trascendente, que casi nos sobresalta la percepción de que, representados en estas paredes, tenemos en verdad una auténtica medida de los pensamientos de Dios. Echemos un vistazo por un momento a la concepción de la educación en nuestro propio siglo.

La educación no es religiosa o laica. En primer lugar, dividimos la educación en religiosa y laica. Los más devotos de nosotros insistimos en la educación religiosa, así como la secular. Muchos de nosotros nos contentamos con prescindir por completo de la educación religiosa; y estamos satisfechos no solamente con lo que titulamos laico, sino en lo que convertimos en laico, en el sentido en el que entendemos la palabra, es decir, aquello estrictamente limitado a los usos de este mundo visible.

El gran reconocimiento. Muchos cristianos ascienden un poco más; entienden que hasta la gramática y la aritmética pueden, de alguna manera no muy clara, ser usadas para Dios; pero el gran reconocimiento de que Dios el Espíritu Santo es Él mismo, personalmente, el inculcador del conocimiento, el instructor de  la juventud, el inspirador del genio, es una idea tan perdida para nosotros que hasta consideraríamos como claramente irreverente el pensar de la enseñanza divina como una cooperación con la nuestra en la lección de aritmética de un niño, por ejemplo. Pero la mente florentina de la Edad Media iba más allá: creía no sólo que las siete artes liberales estaban totalmente bajo el derramamiento directo del Espíritu Santo, sino que toda idea fructífera, toda concepción original, ya sea en Euclides o en gramática, o la música, era por iluminación directa del Espíritu Santo, sin pensar en absoluto si la persona así iluminada se nombraba a sí misma con el nombre de Dios, o reconocía de dónde procedía su iluminación. Todas estas siete figuras representan a personas que deberíamos clasificar vagamente como paganos, y a quienes podríamos estar ligeramente inclinados a considerar como fuera de los límites de la iluminación divina. Es verdaderamente difícil comprender la asombrosa audacia de este proyecto de educación mundial que Florencia aceptaba con fe sencilla.

Así como la virtud, el conocimiento es divino. Pero no debemos aceptar a ciegas ni siquiera una idea inspiradora.

¿Tenía razón este pueblo de la Edad Media sobre este plan y concepción de ellos? Platón insinúa un pensamiento similar en su afirmación de que el conocimiento y la virtud son fundamentalmente idénticos, y que si la virtud es de origen divino, también debe serlo el conocimiento. El antiguo Egipto tampoco estaba a oscuras sobre este asunto. «Y dijo Faraón a sus siervos: ¿Acaso hallaremos a otro hombre como este, en quien esté el espíritu de Dios?» Este rey de Egipto no pensaba que el discernimiento práctico y el conocimiento de los asuntos cotidianos, y de cómo hacer frente a las emergencias, fueran enseñanzas indignas del Espíritu de Dios. «El Espíritu de Dios vino sobre él con poder, y profetizó entre ellos», se nos dice de Saúl, y podemos creer que esta es la historia de todo gran invento y todo gran descubrimiento de los secretos de la naturaleza. «Y David dio a Salomón su hijo. . . . el plano de todas las cosas que tenía en mente para los atrios de la casa de Jehová». Tenemos aquí una sugerencia de la fuente de toda noción de la belleza a expresarse en formas de arte.

Ciencia, arte y poesía «por el Espíritu». Pero el Espíritu divino no solamente se ocupa de los temas elevados de la ciencia, el arte y la poesía. A veces uno se pregunta quién inventó, en primer lugar, la forma de utilizar los elementos más imprescindibles de la vida. ¿Quién descubrió por primera vez los medios de producir fuego, unir madera, fundir minerales, sembrar semillas, o moler maíz?

Ideas de cosas comunes. No podemos pensar sobre la posibilidad de vivir sin saber estas cosas; y, sin embargo, cada una debe haber sido una gran idea cuando por primera vez causó revuelo en la mente del hombre que la concibió. ¿De dónde sacó su primera idea? Felizmente, se nos dice, en un caso tan típico que es la clave para todas las demás:

«El que ara para sembrar, ¿arará todo el día? ¿Romperá y quebrará los terrones de la tierra? Cuando ha igualado su superficie, ¿no derrama el eneldo, siembra el comino, pone el trigo en hileras, y la cebada en el lugar señalado, y la avena en su borde apropiado? Porque su Dios le instruye, y le enseña lo recto; que el eneldo no se trilla con trillo, ni sobre el comino se pasa rueda de carreta; sino que con un palo se sacude el eneldo, y el comino con una vara. El grano se trilla; pero no lo trillará para siempre, ni lo comprime con la rueda de su carreta, ni lo quebranta con los dientes de su trillo. También esto salió de Jehová de los ejércitos, para hacer maravilloso el consejo y engrandecer la sabiduría». Isa. 28:24, etc.

«Dios le instruye». En materia de la ciencia, en materia del arte, en materia de la vida práctica cotidiana, su Dios le instruye y le enseña a él, su Dios le instruye y le enseña a ella. Que ésta sea la clave de la madre para la educación entera de cada niño y cada niña; no de sus hijos; el Espíritu Divino no obra con sustantivos de multitud, sino con cada niño. Debido a que Él es infinito, el mundo entero no es una escuela demasiado grande para este Maestro infatigable, y porque Él es infinito, Él es capaz de dar toda su infinita atención durante todo el tiempo a cada uno de sus multitudinarios alumnos. No nos regocijamos lo suficiente en la riqueza que la naturaleza infinita de nuestro Dios nos brinda a cada uno de nosotros.

Materias divinamente enseñadas. ¿Y qué materias están bajo la dirección de este Divino Maestro? La fe y la esperanza y la caridad del niño, eso ya lo sabíamos; su templanza, justicia, prudencia y fortaleza, eso podríamos haberlo adivinado; su gramática, retórica, lógica, música, astronomía, geometría, aritmética, esto podríamos haberlo olvidado, si estos maestros florentinos no nos lo hubieran recordado; su habilidad  práctica en el uso de herramientas e instrumentos, desde un cuchillo y un tenedor hasta un microscopio, y en el manejo sensato de todos los asuntos de la vida, también provienen del Señor, cuyo consejo es maravilloso y excelente en su obra.

Su Dios le instruye y le enseña. Como un pergamino iluminado, que la madre visualice el pensamiento sobre su hijo recién nacido, y que nunca contemple ningún tipo de instrucción para su hijo, excepto bajo el sentido de la cooperación divina. Pero debemos recordar que tanto aquí como en todas partes el Espíritu infinito y todopoderoso de Dios obra bajo limitaciones.

Nuestra cooperación es indispensable. Nuestra cooperación parece ser la condición indispensable de todas las obras divinas. Esto lo reconocemos en lo que llamamos cosas espirituales, es decir, las cosas que tienen que ver más especialmente con nuestras formas de abordar el tema de Dios; pero lo nuevo para nosotros es que la gramática, por ejemplo, puede enseñarse de tal manera que invite y obtenga  la cooperación del Divino Maestro, o de tal manera que  excluya su presencia ilustradora del aula. No queremos decir que el maestro puede mostrar las virtudes espirituales y fomentadas en el niño a lo largo de una lección de gramática; esto es sin duda cierto, y debe recordarse; pero quizás el punto inmediato es que la enseñanza de la gramática por sus ideas rectoras y principios simples, la verdadera, directa y humilde enseñanza de la gramática; sin pedantería y sin verborrea, se ve, podemos aventurarnos a creer, acompañada por el poder ilustrador del Espíritu Santo, de quien procede todo conocimiento.

Enseñanza que invita y que repele la cooperación divina. Lo contrario es igualmente cierto. La enseñanza que envuelve la mente de un niño en pliegues de muchas palabras que su pensamiento es incapaz de penetrar, que le da reglas y definiciones y tablas, en lugar de ideas, es una enseñanza que excluye y hace imposible la cooperación divina.

Resolución de la discordia en nuestras vidas. Este gran reconocimiento resuelve esa discordia en nuestras vidas de la que la mayoría de nosotros somos, más o menos, conscientes. Las cosas de los sentidos estamos dispuestos a subordinarlas a las cosas del espíritu; en cualquier caso, estamos dispuestos a esforzarnos en esta dirección. Lamentamos nuestros fracasos y lo intentamos de nuevo, y reconocemos que aquí yace el Armagedón para cada alma del hombre. Pero hay una tierra disputable. ¿No es un hecho que la vida espiritual es exigente, exige que sea nuestro único interés y nuestra energía enfocada? Sin embargo, las demandas del intelecto, la mente, el sentido estético, el gusto, nos presionan con urgencia. Debemos pensar, debemos saber, debemos regocijarnos y crear lo bello. Y si todos los pensamientos ardientes que se agitan en la mente de los hombres, todas las bellas ideas que engendran, son cosas separadas de Dios, entonces nosotros también debemos tener una vida separada, una vida separada de Dios, una división de nosotros mismos en lo secular y en lo religioso: discordia e inquietud. Creemos que esta es la fuente fértil de la infidelidad del día, especialmente en las mentes jóvenes y fervientes. Las pretensiones del intelecto son urgentes; la vida intelectual es una necesidad a la que no hay que renunciar bajo ningún riesgo. Es imposible que estos reconozcan en sí mismos una naturaleza dual; una espiritualidad dual, por así decirlo; y, si hay pretensiones que definitivamente se oponen a las pretensiones del intelecto, esas otras pretensiones deben ir a parar a la pared; y el o la joven, llenos de promesas y de poder, se convierten en librepensadores, en agnósticos, lo que queráis. Pero una vez que se reconoce plenamente la relación íntima, la relación del maestro, y se le instruye en todas las cosas de la mente y el espíritu, nuestros pies se colocan en una gran sala; hay espacio para el desarrollo libre en todas las direcciones, y este desarrollo libre y gozoso, ya sea del intelecto o del corazón, se reconoce como un movimiento hacia Dios.

Estamos protegidos del pecado intelectual como del pecado moral. Diversas actividades, con unidad de objetivo, traen armonía y paz a nuestras vidas; más aún, esta percepción de los tratos íntimos del Espíritu divino con nuestro espíritu en las cosas del intelecto, así como en las de la naturaleza moral, nos hace tan profundamente vivos en un caso como en el otro  a las insidiosas incitaciones del espíritu del mal; tomamos conciencia de la posibilidad del pecado intelectual como del pecado moral; percibimos que en el dominio de la razón pura, también, nos conviene cuidar de no caer en la tentación. Nos regocijamos en la expansión del intelecto y la expansión del corazón y la tranquilidad y libertad de aquel que está siempre en contacto con el Maestro inspirador, con quien hay infinitas reservas de aprendizaje, sabiduría y virtud, generosamente puestas a nuestra disposición.

Armonía en nuestros esfuerzos. Tal reconocimiento de la obra del Espíritu Santo como Educador de la humanidad, tanto en lo intelectual como en lo moral y espiritual, nos da «nuevos pensamientos de Dios, nuevas esperanzas del cielo», un sentido de armonía en nuestros esfuerzos y de aceptación de todo lo que somos. ¿Qué se interpone entre nosotros y la realización de esta vida más bendita? Esto: que no nos estimamos a nosotros mismos como seres espirituales investidos de cuerpos, vivos, emotivos, una trampa para nosotros y un gozo para nosotros, sino que somos, al fin y al cabo, meros órganos e intérpretes de nuestra intención espiritual. Una vez que veamos que estamos tratando espíritu con espíritu con el amigo a cuyo lado estamos sentados, con las personas que atienden nuestras necesidades, podremos darnos cuenta de cuán incesante es el comercio entre el Espíritu divino y nuestro espíritu humano. Será para nosotros como cuando uno deja de hablar y de pensar en la primavera, y encontramos al mundo lleno de música de pájaros desoída justo antes. De la misma manera aprenderemos a hacer una pausa en nuestros pensamientos, y escucharemos en nuestras perplejidades intelectuales y morales, los tonos claros, dulces, alegres e inspiradores de nuestro Guía espiritual. No estamos hablando aquí de lo que comúnmente se denomina la vida religiosa, o de nuestros acercamientos definidos a Dios en oración y alabanza; estas cosas todo el pueblo cristiano comprende más o menos plenamente; estamos hablando sólo de la vida intelectual, cuyo desarrollo en los niños es el objetivo de nuestras materias y métodos de instrucción.

Condiciones de la cooperación divina. Suponiendo que estemos dispuestos a hacer este gran reconocimiento, a comprometernos a aceptar e invitar la colaboración diaria, horaria, incesante del Espíritu divino, en, para decirlo clara y definitivamente, el trabajo escolar de nuestros hijos, ¿cómo debemos modelar nuestra propia conducta para que esta cooperación sea activa, o incluso posible? Se nos dice que el Espíritu es vida; por lo tanto, lo que está muerto, seco como el polvo, meros huesos desnudos, no puede tener afinidad con Él, no puede hacer otra cosa que sofocar y atenuar sus influencias vitalizadoras. Una primera condición de esta enseñanza vitalizadora es que todo el pensamiento que ofrezcamos a nuestros hijos sea pensamiento vivo; no servirán simples resúmenes secos de hechos; dada la idea vitalizadora, los niños fácilmente colgarán los meros hechos sobre la idea como sobre un perchero capaz de sostener todo lo que es necesario retener. Partimos de estimar a los niños como seres espirituales con potencias inconmensurables, intelectuales, morales, espirituales, capaces de recibir y gozar constantemente intuiciones provenientes de la íntima conversación del Espíritu Divino.

La enseñanza debe ser fresca y viva. Con este pensamiento de un niño, para comenzar, percibimos que todo lo viciado y plano y aburrido para nosotros debe necesariamente ser viciado y plano y aburrido para él, y también que no hay materia que no pueda abordarse con frescura y vida.

¿Estamos enseñando geografía? El niño descubre con el explorador, viaja con el viajero, recibe impresiones nuevas y vívidas de alguna otra mente que las recibe inmediatamente; no después de que se hayan presentado de forma viciada y aburrida por un proceso de filtrado a través de muchas mentes intermedias, y hayan encontrado finalmente su camino en un pequeño libro de texto. ¿Está aprendiendo historia? su interés no yace con listas de nombres y fechas, ni con agradables cuentos fáciles de leer, reducidos, como erróneamente decimos, al nivel de su comprensión; reconocemos que su poder de comprensión es al menos igual al nuestro, y que es sólo su ignorancia de las circunstancias concomitantes con la que tenemos que tratar tan luminosamente como podamos.

Los libros deben ser vivientes. Reconocemos que para él la historia consiste en vivir en la vida de aquellas personalidades fuertes que en un momento dado dejan una huella más profunda en su época y país. Este no es el tipo de cosas que se sacan de lindos libritos de historia para niños, ya sea «Little Arthur», o los resúmenes de alguien. Llevamos al niño a las fuentes vivas de la historia: un niño de siete años es plenamente capaz de comprender a Plutarco, en palabras del propio Plutarco (traducidas), sin diluir y con poca explicación. Dale un pensamiento vivo de este tipo, y harás posible la cooperación del Maestro viviente. El progreso del niño es a pasos agigantados, y te preguntas por qué. Nuevamente, en la enseñanza de la música déjalo percibir una vez las hermosas leyes de la armonía, la personalidad, por así decirlo, de la Música, mirándolo desde entre las extrañas notas negras, y la lección de piano dejará de ser fastidiosa.

Ningún sistema ordenado es útil. No es necesario profundizar en los detalles; cada materia tiene su modo viviente, con lo que Coleridge llama «su idea rectora» en la cabeza, y es sólo cuando descubrimos este modo viviente en cada caso que un tema de instrucción contribuye a la educación de un niño.

Ningún sistema ordenado es de alguna utilidad; es la naturaleza misma de un sistema volverse obsoleto en su uso; cada materia, cada división de una materia, cada lección, de hecho, debe analizarse antes de que se le ofrezca al niño para determinar si es viviente, vital, de una naturaleza que invite al Intelecto viviente del universo.

Los niños deben tener los mejores libros. Una cosa más es de vital importancia; los niños deben tener libros, libros vivos; los mejores no son demasiado buenos para ellos; cualquier cosa menos que lo mejor no es lo suficientemente bueno; y si es necesario economizar, hay que dejar todo lo que pertenece a la vida suave y lujosa antes de dejar el deber de proporcionar los libros y los frecuentes cambios de libros, que son necesarios para el constante estímulo de la vida intelectual del niño. No necesitamos decir palabra alguna sobre la necesidad de que haya pensamiento viviente en el maestro; sólo en la medida en que está intelectualmente vivo puede ser eficaz en  el   maravilloso   proceso   que   llamamos   con   ligereza

«educación».

Capítulo XXVI. El niño eterno: el más alto consejo de perfección para los padres

¡Las Esperas!

Lentamente juegan, pobres almas cuidadosas, Con pensamientos melancólicos de alegría navideña,

Sin saber cómo su música Aleja la carga del año.

Y con el encanto, la runa hogareña,

Nuestros pensamientos como los pensamientos de la infancia se dan,

Cuando todos nuestros pulsos laten en sintonía Con todas las estrellas del cielo.

JOHN DAVIDSON.

Los niños son necesarios para el júbilo navideño. En estos días de igualdad nos gusta pensar que todo el mundo tiene las mismas oportunidades de dirigirse en alguna dirección; pero el júbilo navideño, por ejemplo, no es para todos en la misma medida. No es sólo que no se sientan al festín jubiloso y de agradecimiento navideño los que están en necesidad, pena o cualquier otra adversidad; porque, en verdad, la porción de Benjamín a menudo se sirve a los afligidos. Pero se necesita la presencia de los niños para ayudarnos a hacer realidad la idea del Niño Eterno. La aurora está con los niños, y pensamos sus pensamientos y nos gozamos en su gozo; y cada madre sabe desde la plenitud de su propio corazón lo que significa el Nacimiento de Belén. Los que no tenemos hijos captamos ecos; escuchamos la lectura de la maravillosa historia en la iglesia, los cantantes de villancicos cantan la historia, las campanas de la iglesia hacen eco de ella, los años que ya no existen vuelven a nosotros, y nuestros corazones son mansos y humildes, felices y alegres, amorosos y tiernos, como los de los niños pequeños; pero, ¡ay!, sólo por el breve momento ocupado por el pensamiento pasajero.

Demasiado pronto, la monotonía de la vida diaria vuelve a asentarse sobre nosotros, y nos impacientamos un poco, ¿no es cierto?, ante la exigencia navideña de alegría.

Pero no es así donde hay niños. La vieja, vieja historia tiene toda su primera frescura cuando la contamos a los ansiosos oyentes; a medida que la escuchamos nosotros mismos con su vívido interés, se vuelve tan real y fresca para nosotros como lo es para ellos. Los pensamientos duros caen como escamas de nuestros ojos; somos jóvenes una vez más con la vida joven de los niños, que, misteriosamente se nos hace conscientes, es la vida eterna. ¡Qué misterio es este! Toda madre, hecha sabia para la salvación, que sostiene a un niño en sus brazos, ¿no siente con trémula reverencia que ese profundo dicho es cierto también para ella: «es[a]…es mi madre»?

Cada bebé lleva un evangelio. Porque el niño es el verdadero San Cristóbal: en él está la luz y la vida de Cristo; y cada nacimiento es un mensaje de salvación, y un recordatorio de que nosotros también debemos humillarnos y convertirnos en niños pequeños. Este es, quizás, el verdadero secreto del progreso del mundo: que todo bebé viene al mundo con un evangelio, que testifica necesariamente al corazón de sus padres. Que nosotros también somos hijos, los hijos de Dios, que Él quiere que seamos como hijos, es el mensaje que el recién nacido nunca deja de portar, por poco que le prestemos atención o por muy pronto que lo olvidemos. Es bueno que los padres reflexionen sobre estas cosas, porque la herencia del niño es santa, y se encomienda a sus padres para salvaguardar al pequeño heredero de la bienaventuranza.

Un niño es humilde. No es posible entrar de lleno en un tema tan amplio, pero puede valer la pena caracterizar dos o tres de los hitos del patrimonio de este niño; porque ¿cómo salvaguardaremos lo que no reconocemos, y cómo reconoceremos aquello a lo que no le hemos deliberadamente prestado atención?

La nota de la infancia es, ante todo, la humildad. Lo que llamamos inocencia es probablemente resoluble en gracia, repulsiva para la naturaleza del hombre hasta que la llegue a abrazar, y luego revelándose a él como divina. Un viejo y santo escritor tiene un pensamiento luminoso sobre este tema de la humildad.

«Nunca hubo ni habrá, sino una humildad en todo el mundo, y esa es la humildad de Cristo, que nunca ningún hombre, desde la caída de Adán, tiene el menor grado sino de Cristo. La humildad es una, en el mismo sentido y verdad en el que Cristo es uno, el Mediador es uno, la Redención es una. . . No hay dos Corderos de Dios que quitan los pecados del mundo. Pero si hubiera alguna humildad además de la de Cristo, habría algo más además de él que podría quitar los pecados del mundo». Ahora, si hay una sola humildad en todo el mundo, y esa humildad es la humildad de Cristo, y si nuestro Señor pronunció que el niño también era humilde, ¿no es a causa de la divinidad que mora en nosotros, la gloria en el niño que llamamos inocencia?

La humildad no es relativa, sino absoluta. Nuestra noción común de humildad es inexacta; la consideramos como una cualidad relativa. Nos humillamos ante tal y cual, nos inclinamos ante el príncipe y nos enseñoreamos del campesino. Es por eso que la gracia de la humildad no se nos presenta ni siquiera a nosotros mismos en nuestros estados de ánimo más sinceros. Sentimos que esta relativa humildad difícilmente es consistente con el respeto propio y la debida independencia de carácter. Se nos ha enseñado a reconocer la humildad como una gracia cristiana, y por eso no protestamos; pero este concepto erróneo confunde nuestro pensamiento sobre un tema importante, porque la humildad es absoluta, no relativa. De ninguna manera esto constituye el tomar nuestro lugar entre nuestros semejantes de acuerdo con una escala dada, estando algunos más allá de nuestro alcance por muchos grados y otros muy por debajo del mismo.

En el alma humilde no se habla de arriba o de abajo, el cual es igualmente humilde ante un bebé, una prímula, un gusano, un mendigo, un príncipe.

Si lo pensamos, este es el estado natural de los niños. Cada persona y cosa exige su interés; pero la persona o cosa en acción es profundamente interesante. «¿Puedo ir a hacer pasteles de barro con el chico en la canaleta?» ruega el principito, sin discernir diferencia alguna; y el niño de la canaleta lo recibiría con igual franqueza.

Los niños no hacen comentarios de autodesprecio. ¿Cuál es el secreto de esta humildad absoluta, humilde tanto hacia lo alto como hacia lo bajo, e ignorante de las distinciones? Nuestra idea de una persona humilde es la de alguien que piensa con desdén de sí mismo, que dice con menosprecio:

«Oh,  no  puedo  hacer  esto  o  aquello,  ya  sabes,  no  soy inteligente»; «No estoy hecho para hacer trabajos públicos de ningún tipo, no tengo poder ni influencia»; «¡Ah! bueno, espero que él llegue a ser mejor hombre que su padre, de todos modos, no me tengo en mucha estima»; «Tus hijos tienen grandes ventajas; ojalá la mía tuviera una madre así, pero no soy muy sabia». A menudo se dicen tales cosas con toda sinceridad, sin el más mínimo soupçon de una actitud como la de Uriah Heep. Lo que disputamos es que los oradores tienden a sentir que tienen, de todos modos, la gracia salvadora de la humildad. Vale la pena reflexionar que no existen tales declaraciones de autodesprecio atribuidas al Ejemplo de esa

«gran humildad» que estamos obligados a seguir; y si no hay la menor evidencia de humildad de este tipo en la vida divina, que tenía toda humildad, debemos reformular nuestras ideas. Los niños, tampoco, hacen comentarios de autodesprecio en ningún momento; eso es porque son humildes, y con el ejemplo divino ante nosotros, y el ejemplo de nuestros hijos, podemos creer que la humildad no consiste en tenernos en poco.

Es un principio superior, un estado bendito, sólo alcanzado de vez en cuando por nosotros los mayores, pero en el que los niños moran perpetuamente, y en el que es la voluntad de Dios que los guardemos.

La humildad es inconsciente de sí misma. La humildad no piensa mucho ni poco de sí misma; no piensa en sí misma en absoluto. Es una cualidad negativa más que positiva, siendo una ausencia de consciencia propia más que la presencia de alguna virtud distintiva. La persona que no es consciente de sí misma es capaz de todo servicio humilde, de todo sufrimiento por los demás, de alegre jovialidad ante todas las pequeñas cruces y preocupaciones de la vida cotidiana. Esta es la cualidad que produce héroes, y esta es la cualidad que produce santos. Somos capaces de orar, pero difícilmente somos capaces de adorar o alabar, de decir: «Engrandece mi alma al Señor» mientras en lo más recóndito de nuestro corazón estemos ocupados en nosotros mismos.

El objetivo de la religión cristiana. La religión cristiana es, por su propia naturaleza, objetiva; ofrece para nuestro culto, reverencia, servicio, adoración y deleite, una Persona Divina,  el Deseo del mundo. La sencillez, la felicidad y la expansión provienen de la efusión de un corazón humano sobre lo que es totalmente digno. Pero confundimos nuestras propias necesidades, estamos ocupados con nuestras propias caídas y nuestros propios arrepentimientos, nuestros múltiples estados de conciencia. Nuestra religión es subjetiva primero, y después de eso, en la medida de lo posible, objetiva. El orden debería ser más bien objetivo primero y después de eso, en la medida en que tengamos tiempo o interés para pensar en nosotros mismos, subjetivo.

Los niños tienden a ser objetivos. Ahora bien, la tendencia de los niños es ser del todo objetivos, nada subjetivos, y quizás por eso se dice que son los primeros en el reino de los cielos.

Esta distinción filosófica no es algo que podamos dejar de lado por no tener relación con la vida cotidiana; toca la nota clave para la formación de los niños. En la medida en que nuestra capacitación tienda a desarrollar el principio subjetivo, tiende a colocar a nuestros hijos en un nivel más bajo de propósito, carácter y utilidad a lo largo de sus vidas; mientras que en la medida en que desarrollemos el principio objetivo, con el que nacen los niños, los hacemos capaces de amor, servicio, heroísmo, adoración.

Toda función puede tener su desarrollo subjetivo u objetivo. Es curioso observar cómo toda función de nuestra más compleja naturaleza puede tener su desarrollo subjetivo u objetivo. El niño puede comer, beber y descansar haciendo completamente caso omiso de lo que hace, siendo sus padres los que se hacen cargo que estas cosas estén felizmente a su disposición, pero teniendo el mismo cuidado de que su atención no se vuelva a los placeres del apetito. Pero este es un punto en el que no necesitamos insistir, ya que los padres reflexivos están de acuerdo en que las comidas de los niños deben ser tan regularmente agradables y variadas que el niño naturalmente coma con satisfacción y piense poco o nada en lo que está comiendo; es decir, los padres tienen cuidado de que, en materia de alimentación, los niños no sean egoístas.

Fortaleza. Quizás los padres están menos conscientes de la importancia de regular las sensaciones del niño. Todavía besamos el lugar para que quede bien, hacemos un alboroto obvio si una cuerda es incómoda o si una hoja de rosa arrugada irrita la tierna piel del niño. Hemos olvidado las siete virtudes cristianas y los siete pecados capitales de edades anteriores, y no consideramos mucho en la crianza de nuestros hijos si la gracia de la fortaleza se desarrolla bajo nuestra crianza. Ahora bien, la fortaleza tiene sus oficios superiores e inferiores. Se ocupa de las cosas de la mente y de las cosas del cuerpo y, tal vez, es seguro argüir que la fortaleza en el plano superior solo es posible cuando se ha convertido en el hábito de la naturaleza en el plano inferior. Un bebé puede ser entrenado a obtener fortaleza y es mucho más feliz por tal entrenamiento. A un niño se le debe enseñar que sería indigno el darse cuenta del frío o del calor, del dolor o la incomodidad. No percibimos las sensaciones a las que no prestamos atención, y es muy posible olvidar incluso un fuerte dolor de muelas debido a algún interés nuevo y vívido. La salud y la felicidad dependen en gran medida del desprecio de las sensaciones, y el niño al que se le anima a decir: «Tengo tanto frío», «Estoy tan cansado», «Me pincha la camiseta», y así sucesivamente, es probable que se convierta en una niña histérica o en un hombre hipocondríaco; pues es una ley inmutable que, como ocurre con nuestros apetitos, así sucede con nuestras sensaciones, en la medida en que las atendemos, nos dominarán hasta que una sola sensación de leve dolor o incomodidad ocupe todo nuestro campo de visión, haciéndonos ignorar que hay gozo alguno en vivir, o belleza alguna en la tierra.

El niño egoísta ya no es humilde. Pero estas son las razones menos importantes por las que un niño debe ser entrenado a soportar pequeñas molestias y a no darles atención. El niño al que se le ha permitido volverse egoísta en materia de sensaciones, así como de apetitos, ha perdido su condición de niño, ya no es humilde; está en la condición de pensar en sí mismo; en lugar de esa condición infinitamente bendita de no ser consciente de sí mismo en absoluto. Tampoco debemos permitirnos hacer una excepción a esta regla en el caso del pobre inválido. Para él, mucho más que para el niño sano, es importante que se le enseñe a no tener en cuenta sus sensaciones; y muchos pequeños héroes valientes sufren angustia sin darle un pensamiento consciente, y por lo tanto, por supuesto, sufren infinitamente menos que si hubieran sido animados a preocuparse por sus dolores.

Decimos animados porque, aunque un niño puede llorar con una angustia repentina, en realidad no piensa en sus dolores y molestias a menos que los que lo rodean dirijan sus pensamientos hacia sus dolencias.

No hablamos de un régimen espartano. No estoy aconsejando ningún régimen espartano. No nos está permitido infligir dureza para que los niños aprendan a soportar. Nuestra obligación es simplemente dirigir su conciencia lejos de sus propias sensaciones. La notoria anécdota del hombre a quien, antes de los días del cloroformo, le cortaron la pierna sin ninguna sensación consciente de dolor, porque tenía la mente resueltamente ocupada en otras cosas, es un ejemplo extremo pero revelador de lo que se puede hacer en este sentido. Al mismo tiempo, aunque se le enseñe al niño mismo a ignorarlas, los mayores deben vigilar sus sensaciones cuidadosamente, ya que deben considerar y actuar cuando haya señales de peligro que el niño mismo debe aprender a ignorar. Pero por lo general es posible prestar atención a las sensaciones de un niño sin hacerle saber que se han observado.

La dirección altruista o egoísta. Esto sobre las sensaciones es sólo un ejemplo de la dirección altruista o egoísta que las diversas operaciones de la naturaleza compleja de un niño puede recibir. Nuevamente, sus afectos son capaces de recibir una dirección subjetiva u objetiva, según las sugestiones que le lleguen desde el exterior. Todo niño viene al mundo ricamente dotado de un pozo de amor, una fuente de justicia; pero que el arroyo de amor fluya a diestra o siniestra, que sea egoísta o altruista, depende de la instrucción temprana del niño. Un niño al que se le enseña desde el principio las delicias de dar y compartir, de amar y soportar, siempre se entregará libremente a los demás, amará y servirá, sin buscar nada otra vez; pero el niño que reconoce que es objeto de constante atención, consideración, amor y servicio, vuelve su atención en sí mismo, busca sus propios intereses, se vuelve egoísta, casi sin que sea su culpa, habiendo sido tan fuertemente influenciado por la dirección que sus pensamientos reciben de aquellos a su alrededor. Así también de esa otra fuente, la de la justicia, con la que nace todo niño. Allí, de nuevo, la corriente puede fluir en cualquiera de los dos canales, pero no en ambos, el egoísta o el altruista. La exigencia del niño por justicia puede ser toda para él o, desde el principio, se le pueden presentar los derechos de los demás.

«¡No es justo!» Es posible que se le enseñe a ocuparse de sus propios derechos y los deberes de los demás, y, si lo es, su estado de ánimo se puede discernir fácilmente por los lemas que a menudo salen de sus labios: «¡Qué pena!» «¡No es justo!» o puede, por otro lado, estar tan lleno de la idea de sus propios deberes y los derechos de los demás, que las necesidades propias pasan silenciosamente a un segundo plano. Este género no sale sino con oración y ayuno, pero es bueno aclarar nuestros pensamientos y saber definitivamente lo que deseamos para nuestros hijos, porque solo así podemos trabajar inteligentemente hacia el cumplimiento de nuestro deseo. Es triste orar y frustrar la respuesta por nuestra propia acción; pero por desgracia esto es fácilmente posible.

Que los padres reflexionen durante cada festividad venidera del Niño Eterno sobre la mejor manera de mantener a sus propios hijos en el estado bendito de niñez, recordando que la humildad que Cristo encomia en los niños es lo que puede describirse, filosóficamente, como el principio objetivo en oposición a lo subjetivo, y que, en la medida en que un niño torna su atención a sí mismo en cualquier función de su ser, pierde la gracia de la humildad. Este es el principio general; la aplicación práctica requerirá una vigilancia y esfuerzos constantes, especialmente en las temporadas de festividades, para evitar que los amigos y visitantes muestren su amor por los niños de cualquier manera que tienda a desarrollar la autoconciencia.

La humildad como el consejo supremo de la perfección. Esto sobre la humildad, no es sólo un consejo de perfección, pero quizás es el más alto consejo de perfección, y cuando se lo presentamos a los padres, lo ofrecemos a aquellos para quienes ningún esfuerzo es demasiado difícil, ningún objetivo es demasiado elevado; a los que están haciendo el mayor esfuerzo para hacer avanzar el Reino de Cristo.

Fin.

Apéndice. Preguntas para los estudiantes

CAPÍTULO I – LA FAMILIA

  1. En qué y cómo consiguió Rousseau despertar a los padres?
  2. En qué aspectos es la familia una comuna?
  3. ¿Por qué y en qué aspectos la familia debe ser social?
  4. Muestra algunas formas en que la familia debe servir a los vecinos más pobres.
  5. ¿De qué manera puede la familia servir a la nación?
  6. ¿Cuál es el orden divino para la familia con respecto a otras naciones?
  7. Mencione formas de asegurar la comunión con otras naciones.
  8. ¿Qué significa la frase «la restauración de la familia»?
  9. Añade sugerencias de tu propia experiencia sobre cada uno de los puntos tratados en este capítulo.

CAPÍTULO II – LOS PADRES COMO GOBERNANTES

  1. En qué aspectos es la familia una monarquía absoluta?
  2. Demuestre que el gobierno de los padres no puede ser depuesto.
  3. Indica algunas causas que provocan la abdicación de los padres.
  4. ¿En qué consiste la majestad de los padres?
  5. Demuestre que los hijos son una confianza pública y una confianza divina.
  6. Defina el alcance y enuncie la limitación de la autoridad parental.
  7. Comente y amplíe cualquiera de los puntos anteriores desde su conocimiento y experiencia.

CAPÍTULO III – LOS PADRES COMO INSPIRADORES

Los hijos deben nacer de nuevo a la Vida de Inteligencia

  1. Explica y verifica la afirmación de que los padres deben un segundo nacimiento a sus hijos.
  2. Muestre exactamente cómo la ciencia apoya esta afirmación.
  3. ¿Cuáles son los procesos y métodos de este segundo nacimiento?
  4. Resuma las opiniones del Dr. Maudsley sobre la herencia.
  5. Distinga entre disposición y carácter.
  6. ¿Qué dice el Dr. Maudsley sobre los efectos estructurales de las «experiencias vitales particulares»?
  7. Enumere los artículos de la carta educativa que puede decirse que ha adquirido nuestra época.
  8. Haga otros comentarios sobre cualquiera de los puntos anteriores.

CAPÍTULO IV – LOS PADRES COMO INSPIRADORES

La vida de la mente crece sobre las ideas

  1. Resuma el capítulo anterior.
  2. ¿Por qué las concepciones educativas del pasado no son necesariamente válidas ahora?
  3. Explique e ilustre la teoría de Pestalozzi.
  4. Y la teoría de Froebel.
  5. En qué sentido el jardín de infancia es una concepción vital?
  6. Pero la ciencia está cambiando de frente. ¿Cómo afecta este hecho al pensamiento educativo?
  7. ¿Qué relación tiene la «herencia» con la educación?
  8. ¿Es la educación formativa? Discuta la cuestión.
  9. Demuestre que el individuo no está a merced de la empiria. ¿Es esto una ganancia?
  10. ¿Por qué «educación» es una palabra inadecuada?
  11. ¿Qué significa «educar»?
  12. Da una definición adecuada y Demuestre por qué es adecuada.
  13. Demuestre la importancia del método como camino hacia un fin.
  14. Ilustrar el hecho de que la vida de la mente crece sobre las ideas.
  15. ¿Qué es una idea?
  16. Traza el surgimiento y el progreso de una idea.
  17. Ilustrar la génesis de una idea.
  18. Una idea puede existir como «apetencia». Dé ejemplos.
  19. Demuestre que un niño se inspira en la vida casual que le rodea.
  20. Describa e ilustre el orden y el progreso de las ideas definidas.
  21. ¿Cuál es la doctrina platónica de las ideas?
  22. Demuestre que las ideas son lo único importante en la educación.
  23. ¿Cómo debe funcionar la fórmula educativa?
  24. La «razón infalible»: ¿qué es?

CAPÍTULO V – LOS PADRES COMO INSPIRADORES

Las cosas del Espíritu

  1. Muestre que los padres son necesariamente los reveladores de Dios a sus hijos.
  2. Muestre que deben fortificar a los hijos contra la duda.
  3. ¿De qué tres maneras puede intentarse esto?
  4. ¿Por qué es injusta la primera?
  5. Demuestre que las «evidencias» no son pruebas.
  6. ¿Cómo afecta a los jóvenes su visión del pensamiento actual?
  7. Demuestre que los niños tienen derecho al ‘libre albedrío’ en el pensamiento.
  8. ¿Qué se puede hacer a modo de preparación?
  9. ¿De qué manera se debe enseñar a los niños a esperar en la ciencia?
  10. El conocimiento es progresivo. ¿Cómo debe afectar esto a nuestra actitud mental?
  11. Demuestre que los niños deben aprender algunas leyes del pensamiento.
  12. Deben observar los pensamientos tal como vienen.
  13. ¿Sobre qué descansa el atractivo de los niños?
  14. Muestre que los niños deben tener el pensamiento de Dios como un «escondite».
  15. Prueba e ilustra con tu propia experiencia que la mente del niño es un buen terreno.
  16. ¿Es cierto que los niños sufren de un profundo descontento? En caso afirmativo, ¿por qué? Ilustra.

CAPÍTULO VI – LOS PADRES COMO INSPIRADORES

Ideas Primordiales derivadas de los Padres

  1. Qué es lo principal que tenemos que hacer en el mundo?
  2. Nombra dos ideas de Dios especialmente adecuadas para los niños.
  3. ‘Debemos ascender lentamente por el lado humano’. ¿Por qué no?
  4. Distingue entre certeza lógica y derecho moral.
  5. ¿Cómo le habría parecido la Crucifixión a un judío consciente? ¿Cómo, a un judío patriota?
  6. Muestre qué ideas primarias reciben los niños de sus padres.
  7. ¿Qué tienes que decir sobre los primeros acercamientos a Dios de un niño pequeño?
  8. Discuta la cuestión de las formas arcaicas en las oraciones de los niños.
  9. Muestra hasta qué punto es adecuado para un niño ‘el grito de un Rey’.
  10. También la noción de la ‘lucha por Cristo contra el demonio.’
  11. «Qué difícil es ser cristiano». ¿Es ésta la experiencia de un niño?

CAPÍTULO VII – EL PADRE COMO MAESTRO DE ESCUELA

  1. Qué debe hacer un maestro de escuela por un niño?
  2. ¿Por qué diversas razones se deja esta tarea al maestro de escuela?
  3. ¿Con qué clase de niños tiene éxito?
  4. ¿Por qué la disciplina escolar no influye siempre en la vida?
  5. Comenta «Edward Waverley» como ejemplo de «desparrame mental».
  6. Demuestre que no estamos hechos para crecer en un estado de Naturaleza.
  7. Demuestre que la primera función de los padres es la disciplina.
  8. Demuestre que la educación es una disciplina.
  9. Distinguir entre disciplina y castigo.
  10. ¿Cómo se atrae a los discípulos?
  11. 11. Muestre que la disciplina significa progreso constante en un plan cuidadoso.

CAPÍTULO VIII – LA CULTURA DEL CARÁCTER

Los padres como formadores

  1. En qué medida cuenta la herencia?
  2. Muestre a los hijos el valor de las oportunidades.
  3. Describa un curioso experimento en educación.
  4. Demuestre que el carácter es un logro.
  5. ¿Qué dos maneras tenemos de preservar la cordura?
  6. Demuestre que el desarrollo del carácter es la principal labor de la educación.
  7. Dar algunas razones plausibles para no hacer nada en favor de la formación del carácter.
  8. ¿Cómo afecta el avance de la ciencia a esta cuestión?
  9. ¿Cuál es el deber de un padre hacia un rasgo familiar encantador?
  10. ¿Hacia las cualidades distintivas?
  11. ¿Cuáles son las cuatro condiciones de la cultura?
  12. Ejemplifíquelo en el caso de un niño con una inclinación hereditaria por los idiomas.
  13. Demuestre que el trabajo y el derroche de tejido cerebral son necesarios.
  14. Señale el peligro de la excentricidad.
  15. Nombre algunas causas de rareza en los niños.
  16. 16. ¿Cómo salvar nuestros «espléndidos fracasos»?

CAPÍTULO IX – LA CULTURA DEL CARÁCTER

El tratamiento de los defectos

  1. Cuál es el objeto último de la educación?
  2. Cómo se ocupan los padres de «los defectos de sus cualidades» en sus hijos?
  3. Dé algunos casos de niños así ‘defectuosos.’
  4. Indique el tratamiento especial en cada caso.
  5. Demuestre que las dolencias morales requieren una pronta atención.
  6. Muestre que ‘una costumbre vence a otra’ es un evangelio para los padres.
  7. ¿De qué manera existe un registro material de los esfuerzos educativos?
  8. 8. Demuestre que el amor materno no basta por sí mismo para educar a los hijos.

CAPÍTULO X – LECCIONES BÍBLICAS

Los padres como instructores de religión

  1. 1. ¿Por qué son necesarias las escuelas dominicales?
  2. Muestre que los padres deben instruir a sus propios hijos en la religión.
  3. Describa un resultado australiano de la Unión de Padres.
  4. ¿Cuál es la esencia del informe del Comité sobre la educación religiosa de las clases alta y media?
  5. Indique algunas de las razones por las que los padres no instruyen a sus hijos en religión.
  6. Discuta el descrédito de la Biblia.
  7. Discuta, ‘los milagros no ocurren’.
  8. 8. Demuestre que nuestra concepción de Dios depende de los milagros.
  9. Discuta los milagros como contrarios a la ley natural.
  10. Demuestre cuán adecuados son los milagros de Cristo.

CAPÍTULO XI – LA FE Y EL DEBER

Los padres como maestros de moral

  1. 1. ¿Cuál considera el señor Huxley que es el único resultado práctico de la educación?
  2. 2. ¿Tenemos un sentido infalible del «deber»?
  3. Demuestre el valor educativo de la Biblia como literatura clásica.
  4. 4. ¿Qué utilidad debe tener el diario de una madre?
  5. Muestre el uso de los cuentos de hadas en la instrucción moral.
  6. De las fábulas.
  7. De los cuentos bíblicos.
  8. ¿Por qué debe utilizarse el lenguaje de la Biblia en la enseñanza?
  9. ¿Deben utilizarse los relatos de milagros en la enseñanza moral?
  10. ¿Debe ponerse toda la Biblia en manos de un niño?
  11. Dé algunas reglas morales que puedan extraerse del Pentateuco.
  12. Muestra el valor de la Odisea y la Ilíada en la enseñanza moral.
  13. ¿Cuál es el punto débil inicial de la moral «laica»?
  14. ¿Qué hay que decir a favor de las lecciones sobre el deber?
  15. Demuestre el valor moral de la formación manual.
  16. Muestre el peligro de una enseñanza moral descuidada.
  17. Muestre la importancia de una instrucción ética metódica.

CAPÍTULO XII – FE Y DEBER

Pretensiones de la filosofía como instrumento de educación

  1. Demuestre que el pensamiento educativo inglés tiende al naturalismo.
  2. ¿Cuál es el veredicto de Madame de Staël sobre «Locke»?
  3. Demuestre que nuestros esfuerzos educativos carecen de objetivo.
  4. Que estamos al borde del caos.
  5. Pero también al borde de una revolución educativa.
  6. Nuestro sistema educativo, ¿será cuestión de naturalismo o de idealismo?
  7. ¿Qué decir de la concepción ética de la educación?
  8. Demuestre que no se ha intentado unificar la educación.
  9. ¿Cuáles son las pretensiones de la filosofía como agente educativo?
  10. Demuestre que una nación debe ser educada para sus funciones propias.
  11. ¿Cómo se hacen fáciles las moralidades menores?
  12. ¿Cómo se inicia un hábito?
  13. ¿Puede el espíritu actuar sobre la materia?
  14. ¿Cómo se salvaguarda la individualidad de los niños?

CAPÍTULO XIII – FE Y DEBER

El hombre vive de la fe, hacia Dios y hacia el hombre

  1. Demuestre que «sagrado» y «secular» es una clasificación irreligiosa.
  2. ¿Cómo se mantiene toda relación de pensamiento?
  3. ¿Por qué es obvio y natural que el Padre de los Espíritus trate con los Espíritus de los hombres?
  4. ¿Por qué es maliciosa la tolerancia fácil?
  5. Demuestre que el hombre vive de la fe en sus semejantes y en Dios.
  6. Describa la fe en Dios.
  7. Demuestre que la fe es natural.
  8. No es un impulso originado por uno mismo.
  9. ¿Qué tiene que decir del culto de la fe?
  10. ¿Cómo define la «justicia» el autor en cuestión?

CAPÍTULO XIV – EL IMPULSO HEROICO

Los padres se preocupan de dar este impulso

  1. ¿De qué valor es la poesía heroica en la educación?
  2. Demuestre que Beowulf es nuestro Ulises inglés.
  3. Demuestre que representa el ideal inglés.
  4. Ilustrar la gentileza de nuestros antepasados.
  5. ¿Puedes dar alguna adivinanza inglesa antigua?

CAPÍTULO XV – ¿ES POSIBLE?

La actitud de los padres ante las cuestiones sociales

  1. Demuestre que estamos ante una crisis moral.
  2. Cómo demuestra esta crisis que amamos a nuestro hermano?
  3. Cómo nos afecta el ‘ídolo del tamaño’?
  4. Cui bono? Muestra el efecto paralizante de.
  5. ¿Se puede cambiar el carácter?
  6. ¿Cuál es la cuestión de la edad?
  7. En qué consiste el milagro esencial?
  8. Por qué ha de fallar la esperanza para los viciosos por herencia?
  9. ¿Para los viciosos por hábito inveterado?
  10. ¿Para los viciosos de pensamiento?
  11. ¿Qué esperanza hay en la doctrina recibida de la herencia?
  12. Demuestre que la educación es más fuerte que la naturaleza.
  13. Que hay preparación natural para la salvación.
  14. Que la ‘conversión’ no es un milagro.
  15. Que la ‘conversión’ no es contraria a la ley natural.
  16. Que puede haber muchas ‘conversiones’ a lo largo de la vida.
  17. ¿En qué condiciones es potente una idea?
  18. Muestre la potencia y la idoneidad de las ideas incluidas en el cristianismo.
  19. ¿Por qué es necesario el tratamiento curativo?
  20. Demuestre que una organización fuerte puede proporcionar alivio.
  21. Muestre que el trabajo y el aire fresco son agentes poderosos.

CAPÍTULO XVI – DISCIPLINA

Una consideración para los padres

  1. ¿Qué entiende comúnmente la gente por disciplina?
  2. Distinguir entre método y sistema.
  3. ¿Qué se entiende por «pasividad sabia»?
  4. Discutir la cuestión del castigo por las consecuencias.
  5. Demuestre que los niños pueden más bien disfrutar con el castigo.
  6. Demuestre que las malas acciones van necesariamente seguidas de castigos.
  7. ¿Es el castigo un medio de reforma?
  8. ¿Cuáles son los mejores disciplinadores?
  9. Comenta sobre la madre que ‘siempre está diciendo’ a sus hijos que hagan tal o cual cosa.
  10. Dé nueve consejos prácticos para un padre que desea tratar seriamente un mal hábito.
  11. ¿Cómo tratarías, por ejemplo, a un niño curioso?

CAPÍTULO XVII – SENSACIONES Y SENTIMIENTOS

Sensaciones Educables por los Padres

  1. Demuestre que el «sentido común» suele tener como base la opinión científica.
  2. Cuál es el origen de las sensaciones?
  3. Demuestre que las sensaciones deben ser tratadas como interesantes en razón de la cosa percibida, no de la persona que percibe.
  4. ¿Por qué se desprecian las lecciones sobre el objeto?
  5. Demuestre que un bebé trabaja con lecciones sobre objetos.
  6. ¿Cuál es el efecto de la enseñanza temprana de la Naturaleza?
  7. ¿Qué dos puntos debemos tener en cuenta en la educación de los sentidos?
  8. Demuestre que las lecciones sobre los objetos, para que tengan valor, deben ser incidentales.
  9. ¿Qué ventajas tiene el hogar en este tipo de enseñanza?
  10. ¿Cómo debe enseñarse a los niños el cuidado en el uso de términos positivos y comparativos?
  11. ¿Cómo corregirías el uso indiscriminado de epítetos?
  12. ¿Cómo enseñaría a los niños a formarse juicios en cuanto al peso?
  13. ¿En cuanto al tamaño?
  14. ¿A discriminar sonidos?
  15. ¿Discriminar olores?
  16. ¿Discriminar sabores?
  17. ¿Puede sugerir algunos juegos sensoriales?

CAPÍTULO XVIII – SENSACIONES Y SENTIMIENTOS

Sensaciones Educables por los Padres

  1. Qué entiendes por sensaciones reflejas?
  2. Demostrad que tenemos aquí una razón para que se guarden los recuerdos al aire libre.
  3. Demuestre que los recuerdos placenteros son una fuente de bienestar corporal.
  4. Y de restauración mental.
  5. Distinguir entre sensaciones y sentimientos.
  6. Demuestre que las sensaciones deben ser objetivas, no subjetivas.
  7. Muestre qué son y qué no son los sentimientos.
  8. Muestre que cada sentimiento tiene su modalidad positiva y su modalidad negativa.
  9. Los sentimientos, ¿son morales o inmorales?
  10. Muestre la conexión entre los sentimientos y los actos no recordados.
  11. Ciertos actos insignificantes pueden ser «la mejor parte de la vida de un hombre bueno». ¿Por qué?
  12. ¿Es la percepción del carácter un sentimiento?
  13. Demuestre su delicadeza e importancia.
  14. 14. Muestre cómo influyen los sentimientos en la conducta.
  15. Discutir el entusiasmo.
  16. Dar la génesis de nuestras actividades.
  17. Demuestre que al educar los sentimientos modificamos el carácter.
  18. ¿Qué decir del sexto sentido del tacto?
  19. ¿Por qué hay que tener cuidado con las palabras?
  20. ¿Cómo se comunica un sentimiento?
  21. ¿Qué sentimientos diferencian especialmente a las personas?
  22. Demuestre que tratar los sentimientos de los jóvenes es una tarea delicada.

CAPÍTULO XIX – ¿QUÉ ES LA VERDAD?

La discriminación moral exigida por los padres

  1. Muestre que, como nación, estamos tanto perdiendo como ganando en veracidad.
  2. Qué dos teorías se sostienen con respecto a la mentira?
  3. 3. ¿Es la mentira un síntoma elemental o secundario?
  4. Cómo trataría la ‘pseudofobia’?
  5. ‘La mentira heroica’.
  6. ‘La verdad para los amigos, la mentira para los enemigos’.
  7. ‘La mentira inspirada por el egoísmo’.
  8. ‘Los engaños de la imaginación y el juego.’
  9. «La pseudomanía».
  10. ¿Cómo se debe educar a los niños en la veracidad?

CAPÍTULO XX – EL PORQUÉ DE LAS COSAS

Los padres responsables de los exámenes de aptitud

  1. Mencione algunos puntos que hemos obtenido al preguntar «¿Por qué?».
  2. ¿Por qué va Tom a la escuela?
  3. Demuestre que el mismo impulso le lleva a la escuela y a la universidad.
  4. ¿Cuál es la tendencia de «moler»?
  5. Demuestre que la tiranía de las oposiciones cuenta con el apoyo de los padres.
  6. Los exámenes en sí mismos, ¿son un mal?
  7. ¿En qué condiciones deben celebrarse?
  8. ¿Cuáles son los principales deseos?
  9. ¿Son virtuosos o viciosos?
  10. ¿A qué fin sirven?
  11. Demuestre que a lo largo de la vida del escolar un deseo natural ocupa el lugar que propiamente corresponde a otro.
  12. ¿Por qué ya no quiere saber?
  13. ¿Qué pérdida supone esto para el niño?
  14. Demuestre que la emulación es un resorte más fácil de trabajar que la curiosidad.
  15. Demuestre que un imperio plagado de exámenes sería una calamidad.

CAPÍTULO XXI – UNA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN PROPUESTA A LOS PADRES

  1. ¿Hasta qué punto el ideal de la educación debe ser un ideal de clase?
  2. ¿Qué diferencia hay entre los hijos de padres instruidos y los de padres ignorantes en cuanto a vocabulario, imaginación, etc.?
  3. ¿Cuándo es el desarrollo de las «facultades» una parte importante de la educación, y cuándo no lo es?
  4. ¿Cuáles son las principales tareas del educador?
  5. Demuestre que es necesario reconocer los principios materiales y espirituales de la naturaleza humana.
  6. ¿Cómo nos lleva esto a reconocer al Educador supremo?
  7. ¿Con qué criterio puede juzgarse el valor de los estudios?
  8. Demuestre que el conocimiento de la «Naturaleza» educa al niño.
  9. ¿Qué hay que decir a favor del uso de buenos libros en la educación?
  10. Discutir la cuestión de la ‘naturaleza infantil’.
  11. ¿Por qué somos tan tenaces con la individualidad de los niños?
  12. ¿Por qué debemos tener en cuenta la proporción en nuestro esquema educativo?
  13. Demuestre que los niños tienen derecho al conocimiento.

CAPÍTULO XXII – CATECISMO DE LA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN

  1. Demuestre que el carácter es un logro.
  2. Qué es lo que da origen a la conducta?
  3. ¿De qué medios disponemos para modificar la disposición?
  4. Dé la historia de un hábito.
  5. ¿Cómo corregir un mal hábito?
  6. Demuestre que nuestra conducta está generalmente dirigida por la cerebración inconsciente, o subconsciente.
  7. ¿En qué medida los hábitos de una persona «bien educada» le facilitan la vida?
  8. ¿Por qué la formación de un hábito requiere tiempo?
  9. Traza el desarrollo lógico de una noción.
  10. Demuestre que la razón no es una guía infalible de la conducta.
  11. Muestre cómo funciona la confusión en cuanto al derecho lógico y moral en la historia del mundo.
  12. ¿Por qué, entonces, debe saber un niño lo que es como ser humano?
  13. Demuestre hasta qué punto tal conocimiento es una salvaguardia.
  14. ¿Cuál es el papel de la voluntad en la recepción de las ideas?
  15. ¿Cómo se transmiten las ideas?
  16. ¿Cuál es la parte del Educador divino en las cosas naturales y espirituales?
  17. ¿Qué papel desempeñan las clases en la educación?
  18. ¿Qué principio de currículo encontramos en la aptitud natural del niño para el conocimiento?

CAPÍTULO XXIII – DE DÓNDE Y A DÓNDE

Una pregunta para los padres: ¿De dónde?

  1. ¿Cuál era el pensamiento dominante sobre los niños en la generación pasada?
  2. Qué trabajo intelectual realiza un niño en su primer año?
  3. Observaciones sobre la inteligencia de los niños.
  4. Demuestre que están muy dotados pero son ignorantes.
  5. Elegir entre «feliz y bueno» y «bueno y feliz» como máxima educativa.
  6. Mediante qué prueba probarías diversos sistemas de educación?
  7. Muestra el deber de avanzar con la marea.

CAPÍTULO XXIV – DE DÓNDE Y A DÓNDE

Una pregunta para los padres: ¿Adónde?

  1. ¿Cómo son grandes los niños?
  2. ¿Qué es la sabiduría?
  3. Demuestre que los niños crecen en sabiduría más que en inteligencia.
  4. Muestre que todas las posibilidades están presentes en un niño.
  5. Muestre que todos vivimos para el progreso de la raza.
  6. Demuestre que encontramos nuestro «de dónde» en la potencia del niño.
  7. Nuestro «adónde» en el pensamiento del día.
  8. ¿Cómo debe afectar el pensamiento actual a la educación científica?
  9. ¿En relación con el arte?
  10. ¿Con respecto a los libros?
  11. ¿Cómo debe afectar a la educación la idea de la solidaridad de la raza?
  12. ¿Cómo enseñar a los niños que servir es ascender?
  13. ¿Cómo protegerlos de las consideraciones de conveniencia?

CAPÍTULO XXV – EL GRAN RECONOCIMIENTO EXIGIDO A LOS PADRES

  1. Demuestre que la educación no es religiosa y laica.
  2. Muestre que el conocimiento, como la virtud, viene de lo alto.
  3. ¿Tenemos alguna autoridad para pensar que la ciencia, el arte y la poesía son «por el Espíritu»?
  4. ¿Tenemos alguna enseñanza sobre el origen de las primeras ideas de las cosas comunes?
  5. Demuestre que la enseñanza divina espera nuestra cooperación.
  6. ¿Qué tipo de enseñanza invita a la cooperación divina y cuál la repele?
  7. Muestre que este «reconocimiento» resuelve ciertas discordias en nuestra vida.
  8. ¿Cómo nos protege del pecado intelectual?
  9. ¿Cómo conduce a la armonía en nuestros esfuerzos?
  10. ¿Por qué la enseñanza debe ser fresca y viva?
  11. ¿Por qué los libros deben ser vivos?
  12. ¿Por qué no podemos librarnos de nuestra responsabilidad utilizando algún sistema ordenado?
  13. ¿Por qué los niños deben leer los mejores libros?

CAPÍTULO XXVI – EL NIÑO ETERNO

El más alto consejo de perfección para los padres

  1. Muestre que todo niño lleva un evangelio.
  2. Muestre que un niño es humilde.
  3. Que la humildad no es relativa sino absoluta.
  4. Demuestre que la religión cristiana es objetiva.
  5. Que los niños tienen una tendencia objetiva.
  6. Muestre que nuestro cuidado debe ser dar a cada función un empleo objetivo y no subjetivo.
  7. ¿Qué papel debe desempeñar la fortaleza en la educación?
  8. Demuestre que el niño atento a sí mismo ya no es humilde.
  9. Demuestre que las tendencias de los niños pueden recibir una dirección altruista o egoísta.
  10. ¿Cómo se aplica esto al grito: «No es justo»?
  11. Demuestre que la humildad es el más alto consejo de perfección.

Trabajamos al alero de un ministerio cristiano sin fines de lucro. Si desea colaborarnos financieramente, puede hacerlo a través de Zeffy, especificando “Educación.” También puede comprar las obras recomendadas en nuestro sitio pinchando los enlaces afiliados a Amazon sin costo adicional para usted. ¡Gracias y que Dios le recompense ricamente!

For now, we gather monetary funding under a Christian non-profit ministry called Messiah Missions. Your financial support is greatly appreciated! You may send an offering via Zeffy. Please earmark it for “Education.” You may buy books we recommend by clicking on the affiliate links on Amazon at no extra cost. Thank you, and may our God richly bless you!